ESCUCHAR LA PALABRA, OBJETIVO CATECUMENAL

 

Jesús López, Teología y Catequesis 3 (1983) 399-430

 

Por encima de todo, el catecumenado supone la iniciación en la Palabra de Dios dicha hoy, a la luz de la Palabra de Dios dicha ya, Palabra recogida en la Escritura y en la tradición viva de la Iglesia.

En efecto, la palabra catecumenado procede del verbo griego kat-echein, que significa resonar, hacer sonar en los oídos y, por extensión, instruir, catequizar. Así, catecúmeno es el que está siendo instruido, catequizado; más en concreto, el que está siendo iniciado en la escucha, no de una palabra cualquiera, sino de la Palabra de Dios. Realmente, el catecumenado conecta con esta experiencia bíblica fundamental: Dios habla hoy. Y se pone al servicio de ella.

 

1.    EL HECHO DE LA PALABRA

 

En la experiencia bíblica, el mayor problema religioso del hombre no está en si Dios existe o no existe, sino en si Dios habla hoy o no. Así, el hombre puede escuchar los pasos de Dios por el jardín de este mundo, pero también puede ocultarse (Gn 3, 8); el escuchar constituye a Israel como Pueblo de Dios (Dt 6, 4); Dios revela a Israel la Palabra, lo que no hizo con ninguna otra nación (Sal 147, 19 s.); frente a los dioses mudos de las naciones, el hecho de la Palabra caracteriza al Dios de Israel (Sal 115, 5); la Palabra es don de Dios para los sencillos (Sal 119, 130); sin ella, las gentes andan hambrientas, sedientas, errantes (Am 8, 11 s.); los profetas gritan con voz que nadie puede acallar: Escuchad la Palabra (Am 3, 1; Jr 7, 2) [1] .

Se trata de escuchar no cualquier palabra, sino la Palabra de Dios, una palabra creadora en la cual fueron hechos los cielos y la tierra (Gn 1; Sal 33, 6-9), una palabra que se cumple en la historia (Ez 12, 28), una palabra que denuncia las situaciones de opresión y encabeza la marcha de la libertad (Ex 3, 7 ss.), una palabra que, paso a paso, manifiesta a Israel le etapa a seguir en el camino de la salvación (Ex 3, 7-10; Jos 1, 1-5), una palabra que regula la vida del pueblo en términos de alianza y fraternidad (Ex 20, 1-17; Dt 5, 5-22). El creyente necesita escuchar, si quiere saber el camino a seguir (Sal 143, 8), si quiere vivir conforme a la Palabra (Sal 119, 25), si no quiere endurecer su corazón (Sal 95, 7 s.), si quiere una respuesta cierta a la inquietante pregunta:”¿Se ha agotado para siempre su amor? ¿Se acabó la Palabra por todas las edades?” (Sal 77, 9); si quiere, en fin, constatar la evidencia de este hecho impresionante: “No he hablado en oculto ni en lugar tenebroso. No he dicho a la estirpe de Jacob: Buscadme en el vacío” (Is 45, 19). Ciertamente, quien escucha la Palabra se siente urgido a tomar posición, lo cual compromete su destino (1 Re 19, 10.14; Rm 11, 3), pero de su misión pende la suerte de muchos (Ez 3, 16-21; 33, 1-9) y, además, cuenta con la fuerza da la acción de Dios (Is 42, 1).

Para Jesús de Nazaret, evangelizar es sembrar la Palabra (Mc 4, 14); la Palabra es algo necesario, como el aire o el pan (Mt 4, 4); en torno a ella se constituye la verdadera comunión, la verdadera familia (Lc 8, 21); quien fundamenta su vida en la Palabra, construye sobre roca (Mt 7, 24); quien la rechaza, introduce la más profunda división (Jn 10, 10); por su actitud ante la Palabra, serán juzgados los hombres (Jn 12, 48); con una palabra que se cumple (Lc 4, 21), realiza Jesús los signos que manifiestan la presencia del Reino de Dios (Mt 8, 8.16; Jn 4, 50-53), el cambio de corazón que acompaña al perdón de los pecados (Mt 9, 1-7), la misión de los doce que continúa su propia misión (Mt 18, 18; Mc 14, 22-25; Lc 22, 19-20). Toda la Escritura se convierte en un testimonio a favor de Jesús (Jn 5, 39); El es la Palabra de Dios hecha carne (Jn 1, 14), Palabra rechazada por los suyos (1, 11), Palabra que transforma en hijos de Dios (1, 12), Palabra crucificada, muerta y sepultada, Palabra resucitada.

Para la Iglesia naciente, evangelizar es anunciar la buena nueva de la Palabra (Hch 8, 4); la Iglesia va creciendo, con la difusión de la Palabra (Hch 6, 7; 12, 24; 19, 20); cuando los gentiles la acogen, se hacen creyentes, lo mismo que los judíos (Hch 10, 44; 11, 1); quien evangeliza, anuncia no una palabra de hombre, sino la Palabra de Dios actuante y operante (1 Ts 2, 13), una palabra viva y eficaz (Hb 4, 12), no encadenada (2 Tm 2, 9), palabra que compromete, aunque la mayoría negocie con ella (2 Co 2, 17). En fin, escuchar o no escuchar, acoger o rechazar la Palabra, he ahí la frontera de la conversión al evangelio del Cristo que vive.

El hecho de la Palabra sigue siendo plenamente actual. El Concilio Vaticano II lo proclamó así en nuestro tiempo: “Dios, que habló en otro tiempo, sigue hablando con la esposa de su amado Hijo, Y EL Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo, va conduciendo a los creyentes a toda la verdad, y hace que la palabra de Dios resuene en ellos abundantemente” (DV 8).

El catecumenado, iniciando en la escucha de la Palabra de Dios, inicia en una experiencia que atraviesa vitalmente toda la Escritura y que afecta básicamente a la misión evangelizadora: “iban por todas partes anunciando la Buena Nueva de la Palabra” (Hch 8, 4).

De una u otra forma, al comienzo de cada proceso catecumenal (fase de evangelización primera) se plantea el hecho de la experiencia de fe como experiencia de la Palabra de Dios en los acontecimientos. Como el evangelio con el que se identifica, la experiencia de la Palabra necesita (habitualmente) ser anunciada para que sea vivida. Una y otra vez, la experiencia confirma la necesidad del anuncio, como procedimiento evangélico: “¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les anuncie?... Por tanto, la fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo” (Rm 10, 14-17). Según ello, si se retrasa el anuncio, se retrasa también la evangelización. Lo que sucede es que no siempre el anuncio se realiza en clave de experiencia actual: “con hechos y palabras, intrínsecamente trabados entre sí” (DV 2), como conviene a la economía de la salvación. Quien evangeliza es un testigo, no “un predicador vacío y superficial de la Palabra de Dios” (DV 25); por ello, desde la experiencia de fe convoca a la experiencia de fe. Como dijo Pablo VI: “En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe?” (EN 46).

 

2. HUELLAS DE UNA PRESENCIA

 

El evangelio anuncia un hecho que conmueve los cimientos de la experiencia humana común (Lc 24, 18; Hch 4, 31): el hecho es que Jesús actúa en la historia a la manera de Dios, es decir, como Señor. Así lo proclama Pedro:  Sepa con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado (Hch 2, 36; cf. 3, 13-18; 4, 10-12; ó, 30-31; 10, 36-42; 13, 28-37; 1 Co 15, 3-8; Flp 2, 11). Este es el gran acontecimiento: un muerto, Jesús, condenado y ejecutado por la falsa justicia de un orden religioso y político corrompido, ha sido constituido Señor de la historia. ¡Lo mismo que Dios! [2] .

La Iglesia primitiva tiene experiencia de esto, pues se le ha dado el reconocer a Jesús en los múltiples signos que se producen como fruto de su pascua y a partir de ella. Esos signos son las huellas visibles de su presencia invisible, huellas de una presencia que sigue siendo actual y que constituye el centro de la experiencia cristiana de la fe. Ahora bien, ¿cuáles son los rasgos más comunes de dicha experiencia?

En efecto, la experiencia de los primeros cristianos presenta, entre otros, estos rasgos que siguen siendo válidos hoy:

       En primer lugar, Jesús resucitado, constituido Señor de la historia, no es reconocido de pronto; más bien, los discípulos tardan en reconocerle. Así los de Emaús, que en una camino de vuelta van compartiendo el fracaso de su esperanza (“nosotros esperábamos”..., Lc 24, 21), le reconocen en la fracción del pan: “entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron” (24, 31), antes, “sus ojos estaban retenidos” (24, 16), han sido un tanto “insensatos y tardos” (24, 25), aunque, ciertamente, un algo especial sí que habían percibido: “¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (24, 32); algo parecido sucede a María Magdalena, que, buscándole y no hallándole en medio de l llanto, le confunde con el encargado del huerto (Jn 20, 15; Ct 3, 1-3): “se volvió y vio que Jesús estaba allí, pero no sabía que era Jesús” (20, 14); también tardan en reconocerle los discípulos en el lago de Tiberíades aquella noche que no pescaron nada: “al amanecer estaba Jesús en la orilla, aunque los discípulos no sabían que fuese él” (Jn 21, 4); a veces, al reconocimiento, precede la turbación, la duda, el sobresalto: “sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu” (Lc 24, 37; 24, 38; Jn 20, 25; Mc 16, 8-13; Mt 28, 8.10.17).

       Los discípulos tardan en reconocerle, entre otros motivos, porque Jesús ha cambiado profundamente: su modo de presencia es distinto. Ya no está entre nosotros a la manera de hombre, sino a la manera de Dios. Es decir, como Señor. Y así le van identificando y le van reconociendo todos; los de Emaús, que vuelven a Jerusalén y comparten la buena noticia: “Es verdad. ¡El Señor ha resucitado!” (Lc 24, 34); María Magdalena, que reacciona con una palabra reservada habitualmente a Dios: “Rabbuní” (más solemne que “rabbí”, que significa maestro Jn 20, 16); el discípulo amado, que lo anuncia a sus compañeros de pesca: “Es el Señor” (Jn 21, 7.12); Tomás, que pasa de la incredulidad a la fe: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28); tras el reconocimiento, se impone la paz, el asombro, la alegría: “Los discípulos se alegraron de ver al Señor” (Jn 20, 20; Lc 24, 41).

       Jesús de Nazaret, constituido Señor de la historia (¡lo mismo que Dios!), es reconocido en circunstancias ordinarias de la vida, frecuentemente infrahumanas, en las que irrumpe la buena noticia de la resurrección. Así circunstancias ordinarias son el camino de vuelta y la esperanza frustrada de los de Emaús (Lc 24, 21), la búsqueda infructuosa y el llanto incontenible de la Magdalena (Jn 20, 11-15), la inútil noche oscura de aquellos discípulos que habían ido a pescar (Jn 21, 3), la actitud desconfiada y escéptica de Tomás (Jn 20, 25).

       Jesús de Nazaret es reconocido Señor de la historia (¡de esta historia nuestra!), en medio de acontecimientos que se convierten en signos [3] . De modo semejante, a lo largo de la historia, se había reconocido la presencia del Dios de Israel: en medio de acontecimientos que hablan, significativos, reveladores. Así los de Emaús le reconocen en la fracción del pan y en todo lo que había ido sucediendo ese día: la palabra encendida del caminante desconocido, el fuego en el corazón, el sentido de las Escrituras como clave de los acontecimientos, la interpelación profunda, el gesto de hospitalidad, la bendición, la mesa compartida, la "increíble" presencia (Lc 24, 32; 24, 25-31); en el conjunto de acontecimientos que suceden en el huerto (como los demás, sobriamente descritos) María Magdalena reconoce a Jesús en la palabra que  le dirige a ella (Jn 20, 16); lo mismo sucede a los discípulos: a orillas del lago (Jn 21, 4-13), en el cenáculo (Jn 20, 19-21; Mc 16, 14-18; Lc 24, 36-49), sobre un monte (Mt 28, 16), a todos ellos se les manifiesta en su palabra. Jesús resucitado repite los signos que confirmaron su misión evangelizadora, lo cual permite reconocerle. Dichos signos confirman, además, la misión de los discípulos: “Ellos salieron a predicar, or todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban” (Mc 16, 20).

       Jesús Resucitado está presente en la historia a la manera de Dios, como Señor: ello explica que sólo sea reconocido por creyentes, es decir, por aquellos que reconocen la acción de Dios en la historia. En efecto, Jesús resucitado no se hace presente “en la debilidad de la carne y de la sangre”, sino “en la dinámica del Espíritu”: “nadie puede decir: '¡Jesús es Señor!', sino por influjo del Espíritu Santo” (1 Co 12,3). La resurrección de Jesús y su constitución como Señor es un acontecimiento trascendente, que -sin embargo- tiene sus señales históricas, realmente "palpables" por los creyentes. Así estos pueden decir que Jesús camina con ellos (Lc 24, 15), come y bebe con ellos (24, 30.43), pesca con ellos (Jn 21, 6), se reúne con ellos, se presenta en medio de ellos, aunque las puertas estén cerradas (Jn 21, 19). Jesús Resucitado está, como Dios vivo, en el corazón de la historia.

       El hecho de que Jesús sea reconocido como Señor de la historia supone un cambio profundo, radical: “Al oír esto, dijeron con el corazón compungido a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos? Pedro les contestó: Convertios” (Hch 2, 37; ver 3, 19; 5, 31; Mt 3, 2; 3, 17; Mc 1, 2-4; 1, 15; Lc 3, 1-18).   En efecto, los primeros cristianos quedan “estupefactos y perplejos” (Hch 1, 12), parecen “borrachos” (1, 13), se vuelven "locos": todo lo ponen en común (2, 42-44; 4, 32-35). Causan especial impacto el cambio espectacular experimentado por Pablo: “¿No es este el que se ensañaba en Jerusalén contra los que invocaban ese nombre?” (Hch 9, 20). El reconocimiento de Jesús como Señor le hace “enloquecer”, derriba sus viejos centros de interés, invierte su jerarquía de valores, conmueve los cimientos de su mundo (Flp 3, 7-9). Pablo es un hombre nuevo, desconocido, distinto: un hombre-anuncio, un hombre-testigo. Su palabra proclamada ya no es simplemente palabra de predicador, palabra de hombre, sino que viene a ser Palabra de Dios viva y operante en medio del mundo (1 Ts 2, 13). La vida de Pablo ha venido a ser, por la gracia de Dios, el misterio pascual en acto: “y vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20). Pablo ya no es el mismo: ha abandonado esa justicia y ese orden que han crucificado a Cristo [4] .

 

3.    LA PALABRA EN LOS ACONTECIMIENTOS

 

El hecho de la Palabra supone que la Palabra está en los hechos, es decir, en la trama de los acontecimientos, acontecimientos significativos y reveladores, acontecimientos que transforman la experiencia humana en experiencia de fe. La Palabra de Dios, “antes que cuerpo de doctrina, es acción gratuita de Dios” (CC 107). Las experiencias que siguen pueden servir de ejemplo o de modelo: a) el proceso de conversión de San Agustín; b) la conversión profética de Bartolomé de las Casas; c) la llamada a la renovación de Juan XXIII. Son experiencias diversas: una es ámbito personal; otra, de ámbito social (no exclusivamente); la tercera, de ámbito eclesial. Pero las tres convergen en el objetivo común: la escucha de la Palabra en los acontecimientos.

Una cosa parece importante: si Dios habla (de la forma que sea), el creyente ha de escuchar; ello supone un respeto a la iniciativa de Dios (quien habla es Dios, no el hombre), un discernimiento imprescindible (personal, pastoral, comunitario) y, finalmente, la acogida de algo que, por encima de todo, es don de Dios (no producto del hombre). Ciertamente, además, “toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia” (2 Tm 3, 16-17), pero hay situaciones cuyo contexto manifiesta significativamente que Dios sigue hablando, o que Cristo se mete en la conversación, como sucedió a los de Emaús. En cualquier caso, es inútil hablar de método (lo cual supone un control por parte del hombre); la palabra de Dios trasciende todo método: se cumple en la dinámica del Espíritu. Se requiere, eso sí, una actitud de escucha y un fiel discernimiento, que respétela iniciativa de Dios y acoja, en cada caso, el don de Dios, más allá de todo racionalismo (que considera imposible que Dios hable hoy), más allá de todo iluminismo(que anunciara una nueva revelación o un tercer testamento) y más allá también de toda magia, juego o manipulación (que pretendiera falsamente hacer hablar a Dios).

Las experiencias que siguen (y otras muchas que s podrían poner) invitan a descubrir en los acontecimientos narrados el hecho de la Palabra. Para ello, hay que superar la miopía, denunciada en el viejo proverbio chino: “cuando alguien apunta a la luna, el idiota mira el dedo”.

 

a) El proceso de conversión de San Agustín

 

El punto de partida en el proceso de conversión de San Agustín es, obviamente, su vida perdida: "Transcurrieron nueve años durante los cuales yo me agité en el fango profundo, en las tinieblas de la mentira" [5] . Muy lejos, por supuesto, de los consejos y recomendaciones de su madre: "Lo que ella quería y recuerdo con qué inquietud apasionada ella me lo recomendó secretamente, era que evitase toda fornicación y, sobre todo, que me guardarse de seducir a la esposa ajena. Yo consideraba opiniones de mujer" [6] . L

En el fondo, Agustín había incurrido en la pretensión original del hombre pecador: ser como Dios, independientemente de Dios (Gn 3, 5). Agustín creyó tener en sus manos el control de la propia felicidad, pero su proyecto vital se le fue manifestando como una mentira: "Durante estos nueve años, desde los diecinueve hasta los veintiocho, permanecí así, seducido y seductor, engañado y engañador, entregado a mis diversas pasiones" [7] .

Muy joven todavía, se enamora de una mujer, de la que tiene un hijo: Adeodato. Al propio tiempo descubre la filosofía al leer el Hortensius de Cicerón: el deseo de la verdad le acompañará siempre. Lee la Sagradas Escritura, pero no la entiende. Para encontrar “su verdad” ingresa en la secta maniquea. Enseña retórica y elocuencia. De Cartago, va a Roma y, luego a Milán, donde encuentra al gran obispo Ambrosio, a quien escucha asiduamente. Descubre entonces la superioridad de la Escritura y se hace catecúmeno: " en espera de que alguna luz cierta viniese a orientar mis pasos" [8] .

Pero no todo estaba resuelto. Ni mucho menos. Por un lado, dice Agustín, "yo no veía en el Cristo, mi Señor, más que un hombre de una eminente sabiduría, con el cual nadie podría igualarse" [9] ; por otro lado, habiendo despedido a la mujer (que le había dado un hijo, Adeodato) y habiendo de esperar dos años antes de obtener la mano que le estaba prometida, "menos enamorado del matrimonio que esclavo del placer, dice Agustín, me procuré otra mujer, una amante, como para alimentar y prolongar la enfermedad de mi alma... Así pues, la herida abierta por el desgarrón producido al serme arrancada las primera compañera, no se curaba; pero después de vivos, escocedores dolores, manaba purulencia, y el mal, menos agudo, se hacía más desesperado " [10] .

Como en el génesis, Agustín se encontraba desnudo (3, 7), es decir vacío, infeliz, desesperado: "Con el alma enferma, yo me torturaba, acusándome a mí mismo con más severidad que nunca... Me decía en mi interior: ¡Acabemos ya! ¡Acabemos ya! Mis palabras me encaminaban hacia la decisión; y va a obrar, pero no obraba. No volvía a caer en el abismo de mi vida pasada, pero permanecía de pie en el borde tomando aliento” [11] .

Sin embargo, la situación cada vez se hacían más insoportable: "Cuando, desde el fondo más íntimo de mi alma, una meditación profunda hubo apilado y amasado toda mi miseria ante los ojos de mi corazón, se levantó en él una gran tempestad, cargada de una abundante lluvias de lágrimas” [12] .

Agustín da aquí un paso fundamental en el camino del Evangelio: el reconocimiento de la propia incapacidad. Y desde esa situación, le brota la oración profunda: "¿Y Vos, Señor, hasta cuando?  ¿Hasta cuándo, Señor, permaneceréis irritado? ¡No guardéis ya más el recuerdo de mis iniquidades pasadas!" [13] .

Como respuesta a esta oración, Agustín se encuentra con el hecho de la Palabra, con la luz que iba a orientar definitivamente su camino: “De pronto oí una voz que salía de una casa vecina, voz de muchachito, o de muchachita, no lo sé bien, que cantaba, que repetía varias veces, ¡Toma, lee! ¡Toma, lee! Y enseguida, cambiando de rostro, busqué muy atentamente, quise recordar si esto era el refrán habitual de algún juego de niños y nada de eso me vino a la memoria. Reprimiendo la violencia de mis lágrimas, me levanté; la única interpretación que entreveía era que una orden divina me indicaba que a abriese el libro del Apóstol, y que leyese el primer capítulo sobre el cual se posasen mis ojos. Acababa de saber que Antonio, al llegar un día, durante la lectura del Evangelio, había oído, como una advertencia a él dirigida, estas palabras: Ve, vende cuanto posees, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo empezó; ven, sígueme, y que este oráculo lo había convertido inmediatamente a Vos.

“Me apresuré, pues, a regresar al sitio donde se encontraba Alipio, sentado; pues, al levantarme, había dejado allí el libro del Apóstol. Lo cogí, lo abrí, y leí en voz baja el primer capítulo en el que se posaron mis ojos: No viváis en los festines, en los excesos de vino, ni en las voluptuosidades impúdicas, ni en las querellas y los celos; revestios de nuestro Señor Jesucristo, y no busquéis el modo de contener a la carne en sus deseos. No quise leer nada más; no lo necesitaba. Al acabar estas líneas, llenó mi corazón una especial luz de seguridad, que disipó todas las tinieblas de mi incertidumbre”.

“Entonces, después de marcar con el dedo, no sé con qué otro signo, aquel lugar del libro, lo cerré y, con el rostro ya serenado, lo conté todo a Alipio. Y él me descubrió, a su vez, lo que, sin yo saberlo, le había ocurrido. Pidió ver lo que había leído; se lo enseñe, y leyó lo que venía después de lo que yo había leído: Yo no conocía la continuación. Y decía esto: Asistid al que está todavía débil en la fe. Consideró que esto iba dirigido a él, y así me lo confesó” [14] .

Desde entonces Agustín comenzó una vida nueva, revestido de Cristo.

 

b) La conversión profética de Bartolomé de las Casas

 

Bartolomé de las Casas llega a América el 15 de abril de 1502, a los nueve años del descubrimiento, participando con Ovando en la violenta conquista de los indios taínos. Religioso dominico, es ordenado sacerdote en 1511. Desde enero de 1513, participa con Pánfilo de Narváez en la conquista de la isla de Cuba, donde la dominación europea de los cristianos se impone "a sangre y fuego". Por el sistema de del repartimiento Bartolomé recibe un grupo de indios que trabajan para él. Es el pago de sus servicios: durante doce años había sido cómplice de la violencia en el Caribe.

"El clérigo Bartolomé de las Casas -escribe autobiográficamente- andaba bien ocupado y muy solicito en sus granjerías, como los otros, enviando sus indios de su repartimiento, a las minas, a sacar oro y hacer sementeras, y aprovechándose dellos cuanto más podía" [15] .

Todo estaba aparentemente "en orden”, cuando un acontecimiento de lo más normal viene a poner las cosas en cuestión: llega Diego Velázquez y “como no había en toda la isla clérigo ni fraile", le pide a Bartolomé que les celebre la misa y les predique el evangelio. El caso es que Bartolomé "comenzó a considerar consigo mesmo sobre algunas autoridades de la Sagrada Escritura". En especial, aquel pasaje del Eclesiástico: “Sacrificios de bienes injustos son impuros, no son aceptadas las ofrendas de los impíos. El Altísimo no acepta las ofrendas de los impíos ni por sus muchos sacrificios los perdona el pecado. Es sacrificar al hijo en presencia de su padre robar a los pobres para ofrecer sacrificio. El pan es vida del pobre, el que se lo defrauda es homicida. Mata a su prójimo quien le quita su salario, quien no paga el justo salario derrama su sangre" (34, 18-22).

Bartolomé no pudo celebrar su misa: "aplicando lo uno (el texto bíblico) a lo otro (la miseria y  servidumbre que padecían aquellas gentes), determinó en sí mismo, convencido de la misma verdad, ser injusto y tiránico todo cuanto acerca de los indios en esta India se cometía ". Por tanto, liberó a sus indios ("acordó totalmente dejarlos") y comenzó su predicación profética primero en Cuba, después en Santo Domingo, posteriormente en España y después en todos los reinos de las Indias, "quedando todos admirados y aún espantados de lo que les dijo". Aquel pasaje del Eclesiástico tenía una fuerza impresionante.

 

c)    La llamada a la renovación de  Juan XXIII

 

Era el 13 de noviembre 1960. Representaciones de todos los ritos de la Iglesia Católica se reúnen en torno al Obispo de Roma. El momento es histórico: comienza “la fase preparatoria, más sólida y fundamental, del Concilio Ecuménico Vaticano II". Habla Juan XXIII: " La obra de nuevo Concilio Ecuménico tiende toda ella verdaderamente a hacer brillar en el rostro de la Iglesia de Jesús los rasgos más sencillos y puros de su origen y a presentarla, tal y como su Divino Fundador la hizo: sin mancha ni arruga... Detenerse algún tiempo junto a ella en un estudio afectuoso por seguir las huellas su más ardiente juventud y ordenarlas de nuevo de modo que aparezca su fuerza conquistadora a los espíritus modernos, tentados y comprometidos por falsas teorías del príncipe de este mundo... he ahí el propósito nobilísimo del Concilio Ecuménico, cuya preparación se inicia ahora" [16] .

Al día siguiente, en una alocución dirigida a los miembros de las Comisiones Pontíficias y Secretariados, encargados de preparar Concilio, dice también: "se trata de renovar en su valor y esplendor la sustancia del pensar y vivir humano y cristiano, del que la Iglesia es depositaria y maestra por los siglos". La empresa no era fácil y hacía falta valor; a Juan XXIII le corresponde  levantar los ánimos: “debemos llenarnos de valor...  No Cristo, Hijo de Dios y Salvador nuestro, no se ha retirado del mundo que ha redimido, y la Iglesia, fundada por Él, una, santa, católica y apostólica, continúa siendo su cuerpo místico, del cual Él es la cabeza, con el cual cada uno de nosotros está relacionado, al cual pertenecemos”. Y también: “Desde el decálogo de Moisés hasta los cuatro Evangelios todo recibe su fuerza de esto: a saber, de Cristo y de su Iglesia, en cuyo centro Jesús bendito continúa siempre repitiendo las solemnes palabras: Yo soy la luz del mundo. Yo soy el camino la verdad y la vida (Jn 8, 12, 14, 6). A estas palabras y a lo que ello significan ponen después un divino sello las últimas, con que termina el evangelio que San Mateo: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta fin del mundo (Mt 28, 20). Y finalmente, la esperanza en forma de pregunta: “¿No os parece de oír el eco de una voz lejana que llega a nuestros oídos y a nuestros corazones? Arriba, resplandece, Jerusalén, que ha llegado tu luz y la gloria del Señor sobre ti ha amanecido (Is 60, 1). El lejano Isaías nos ofrecer las notas del primer canto triunfal, que recorre los ecos del melodioso fervor que se eleva de entre todas las lenguas, tribus y pueblos”; en efecto desde el anuncio del Concilio Ecuménico Vaticano II, “el mundo cristiano ha notado que una corriente de espiritualidad conmueve las almas son vibraciones insólitas” [17] : muchos espíritus despiertan de un letargo histórico.

En una preciosa exhortación dirigida al clero de las tres Venecias, le confía Juan XXIII, cuál fue la génesis inmediata del anuncio del Concilio: “Para su anuncio escuchamos una inspiración de cuya espontaneidad sentimos, en la humildad de nuestra alma, como un golpe imprevisto e inesperado” [18] .  Como era de esperar no faltaron dificultades y resistencias; hubo incluso voces que llegaron a hablar de “locura papal” [19] .

Cambio de plano. Corre el año 500 (a. C.), meses de agosto y septiembre. Comienza el período posterior al destierro; antes del destierro, la palabra profética había sido “castigo”; durante el destierro, se había convertido en “consolación”; ahora, la palabra es reconstrucción. El profeta Ageo llega en un momento decisivo: el nacimiento de la nueva comunidad de Palestina. Los primeros judíos vueltos de Babilonia para reconstruir el Templo se desanimaron enseguida. Pero los profetas Ageo y Zacarías reavivaron las energías, levantaron la esperanza [20] .

La primera dificultad es la falsa prudencia, desenmascarada por la palabra del Señor: “Este pueblo anda diciendo: Todavía no ha llegado el momento de la reedificar la casa del Señor” (Ag 1, 2).

La palabra interpela con un interrogante directo: ¿Es acaso para vosotros el momento de habitar en vuestras casas artesonadas, mientras que esa Casa está en ruinas?” (1, 4).

Sigue la interpelación, ahora con una contrastada constatación: “Aplicar vuestro corazón a vuestros caminos. Habéis sembrado mucho, pero cosecha poca; habéis comido, pero sin quitar el hambre; habéis bebido, pero sin quitar la sed; os habéis vestido, más sin calentaros, y el jornalero ha metido su jornal que en bolsa rota... Esperabais mucho y bien poco es lo que hay. Y lo que metisteis en casa lo aventé yo. ¿Por qué?..., porque mi casa estaba en ruinas, mientras que vosotros vais a  prisa cada uno a vuestra casa “ (1, 5-9).

Y una nueva pregunta: “¿Quién queda entre vosotros que haya visto esta Casa en su primer esplendor? Y ¿Qué es lo que veía ahora? ¿No es como nada a vuestros ojos?” (2, 3).

El pueblo acoge la Palabra (1, 12) y la Palabra, habiendo denunciado la situación, no se queda ahí, sino que convoca a la esperanza: “Mas ahora, ten ánimo Zorobabel....; ánimo Josué, hijo de Yehosadaq, sumo sacerdote; ánimo pueblo todo de la tierra!... A la obra, que yo estoy con vosotros” (2, 4; 1, 13).

Y la Palabra despierta a los espíritus dormidos: “Despertó  Yahvé el espíritu de Zorobabel...., el espíritu de Josué, y el espíritu de todo el resto del pueblo. Y vinieron y emprendieron la obra de la Casa del Señor, su Dios” (1, 14).

El Vaticano II (1962-1965) ve en la experiencia comunitaria de los orígenes (Hch 2, 42-47) el modelo no sólo de la vida religiosa (PC 15, 1), de la de los misioneros  (AG 25, 1) y de los sacerdotes (PO 17, 4 y 21, 1), sino de todo el pueblo santo  de Dios (LG 13, 1; DV 10, 1) [21] . Ciertamente, la Iglesia se renueva en la medida en que vuelve a ser comunión, comunidad, Pueblo de Dios (LG) y en la medida en que escucha la Palabra viva de Dios (DV); en esa medida establece un diálogo evangelizador con el mundo (GS), siendo realmente, en medio de él, luz de las gentes; en esa medida se puede entonar el canto profético de la renovación y de la esperanza: “Ensancha el espacio de tu tienda” (Is 54, 2; ver CC 195).

 

4.    LA BIBLIA EN EL GRUPO

 

La experiencia muestra una y otra vez que el hombre (y el grupo) no nace con una Biblia debajo del brazo. La acogida de la Biblia es ya el resultado de una primera evangelización. La Biblia no es un libro más, es un libro vivo. De diversas maneras, ha expresado esto mismo en el Concilio Vaticano II: “La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras como el cuerpo mismo del Señor” (DV 21), “en los Sagrados Libros el Padre que está en los cielos sale con amor al encuentro de sus hijos y entabla conversación con ellos” (ibid.); “las Sagradas >Escrituras contienen la Palabra de Dios y, por ser inspiradas, son en verdad la palabra de Dios” (DV 24); en fin, como dijo San Jerónimo, “el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo” (DV 25).

No se me puede olvidar la experiencia de aquel muchacho que, después de mucho tiempo, se vuelve a encontrar (¿casualmente?) con una antigua amiga a quien había perdido de vista y a quien su madre acababa de enviar a un recado. La conversación en seguida se hizo entrañable y profunda: “Tengo que decirte que yo he cambiado mucho”, dice el muchacho. “Me he encontrado con Cristo... Y si no te importa, me gustaría regalarte una Biblia. Estoy seguro que, al hacerlo, te estoy regalando a Cristo”: En el fondo, aquella tarde, la tradición viva de la Iglesia estaba en marcha.

Ciertamente, Dios puede hablar de muchas maneras; por tanto, sin la mediación directa de la Escritura. Al fin y al cabo, la Escritura es la trascripción e la experiencia de la Palabra de Dios en los acontecimientos. Lo primario es esto: La Palabra en los acontecimientos. Pero también (¡y de una forma especial!) la Escritura vuelve a hacerse viva hoy, se hace acontecimiento. Su introducción en el grupo y su acogida por parte del mismo supone un paso decisivo y fundamental: “Estamos tocando a Cristo”. Como dijo San Juan: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida... os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros” (1 Jn 1, 1-3). También el Concilio hace suyas estas palabras, “al escuchar la Palabra de Dios religiosamente y al proclamarla confiadamente” (DV 1; ver CC 106-12).

El proceso catecumenal inicia en la Palabra de Dios dicha hoy, a la luz de la Palabra de Dios dicha ya, Palabra recogida en la Escritura y en la Tradición viva de la Iglesia, Palabra cuya interpretación auténtica ha sido confiada al magisterio vivo (ver DV 10; CT 27). Por ello, de una u otra forma, el proceso catecumenal – sin convertirse en un curso de exégesis o de teología -  supone una iniciación bíblica y doctrinal, sencilla, viva, fundamental.

En efecto, como dice el Concilio, el intérprete de la Escritura ha de tener en cuenta “qué pretendieron expresar realmente los autores sagrados y qué quiso Dios manifestar a través de sus palabras”; de hecho, “la verdad se propone y expresa de diversas y variadas maneras según se trate de textos históricos (con diverso grado de historicidad), proféticos, poéticos, o de otras formas de hablar” y también “según determinadas circunstancias de su tiempo y de su cultura, por medio de los géneros literarios empleados en su época”. Pero, además, “como la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo espíritu con que se escribió, por eso, para descubrir el sentido exacto de los textos sagrados, hay que atender con no menor diligencia al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta la tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe” (ver DV 12; CC 228-30).

Normalmente, para llegar a entender el sentido de las Escrituras, se precisa de un “guía”. La historia de la salvación es amplia, compleja y profunda. Una y otra vez, a quien, por propia cuenta, se pone a leer la Escritura, se le puede hacer la pregunta de Felipe en los Hechos de los Apóstoles: “¿Entiendes lo que vas leyendo?”. Y una y otra vez brotará espontánea la respuesta: “¿Cómo lo puedo entender si nadie me hace de guía?” (Hch 8, 28-31). Es preciso añadir que Felipe no se limita a hacer exégesis, sino que evangeliza: partiendo del texto que iba leyendo el eunuco, “se puso a anunciarle la Buena Nueva de Jesús” (8, 35).

 

5.    EL CREDO, ¿PARA QUE?

 

La iniciación en la Palabra de Dios dicha hoy, se realiza a la luz de la Palabra de Dios dicha ya, Palabra recogida en la Escritura y en la tradición viva de la Iglesia, cuyo compendio eclesial es el Credo. Por falta de evangelización, el Credo aparece frecuentemente como fórmula mecánica de repetición o como artículo de consumo difícil de digerir. Todo ello indica que es preciso re-descubrir su función.

De hecho, la confesión de fe a la que conduce el evangelio no es un grito irracional del espíritu, sino una palabra articulada, compendiada en el símbolo de la fe, en el Credo. Así, el proceso catecumenal entraña una pedagogía de la confesión de fe, recapitulada en el símbolo de la fe. De una u otra forma, el proceso catecumenal ha de ir dandi la palabra al Credo, ya desde el principio. Se trata, en el fondo, de desarrollar lo que estaba implícito en el kerygma inicial (evangelización primera): el kerygma es un credo germinal; el Credo es un kerygma desarrollado. El grano, sembrado en la evangelización primera, se convertirá en la espiga de la confesión madura de la fe, el Credo [22] .

La relación profunda entre Evangelio (sagrada Escritura), catequesis (proceso catecumenal) y Credo (confesión de fe) ha sido puesta de relieve por el Sínodo de la catequesis (1977): “La catequesis tiene su origen en la confesión de fe y conduce a la confesión e fe... Por esta razón, el modelo de toda catequesis es el catecumenado bautismal, formación específica que conduce al adulto convertido a la profesión de su fe bautismal en la noche pascual. A lo largo de esta preparación, los catecúmenos reciben el Evangelio (Sagrada Escritura) y su expresión eclesial, que es el símbolo de la fe” (MPD 8).

Al propio tiempo, la confesión de fe en la que culmina el proceso de evangelización no es una palabra fragmentada y parcial, sino completa y total. El proceso de evangelización inicia no sólo en la experiencia de fe, sino también, en la confesión personal de toda la fe de la Iglesia. Ya lo dijo Pablo: “he sido constituido servidor de la Palabra para transmitiros todo el mensaje completo” (Col 1, 25).

Realmente, desde los primeros tiempos, los cristianos han sentido la necesidad de una fórmula “apostólica” que resumiera la fe de la Iglesia. Al principio, los resúmenes kerygmáticos (Hch 2, 14-39; 3, 13-26; 4, 10-12; 5, 30-32; 10, 36-43; 13, 17-41; 1 Co 15, 1-7) son un punto de referencia fundamental que preserva y condensa la tradición contenida en la experiencia de la Iglesia naciente.

“Cuando la Iglesia contó con una organización fija de su vida, el contenido del kerygma entró en la regla de fe que reconocen los teólogos de los siglos segundo y tercero como presupuesto de la teología cristiana. Tras la regla de fe fueron surgiendo los credos. El denominado Credo de los Apóstoles, en particular, revela aún en su forma y lenguaje derivación directa de la predicación apostólica primitiva” [23] .

En efecto, desde el principio, se sintió la necesidad de un resumen “apostólico” de la fe cristiana, sobre todo cuando esta no existía más que  en forma oral. No obstante, cuando (entre los años 50 y 150) fueron apareciendo los primeros escritos cristianos, un resumen siguió siendo necesario: la Iglesia aún no había fijado el canon del Nuevo Testamento; era indispensable un sumario de la fe. Lo mismo sucede, cuando (hacia mediados del siglo II) se fue seleccionando progresivamente cierto número de escritos para elevarlos a la dignidad de Sagrada Escritura y colocarlos a la par del Antigua Testamento: el canon era todavía demasiado amplio; era preciso extraer lo esencial. Se requería una regla de fe sencilla que asegurara la unidad de la confesión de fe, según aquello que se nos dice en la carta a los efesios: “Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Ef 4, 5).

Extraer lo esencial: una empresa delicada y difícil, pues supone una exégesis de la totalidad del Nuevo Testamento, y una empresa colectiva y eclesial, que se va desarrollando poco a poco (acrisolando) en las diversas circunstancias de la vida de la comunidad: en el proceso e evangelización que conduce al bautismo (resúmenes kerygmáticos; más tarde, la traditio et redditio symboli y los cuestionarios bautismales); en la reunión de la comunidad que celebra la fe (Flp 2, 6-11); en los exorcismos, que manifiestan la presencia de Aquél que es más fuerte que los demonios (Hch 3, 6); en las persecuciones, donde es preciso dar testimonio como lo hizo Jesús ante Poncio Pilato (1 Tm 6, 12-16; Hch 3, 13; 1 Co 12, 3; Hch 17, 7); en la lucha contra las herejías y desviaciones (1 Jn 4, 2; 1 Co 8, 6; 15, 3-8 ss. ) [24] .

 

6.    LA CONFESION CENTRAL

 

En los primeros tiempos los cristianos consideraban como lo esencial de su fe la confesión de Cristo. La fe en Dios se daba por supuesta. Era lo que los cristianos tenían en común con los judíos. Cuando se trataba de subrayar el punto central de la predicación cristiana, se proclamaba la fe en cristo. Esa confesión primitiva se expresa ante todo en fórmulas breves: “Jesús es el Señor” (1 Co 12, 3), “Jesús es el Cristo” (1 Jn 2, 22), “Jesús es el Hijo de Dios” (Hch 8, 37; 1 Jn 4, 15; Hb 4, 14), “Jesús ha venido en carne” (1 Jn 4, 2). El Símbolo del pez es también una breve confesión de fe, un credo: la palabra griega ICHTHYS (= pez) corresponde a las iniciales de esta confesión: Iesoûs, Christòs, Theoû Yiòs, Sotér (Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador) [25] .

El reinado actual e Cristo, inaugurado por su resurrección y su constitución como Señor de la historia (sentado a la derecha de Dios), constituye el centro del cristianismo primitivo. Su expresión más simple es la fórmula “Jesucristo es Señor” (Kyrios Christòs). Cristo ha recibido el nombre que está por encima de todo nombre (Señor, Kyrios, Adonai), nombre que en el mundo judío pertenecía sólo a Dios, pero que en el mundo romano el Estado reclamaba de sus súbditos como confesión cívica: “El Cesar es Señor” (Kyrios Kaîsar).

Por ésta breve fórmula los cristianos afrontaron el martirio. Los paganos no podían comprender que los cristianos se mostrasen tan rígidos y que por nada del mundo pudieran decir: “El Cesar es Señor”. Conducido San Policarpo, el 22 de febrero del año 155, al anfiteatro de Esmirna, que rebosaba de público pagano, el procónsul Estancio Cuadrado le dijo: “Jura y te pongo en libertad. Maldice de Cristo”. Entonces Policarpo dijo: “Ochenta y seis hace que le sirvo y ningún daño he percibido de El, ¿cómo puedo maldecir de mi Rey, que me ha salvado?”. Un poco antes, de camino hacia el estadio, el jefe de policía había intentado persuadirle: “¿Pero qué inconveniente hay en decir: El César es Señor, y sacrificar y cumplir los demás ritos y con ello salvar la vida?” [26] .

Ciertamente, había inconvenientes. Para los cristianos, se trataba de algo central: na había más que un solo Señor. Además, no bastaba con sacrificar y decir “El César es Señor”; también había que maldecir de Cristo (anáthema Christòs). Parece que algunos, perdido el valor y habiendo abjurado con la recitación de la fórmula “anatema Jesús”, pretendían excusarse alegando que el Espíritu se lo había inspirado en aquel momento. Sin embargo, Pablo dejó las cosas bien claras: “nadie por influjo del Espíritu de Dios puede decir ¡anatema es Jesús!; y nadie puede decir ¡Jesús es Señor! Sino por influjo del Espíritu Santo” (1 Co 12, 3).

Pero también había algo muy importante. Los cristianos no podían olvidar que, en ese camino, Jesús había ido por delante. Creer en Jesús era creer en Aquel que dio testimonio ante Poncio Pilato en tan decisiva cuestión: “Jesús compareció ante el procurador, y el procurador le preguntó: ¿Eres Tú el Rey de los judíos? Respondió Jesús: Sí, tú lo dices”. (Mt 27, 11).

Afirmación comprometida y decisiva: en la cruz, sobre su cabeza, pusieron por escrito la causa de su condena: Este es Jesús, el Rey de los judíos (27, 37).

En adelante, los creyentes en Cristo comparecerán ante otros tribunales: “os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y por mí os llevarán ante gobernadores y reyes” (Mt 10, 17 s.). Cierto que haya que ser “prudentes como las serpientes, y sencillos como las palomas” (10, 16). pero hay momentos que son decisivos y es preciso dar testimonio (10, 18); entonces, el creyente contará con una fuerza especial: “no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre es el que hablará en vosotros” (10, 20).

Lo contrario de la confesión de fe es lo que los judíos hicieron con Cristo: “renegasteis (de El) ante Pilato” (Hch 3, 13), les dice Pedro. Eso es lo que no puede hacer Timoteo, que ha de librar el “buen combate de la fe”, que ha hecho ya una “solemne profesión de fe delante de muchos testigos” y que ha de seguir dando testimonio a semejanza de Jesús, que lo hizo ante Poncio Pilato (1 Tm 6, 12-14). Sin saber cómo, sin pretenderlo, el conflicto surge aquí y allá, así en Tesalónica, los convertidos por Pablo son acusados ante las autoridades en los siguientes términos: “Esos que han revolucionado todo el mundo se han presentado también aquí... Además todos ellos van contra los decretos del César y afirman que hay otro rey, Jesús” (Hch 17, 7). Poco a poco, confesar la fe y dar testimonio viene a ser lo mismo que padecer el martirio. Así el Símbolo de los Apóstoles terminará diciendo de Cristo: “padeció bajo Poncio Pilato” [27] .

De hecho, la mayoría de las confesiones de fe del Nuevo Testamento tienen un solo artículo, en el que se expresa brevemente la fe en Cristo. En efecto, la breve fórmula Jesús es Señor caracteriza toda confesión cristiana (Rm 10, 9). Esto es muy importante, pues nos indica cuál es el centro del evangelio y cuál es, también, el centro de todo proceso de evangelización: el reconocimiento de Jesús como Señor de la historia. También hoy siguen vigentes las palabras de Jesús: “nadie conoce bien al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 27; CC 179).

 

7.    RESUMEN DEL EVANGELIO

 

Junto a la fe en Cristo, se anunciaba frecuentemente una confesión de Dios que estaba en relación con la confesión judía de la unicidad de Dios, el Dios vivo confesado en el credo de Israel: “Escucha Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas” (Dt 6, 4 s.). Esta fe en Dios, central en Israel, lo era también en Jesús (Mt 22, 37) y en la Iglesia naciente, que repite confiadamente la oración de Jesús: Abba, Padre (Rm 8, 15; Ga 4, 6) [28] .

Según ello, no es de extrañar que el Nuevo Testamento presente frecuentemente confesiones con dos artículos. Así cuando la confesión de fe se opone al paganismo (1 Co 8, 6; ver 1 Tm 2, 5), o a propósito de la lucha que ha de librar Timoteo (6, 12-14), o de la función pastoral que el propio Timoteo ha de desarrollas (2 Tm 4, 1-2).

Cualquiera que fuera la situación en que se empleara la fórmula, lo cierto es que “Dios, el que resucitó de entre los muertos al Señor Jesús” se había convertido en expresión común antes de la tercera generación del siglo I (ver Rm 4, 24; 8, 11; 2 Co 4, 14; Ga 1, 1; 1 Ts 1, 10; Col 2, 12; Ef 1, 20; 1 Pd 1, 21). Por lo demás, en el género epistolar aparecen saludos parecidos a éste: “La gracia y la paz de Dios nuestro Padre y de Jesucristo el Señor estén con vosotros” (ver Rm 1, 7; 1 Co 1, 3; 2 Co 1, 2; Ga 1, 3; Ef 1, 2; 6, 23; Flp 1, 2; 2 Ts 1, 2; 1 Tm 1, 2; 2 Tm 1, 2; Tt 1, 4; 2 Pd 1, 2; 2 Jn 1, 3).

El artículo primero, tal y como se formuló primitivamente en el siglo II, consistía en esta afirmación escueta: creo en Dios Padre todopoderoso. Con todo, la verdad básica y primordial, siguiendo el modelo de la fórmula bautismal (Mt 28, 19), es la fe en Dios Padre, que se refiere a la relación especial con Jesús, el Hijo. El otro título todopoderoso, que debió de agregársele muy pronto, manifiesta la relación de Dios Padre con la creación. “El que lo gobierna todo”, “el soberano de todo” es, se dirá en el Símbolo de los Apóstoles, “creador del cielo y de la tierra” [29] .

En la primera carta a los corintios, aparecen las principales afirmaciones de los símbolos posteriores incluirán en el artículo segundo. A saber: “que Cristo murió por nuestro pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez... Luego se apareció a Santiago; más tarde, a todos los apóstoles. Y en último término se me apareció a mí” (1 Co 15, 3-8; ver Rm 1, 3 s.; 2 Tm 2, 8; 1 Pd 3, 18-22).

La expresión descendió a los infiernos, incluida en el Símbolo de los Apóstoles, ha recibido diversas explicaciones a lo largo de los siglos. En el doble movimiento descendente-ascendente del misterio pascual, junto a la muerte y sepultura, el descenso a los infiernos representa el fondo abismal de la humillación de Cristo, su punto más bajo y profundo. Es el reverso total de su “increíble” exaltación (Flp2, 6-11).

Desde el principio a Jesús Resucitado se le aplican atributos divinos: subió a los cielos y está sentado a la diestra del Padre (1 Pd 3, 22; Rm 8, 34; Col 3, 1; Ef 2, 6; Hb 1, 3; Hch 2, 31 ss.; 5, 30 2.; Sal 110, 1). Es lo que el procesado Jesús había anunciado a Caifás: “veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo” (Mc 14, 62). Los cristianos que en el siglo I y II proclamaron estas palabras, entendieron que Cristo había derrotado los poderes que estaban contra él. La conclusión que se sacaba de su victoria se proclamaba en la cláusula que viene a continuación: desde allí vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos.

En el artículo segundo se incluirán también los datos evangélicos sobre el origen de Jesús. Mateo y Lucas relatan ampliamente el evangelio de la infancia (Mt 1-2; Lc 1-2). Lucas, por su parte, advierte que lo hace “después de haberlo investigado todo desde los orígenes” (Lc 1, 3).

Los evangelios no ocultan lo que la gente pensaba comúnmente: “era según se creía hijo de José” (Lc 3, 23; 4, 22; Mt 13, 55; Jn 1, 45; 6, 42); pero afirman unánimemente que Jesús es “hijo de María” (y no de José) (Mc 6, 3; Mt 1, 16; Lc 1, 34; Jn 2, 1.3.5.12; 19, 25), lo cual hubo de suponer un grave problema para ambos: “no temas tomar contigo a María tu esposa, porque lo concebido en ella viene del Espíritu Santo” (Mt 1, 20; 1, 19). El misterio de Jesús manifiesta un origen que no es meramente humano: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35). El origen trascendente de Jesús (“Dios de Dios, Luz de Luz”) adquirirá una perspectiva definitiva a la luz incomparable de la Pascua, que manifestará plenamente su condición divina (Jn 1, 49.51; 6, 46; 5, 25; 2 Jn 3). El Símbolo de los Apóstoles dirá brevemente de Jesús: “fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen” [30] .

En el Nuevo Testamento, las fórmulas de tres artículos son pocas en comparación con las otras, pero no faltan. Así ésta que aparece como saludo final de Pablo en la segunda carta a los corintios: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros” (2 Co 13, 13). Por la influencia que tendrá en la elaboración de posteriores credos, es especialmente importante la que aparece al final del evangelio de San Mateo como mandato del Señor resucitado: “Id, pues, y haced discípulos de todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19).  Hay también otras fórmulas trinitarias; por ejemplo, ésta que aparece en ña primera carta a los corintios: “habéis sido justificados en el nombre del Señor nuestro Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios” (1 Co 6, 11). O esta otra: “es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones” (2 Co 1, 21-22; ver también 1 Co 12, 4-6; Ga 3, 11-14; 1 Ts 5, 18-19; 1 Pd 1, 2; Hb 10, 29).

Como los demás, el artículo tercero se fue formando poco a poco. Primeramente consistía en una mera alusión al Espíritu. Lentamente fueron asociándose después esos otros “artículos” que resumen la obra del Espíritu: la Iglesia, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de los muertos, la vida eterna. Todo ello cumplido en la Iglesia: “la Iglesia juega un papel englobador, en tanto que como primer efecto del Espíritu determina y encierra en sí a todos los demás efectos” [31] .

Creer “dentro de la Iglesia”: eso es lo que Simpliciano, viejo servidor del evangelio, todavía no ve en su amigo Victorino, maestro de nobles senadores, con estatua propia en el Foro romano. Lo comenta San Agustín en Las Confesiones: “Leía, me contó Simpliciano, la Sagrada Escritura, buscando con el máximo cuidado y estudiaba a fondo los libros cristianos. Y decía a Simpliciano: ¿Ya sabes que ahora soy cristiano? - No te creeré, contestaba Simpliciano: ni te contaré entre los cristianos mientras no te haya visto en la Iglesia de Cristo. Y él repetía, riéndose: Entonces, ¿son las paredes las que hacen al cristiano? Repetía a menudo que era cristiano, pero Simpliciano le oponía la misma contestación, y Victorino le repetía sus observaciones periódicas sobre las paredes. Es que temía causar pena a sus amigos... y esperaba ver caer sobre él... enemistades difíciles de soportar. Pero cuando hubo forjado una firme resolución a través de sus lecturas ávidas, temió ser renegado por el Cristo ante sus santos ángeles, si temía confesarlo ante los hombres... Bruscamente, dijo a Simpliciano, que no se lo esperaba. El mismo me contó este rasgo: Vamos a la Iglesia; quiero hacerme cristiano [32] .

La comunión de los santos es una cláusula adicional, que aparece en las últimas décadas del siglo IV.  Tradicionalmente significa “vinculación fraterna de todos los creyentes”, incluyendo a aquellos que han llegado ya a la vida eterna. Se trata, por tanto, no sólo de santos canonizados, sino de creyentes en general, a quienes desde el principio se les llama santos (Rm 1, 7; Flp 1, 1). En Oriente, la expresión solía tener otro significado: “participación en las cosas santas”, es decir, en la eucaristía, pero este significado, difundido también en Occidente, parece secundario.

Nicetas (335-414), obispo de Rímini (Yugoslavia) formula así el misterio eclesial de la comunión de los santos: “¿Qué es la Iglesia sino la reunión de todos los santos? La Iglesia abarca desde el comienzo del mundo a patriarcas, profetas, mártires y a todos los demás justos que vivieron o viven todavía o vivirán en el futuro, puesto que todos ellos han sido santificados por una misma fe y modo de vida y han sido sellados por un mismo Espíritu con le que se hicieron un solo cuerpo, cuya cabeza es Cristo, como dice la Escritura. Aún más, en la Iglesia se incluyen también los ángeles y las virtudes y potestades celestiales... Así que crees que en esta Iglesia conseguirás la comunión de los santos” [33] .

El perdón de los pecados es parte de la buena noticia del evangelio. Una de las grandes convicciones cristianas ha sido siempre ésta: en el bautismo cristiano, bautismo en el Espíritu, se perdonan los pecados. Es lo anunciado por Pedro: “Convertios y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo para remisión de los pecados” (Hch 2, 38; ver CC 192). Es lo que se le dijo a Pablo: “Levántate, recibe el bautismo y lava tus pecados, invocando su nombre” (22, 16). Y lo que Pablo recuerda a los corintios, que tanto dejaban que desear: “Pero vosotros fuisteis lavados, santificados, justificados” (1 Co 6, 11). En los credos orientales se incluía siempre este efecto de Espíritu.

Desde el primer momento, la fe en la resurrección de la carne fue parte integrante del cristianismo. En la primera carta a los corintios, Pablo presenta este hecho como parte esencial del evangelio anunciado: “si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó” (15, 16). No sabemos el cómo, ni en qué consiste el cuerpo espiritual del que habla San Pablo (15, 44), el cuerpo resucitado. Creemos que es a imagen y semejanza de Jesús, el primogénito de entre los muertos (Col 1, 18; ver 1 Co 15, 20; 15, 35-38). Creemos también que seremos los mismos y en plenitud, una plenitud que no podemos imaginar: “ni el ojo vio ni el oído oyó... lo que Dios prepara a los que le aman” (1 Co 2, 9). En ambiente de polémica, se prefiere el término carne en vez del menos provocativo de resurrección de los muertos, preferido por el Nuevo Testamento y algunos escritores primitivos.

“No sé cómo explicar con brevedad, decía San Agustín, lo referente a la resurrección de la carne, que no se identifica con la de ciertas personas que resucitaron de entre los muertos pero volvieron a morir, sino que es como la resurrección de la carne de Cristo, o sea, para una vida eterna”. La expresión vida eterna añade un matiz a la simple resurrección: excluye el que se vuelva a morir [34] .

 

8.    TRADICION NO INTERRUMPIDA

 

Realmente, ya en el Nuevo Testamento, hay claras referencias a un fondo doctrinal, que es preciso transmitir fielmente. Así Pablo recomienda a Timoteo tener por norma “las palabras sanas” que oyó de él, así como conservar el “buen depósito” (2 Tm 1, 13-14; ver 1 Tm 6, 20), “la doctrina sana” (2 Tm 4, 6; ver 1 Tm 4, 6), “la fe” en su sentido concreto (1 Tm 1, 19; Tt 1, 13). Mucho antes, el mismo Pablo exhorta a los tesalonicenses a mantenerse firmes y a conservar las tradiciones aprendidas (2 Ts 2, 25); a los romanos les habla del “modelo de doctrina” al que han sido entregados (Rm 6, 17); a los corintios, finalmente, les recuerda “el evangelio” transmitido y aceptado (1 Co 15, 3).

Credos, en el sentido propio del término, no aparecen, hasta la segunda mitad del siglo II. No obstante, como acabamos de ver, los credos tienen claras raíces evangélicas y su contenido se halla esbozado en el “modelo de enseñanza” de la Iglesia apostólica. Presentamos a continuación los hitos más importantes de la historia que ha conducido a la cristalización de los símbolos, que “en momentos cruciales recogieron en síntesis felices la fe de la Iglesia” (CT 28). En el fondo, es la historia de una tradición no interrumpida [35] .

En los Padres apostólicos no hay indicio de  un credo formal. Nos encontramos, más bien, con credos embrionarios, que manifiestan la tendencia que cristalizará después: breves interrogatorios con las tres preguntas basadas en el mandato del Señor (Mt 28, 19) solían acompañar a la triple inmersión bautismal. En la Didaché (siglo I) nos encontramos estas instrucciones en torno al bautismo: “Después de haber dicho todo esto, bautiza con agua corriente en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Did. 7). Merecen especial atención los sumarios de fe que aparecen en los escritos de San Ignacio de Antioquia. Por ejemplo éste: “No escuches a nadie que te hable prescindiendo de Jesucristo, de la descendencia de David, nacido de María, que verdaderamente nació, comió y bebió, que verdaderamente fue perseguido bajo Poncio Pilato, que verdaderamente fue crucificado y murió..., que también verdaderamente fue resucitado de entre los muertos, siendo su Padre quien lo resucitó...” (Trall 9).

San Ireneo (hacia 115-203) es testigo excepcional de la evolución de los credos. Puso especial interés en mostrar que la fe de la Iglesia era en todas partes la misma. El término que habitualmente emplea es “el canon de la verdad”; con ello, no se refiere a un credo único y aceptado en todas partes, sino a la “sustancia de la tradición”, al cuerpo doctrinal de la fe cristiana tal y como se transmitía en la Iglesia católica. He aquí uno de sus pasajes más notables: “Porque la Iglesia, aunque expandida por todo el mundo casi hasta los confines de la tierra, ha recibido de los apóstoles y sus discípulos, mediante tradición, su fe en un solo Dios Padre todopoderoso, creador del cielo, de la tierra, de los océanos y de cuanto hay en ellos; su fe en un único Cristo Jesús, el Hijo de Dios, que se hizo carne por nuestra salvación; y en el Espíritu Santo, que mediante los profetas proclamó la actuación salvífica del muy amado Cristo Jesús, nuestro Señor, su venida, su nacimiento de la Virgen, su pasión, resurrección de entre los muertos y su ascensión humana a los cielos, como su segunda venida desde allí en la gloria del Padre para recapitular todo y resucitar a toda la humanidad, de modo que... juzgue justamente a todos, echando la humanidad a los poderes espirituales del mal y a los ángeles que pecaron y se rebelaron y a los hombres impíos..., mientras que a los justos les dará vida e inmortalidad, asegurándoles una gloria eterna” (Adversus haereses 1.10, 1).

Es en San Justino Mártir (+ hacia el año 165) donde por primera vez hallamos diversos formularios de credos semioficiales. La mayoría de sus fórmulas responden al esquema trinitario: “Nosotros lo reverenciamos y adoramos (al verdadero Dios), y al Hijo, que vino de su parte y nos enseñó todo esto..., y al Espíritu profético” (Apología 1, 6, 2). En la Iglesia de San Justino, las preguntas bautismales tenían un texto fijo: “¿Crees en el Padre, Señor del universo? ¿Crees en Jesucristo, nuestro Salvador, que fue crucificado bajo Poncio Pilato? ¿Crees en el Espíritu Santo, que habló por los profetas?”. Al propio tiempo, San Justino conoce desarrollos referidos a Cristo que están en clara conexión con la predicación de los apóstoles y los escritos de San Pablo: “Afirmamos que el Verbo, el primogénito de Dios, fue engendrado sin cooperación de varón, y es Jesucristo, nuestro maestro, que fue crucificado, murió, resucitó y subió al cielo” (Apología 1, 21, 1).

Tertuliano (hacia 160-220) se refiere frecuentemente a los cuestionarios bautismales, así como a la “regla de fe” o sencillamente “regla”. No se tarta tanto de una fórmula fija, cuanto del cuerpo doctrinal transmitido en la Iglesia mediante la Escritura y la Tradición. En uno de sus escritos, hacia los años 208-211, dice así: “La regla de fe en todas partes la misma, totalmente inalterable a irreformable; se trata de la regla que nos enseña a creer en un solo Dios todopoderoso, creador del mundo, y en su Hijo Jesucristo, nacido de la Virgen María, crucificado bajo el poder de Poncio Pilato, resucitado al tercer día de entre los muertos, llevado al cielo, donde ahora está sentado a la derecha de Dios y de donde volverá a juzgar a los vivos y a los muertos después de la resurrección de la carne” (De virginibus velandis, 1).

Uno de los primeros credos locales aceptados al más alto nivel fue el de la Iglesia Romana. Su origen puede situarse en el siglo II, al menos en sus últimos decenios. Su fuente latina más importante es el Commentarius in symbolum apostolorum, escrito hacia 404 por Tiranio Rufino, sacerdote de Aquileya, cuyo credo va comentando artículo por artículo y lo va comparando con el de Roma. A partir de este texto se puede reconstruir el credo romano de aquella época. A sus ojos, el credo romano es el mismo Credo de los apóstoles y es únicamente en la Iglesia de Roma donde se conserva en toda su integridad.

Unos sesenta años antes, Marcelo de Ancira (Capadocia) envía al Papa Julio I un escrito en defensa propia, escrito que se discutió en el sínodo de Roma del 340. En dicho escrito figura un credo en griego, prácticamente idéntico al romano, que viene a constituir para él la mejor defensa.

La Tradición Apostólica de Hipólito de Roma, compilación litúrgica y canónica que data del 215, presenta en forma interrogativa un cuestionario bautismal que manifiesta una identidad sustancial con el credo romano. He aquí los dos credos:

 

· Crees en Dios Padre todopoderoso?

¿Crees en Cristo Jesús, el Hijo de Dios, que por el Espíritu Santo nació de la Virgen María,

fue crucificado bajo el poder de Poncio Pilato, murió,

resucitó al tercer día de entre los muertos,

subió a los cielos,

se sentó a la derecha del Padre,

y vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos?

¿Crees en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia?

 

· Creo en Dios Padre todopoderoso,

Y en Cristo Jesús su único Hijo, nuestro Señor,

Que nació del Espíritu Santo y de la Virgen María,

Que fue crucificado bajo el poder de Poncio Pilato, y fue enterrado, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió al cielo,

Está sentado a la derecha del Padre, de donde vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos,

Y en el Espíritu Santo, la santa Iglesia, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne.

 

En cuanto  al origen del credo romano, es posible remontarse aún más arriba, si el texto litúrgico, transmitido por el papiro de Dêr-Balyzéh (en el Alto Egipto), es realmente de finales del siglo II. El papiro cita una profesión de fe trinitaria que explicita el versículo final del evangelio de San Mateo. Dice así: “Profeso la fe diciendo: creo en Dios Padre todopoderoso y en su hijo unigénito, nuestro Señor Jesucristo, y en el Espíritu Santo y en la santa Iglesia católica”.

Se da, asimismo, una identidad de fondo entre el credo romano y los credos bautismales de Occidente en el espacio de tiempo que va del siglo IV al VI: Milán, Aquileya, Rávena y Turín (credos italianos); Rímini (credo yugoslavo); Hipona, Cartago y Ruspe (credos africanos); el de Prisciliano, España, del siglo VI y liturgia muzárabe (credos españoles); Riez, Arlés, Toulón (credos galos). Todos ellos proceden directamente del credo de la iglesia romana.

Junto al credo constantinopolitano, el llamado símbolo de los apóstoles, es la profesión de fe más importante dentro de las diversas confesiones cristianas. El término aparece por primera vez en una carta que el sínodo de Milán del año 390 envía al Papa Siricio y que está firmada, entre otros, por San Ambrosio. El término refleja bien lo que se pensaba entonces: no sólo resumía la fe transmitida por los apóstoles, sino que habría sido redactada por ellos en Pentecostés (leyenda antigua) [36] . San Ambrosio, como Rufino unos años después, dirá además que sólo la Iglesia romana había conseguido mantenerlo en su integridad. El símbolo de los apóstoles, tal y como ha llegado hasta nosotros, es una de las muchas variantes de la antigua profesión bautismal de la iglesia romana. Desde el sigo VIII prevalece en los ritos bautismales latinos. Desde el siglo X está en uso en toda la Iglesia de Occidente. Carlomagno lo había hecho incluir entre las leyes de su imperio [37] . En el siglo XX se ha reforzado su importancia, pues varias asambleas ecuménicas lo han reconocido como norma verdaderamente única de fe cristiana (Lambeth 1920, Lausana 1927). Dice así:

Creo en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra.

Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos; al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso, desde allí vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos.

Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de los muertos y la vida eterna.

El origen del credo constantinopolitano no ha sido puesto en claro totalmente. Los padres del concilio de Constantinopla (año 381) debieron utilizar una fórmula ya existente, el credo de una iglesia oriental, que juzgaron apto para reafirmar la fe de Nicea (año 325): el Hijo es “de la misma naturaleza que el Padre”. El concilio de Calcedonia (año 451) lo presentará como “la fe de los 150 padres reunidos en Constantinopla”. Este símbolo desarrolla más que los precedentes el artículo tercero sobre el Espíritu Santo, llamándole “Señor”, declarando que es fuente de vida y de gracia, que “vivifica”. Primeramente fue símbolo bautismal del Oriente. A partir del año 451, fue admitido como obligatorio tanto por oriente como por occidente. Durante algún tiempo fue el credo bautismal de Roma y de algunas otras Iglesias occidentales. Así consta, entre otros, en el Sacramentario Gelesiano, que refleja la práctica romana del siglo VI. El credo constantinopolitano pasó del bautismo a la misa: en oriente, en unos decenios; en occidente, en unos siglos (en España, siglo VI [38] ; en Francia, siglo IX; en Roma, siglo XI).

Es el credo de nuestra misa y uno de los pocos lazos que siguen uniendo a las diferentes partes del desgarrado cristianismo:

Creemos en un solo Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible e invisible.

Creemos en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero. Engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, por quien todo fue hecho. Que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo; se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre. Y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.

Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo. Que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló con los profetas. Y en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Reconocemos un solo Bautismo para el perdón de los pecados. Esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén [39] .

 

9.    LA ENTREGA DEL CREDO, TAREA ACTUAL

 

En la vieja tradición catecumenal, la entrega del credo es un “elemento importante de la catequesis” (CT 28), cuyo significado profundo es preciso hoy re-interpretar: la Iglesia transmite la fe (toda la fe) a los catecúmenos. Tras la entrega el símbolo (traditio symboli), tenía lugar la explicación del mismo (explanatio symboli): el obispo lo iba comentando artículo por artículo; una vez explicado, el símbolo era “repetido” o “devuelto” por el catecúmeno (redditio symboli). Con ello terminaba la preparación doctrinal de cara al bautismo. Entonces de podía decir: “te hemos entregado toda la fe de la Iglesia”. Por su parte, quien “devolvía la profesión de fe” que le había sido entregada no se refugiaba en una actitud pasiva; al contrario, no sólo consideraba el símbolo como verdadero, sino que testificaba algo que comprometía y configuraba toda su existencia: proclamaba su conversión y ponía su vida en manos del Dios vivo [40] .

San Agustín relata la forma concreta en que Victorino, anteriormente aludido, proclamó en voz alta su confesión de fe: “En Roma, los candidatos que se disponen a recibir vuestra gracia articulan desde lo alto de algún lugar bien visible, ante los ojos del pueblo cristiano, una fórmula determinada, aprendida de memoria. El clero, según me contaba Simpliciano, ofreció a Victorino que hiciese esa declaración a puerta cerrada..., pero él prefirió proclamar en voz alta su salvación, en presencia de la muchedumbre santa... Cuando subió para pronunciar la fórmula, los concurrentes, que todos le conocían, se repitieron su nombre los unos a los otros, con murmullos confusos y aclamaciones. ¿Había allí alguien que no le conociese? Se oían, entre el júbilo general, clamores ahogados: ¡Victorino!, ¡Victorino! Su alegría estalló al verle; pero pronto se apaciguó, para dar paso, con el objeto de oírle mejor, a un silencio atento. Articuló la fórmula de verdad en una seguridad admirable, y todos habrían querido cogerlo para metérselo en el fondo de su corazón” [41] .

Más allá de las formas, vayamos al fondo: en la tradición catecumenal antigua se daba una personalización adulta de la fe; la fe de la Iglesia se convertía en confesión personal, proclamada públicamente. Lo cual se lograba, no por real decreto como creyó Carlomagno, por un real proceso de evangelización. Esta es la gran lección del catecumenado antiguo: la dinámica catecumenal es básicamente un proceso de evangelización y no puede ser sustituida (ni prostituida) por ninguna mecánica legal o instrumental. Si el déficit es de evangelización, el problema no resuelve por simples decretos o “fáciles” instrumentos: el problema es más profundo.

Como es obvio, también ahora hay que discernir si, en cada caso, el proceso catecumenal transmite la evangelización apostólica resumida en los símbolos de la fe. No es algo ajeno o baladí: está en juego la identidad cristiana [42] .

Habrá que ver, por tanto, si el proceso catecumenal conduce a la confesión central de la fe: al reconocimiento de Jesús como Señor de la historia. Cristo es el Mediador: “nadie conoce quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se quiera revelar” (Lc 10, 22). La experiencia presente de fe no sólo conduce al reconocimiento de Jesús como Señor y como Hijo, sino – a través de El – a la experiencia de la confianza en el Padre y a la constatación de la acción del Espíritu. La experiencia de fe se realiza en la dinámica des Espíritu. Así el proceso de evangelización culmina en la manifestación del misterio interpersonal de Dios. Como dice Jesús: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14, 23). Y también: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede percibir, porque no le ve ni le conoce” (14, 16). De esta forma, se cumple el mandato de Jesús, tal y como lo vive la comunidad cristiana primitiva. “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19;  ver Mc 1, 9-11; 2 Co 13, 13; Ef 4, 5; CC 199-200).

Al propio tiempo, desde la experiencia presente de fe, descubrimos al mundo y la vida como don de Dios, entregado en manos del hombre. Y así a Dios Padre le llamamos “todopoderoso, creador del cielo y de la tierra”; asimismo, desde la experiencia presente de fe, en el fondo de la cual reconocemos a Jesús como Señor (por tanto, como Dios), reconocemos también a María como lo que es, la Madre del Señor (por tanto, Madre de Dios), así como los acontecimientos que acompañaron significativamente el nacimiento de Cristo (evangelio de la infancia) y según ello decimos: “fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen”; desde la experiencia presente de fe, descubrimos el compromiso de Jesús, que dio testimonio ante Poncio Pilato (1 Tm 6, 13), compromiso hasta la muerte y una muerte de cruz (Flp 2, 8); descubrimos así que creer es comprometerse, a semejanza de Jesús; desde la experiencia presente de fe, descubrimos – de muchas maneras – su actual exaltación y confesamos que Jesús es Señor (Flp 2, 11); habiendo comprometido nuestra existencia ante otros tribunales, nos atenemos confiadamente a su juicio y tribunal (tan distinto); desde la experiencia presente de fe, reconocemos el cumplimiento de la promesa de Jesús, la acción del Espíritu, que anima la comunidad, la Iglesia, el mundo; desde la experiencia presente de fe, descubrimos el misterio de la Iglesia, Pueblo de Dios, misterio de comunión, luz de las gentes; descubrimos que ese misterio de comunión, comunión de los santos, desborda las fronteras del espacio y del tiempo, incluso de la muerte: todos los santos, es decir, todos los creyentes, estamos profundamente vinculados, incluso aquellos que han muerto, pero que viven como Jesucristo vive (Jn 11, 25-26); desde la experiencia presente de fe, recibimos el perdón, la amnistía, la justificación de parte de Dios, pues, en efecto, “ninguna condena pesa sobre aquellos que están en Cristo Jesús” (Rm 8, 1); en fin, desde la experiencia presente de fe, descubrimos que el hombre y el mundo no están condenados a morir, sino llamados a resucitar: en el encuentro actual con Cristo Resucitado se manifiesta la consistencia del universo (Col 1, 17) y la esperanza del mundo (Ef 2, 11 ss.). El futuro del hombre y del mundo ha comenzado ya con la resurrección de Jesús y su constitución como Señor de la historia. La vida eterna, a la que han de resucitar los muertos, es ya posesión de los vivos que están unidos a El (Jn 6, 47). Cristo es, pues, el nombre de nuestra esperanza.

Ciertamente, como proclamaba Pedro, no se nos ha dado otro nombre, otra realidad ,otra experiencia, en la que podamos ser salvos (Hch 4, 12). La salvación es ya un hecho desde el momento en que Cristo, al ser levantado, comienza a atraer a todos hacia sí (Jn 12, 32). En efecto, Cristo Resucitado, como el imán, atrae los gránulos de hierro según las líneas de un trazado progresivamente visible [43] .



NOTAS


 

[1] Ver X. León-Dufour, Vocabulario de teología bíblica (Ed. Herder, Barcelona; Palabra de Dios). Ver también López, J., La conversión, postura permanente de las comunidades. En III Encuentro de catecumenados y comunidades cristianas (Servicio Diocesano de la catequesis de adultos; Bilbao 1981) 31-32.

[2] Ver Iniciación al catecumenado de adultos (ICA) (Edice, Madrid), Doc. 2, p. 4.

[3] Sobre estos rasgos de la experiencia cristiana de la fe, ver Manual del Educador 1. Guía Doctrinal, del catecismo Con vosotros está (Edice, Madrid) tema 13. Por lo que se refiere al lenguaje de los signos, ver Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis, La catequesis de la comunidad (CC) (Edice, Madrid 1983) nn. 116-21 y 217-20; ver también  Aparisi, A., 'Pedagogía de los signos de Dios en la acción catequética', en Teología y catequesis 1-2 (1983) 37-47.

[4] Ver ICA, Doc. 2, p. 5.

[5] San Agustín, Las confesiones, III, 11, 20. Pueden verse otras experiencias: San Francisco de Asís, M. de Unamuno, experiencias europeas actuales (en Proyecto catecumenal I [PC 1]), Edice, Madrid 1981, Doc. 5) Santa Teresa (en PC II, Doc. 7, tema 74); más experiencias, ver López, J., 'VIII Encuentro europeo de catecumenado', en Actualidad catequética 105 (1981) 111-22.

[6] San Agustín, o. c., II, 3, 7.

[7] San Agustín, o. c., IV, 1,1.

[8] San Agustín, o. c., V, 14, 25.

[9] San Agustín, o. c., VII, 19, 25.

[10] San Agustín, o. c., VI, 15, 25.

[11] San Agustín, o. c., VIII, 11, 25.

[12] San Agustín, o. c., VII, 12, 28.

[13] San Agustín, o. c., VIII, 12, 28.

[14] San Agustín, o. c., VIII, 12, 29 y 30; ver Rm 13, 13.

[15] Ver Dussel, E.,  'El pan de la celebración, signo comunitario de justicia', en Concilium 172 (1982) 236-38.

[16] Juan XXIII, 'Un Señor, una fe, un bautismo. Homilía del Papa después de la misa eslavo-bizantina' (13 de noviembre 1960; texto italiano en L'Osservatore Romano del 14-15), en Ecclesia (1011) 5; ver también Asamblea de Cardenales y Arzobispos de Francia, 'La encíclica Mater et Magistra y la preparación del próximo concilio', en Ecclesia (1064) 16.

[17] Juan XXIII, 'Una corriente de espiritualidad conmueve las almas con vibraciones insólitas. Alocución del Santo Padre a los miembros de las comisiones pontificias y secretariados preparatorios del Concilio Ecuménico Vaticano II (14 de noviembre 1960) en Ecclesia (1011) 8-12.

[18] Ver Burgos, J. M., 'Posible raíces de la idea conciliaren Juan XXIII', en Ecclesia (933), 13. Como dice Juan XXIII en Diario del alma, el 20 de enero de 1959 se ve sorprendido por una gran gracia; por ella le parecen “como sencillas y de inmediata ejecución algunas ideas nada complejas, sino sencillísimas, pero de vasto alcance y responsabilidad frente al porvenir, y con éxito inmediato. ¡Qué expresiones éstas: acoger las buenas inspiraciones del Señor (simpliciter et confidenter) simple y confiadamente!...”. “El primer sorprendido de esta propuesta mía (Concilio Ecuménico, Sínodo Diocesano, revisión del Derecho canónico) fui yo mismo, sin que nadie me hicieron indicación al respecto. Y decir que luego todo me pareció tan natural en su  inmediato y continuo desarrollo. Después de tres años de preparación, laboriosa ciertamente, pero también feliz y tranquila, aquí estoy ya a los pies de la santa montaña. Que el Señor me sostenga para llevar todo buen término” (Juan XXIII, Diario del alma [de. Cristiandad, Madrid 1964] 406-7). A los pies de la santa montaña: en la meditación introductoria del Diario, G. Bevilacqua comenta: “ tal vez en su espíritu había comprendido ya que la montaña no era el Concilio, sino el calvario. Así se colige de una confidencia expresada, como de costumbre, con fe y caridad sublime: “Ahora ya sé qué aportación me pide el Señor para el Concilio: mi sufrimiento”. La cruz se  posesionó de él y dejó impreso su  formidable sello sobre cada uno de sus sentidos, en el misterio de sus silencios, en cada pliegue de su espíritu” (p. 30).

Realmente, todo se entienden mejor si acudimos al profeta Ageo, cuyo mensaje de reconstrucción del templo incluye el mandato de subir a la montaña (Ag 1, 8). Como veremos a continuación, éste no es el único paralelismo con las llamada a la renovación de la Iglesia por parte de Juan XXIII. Hay más: las dificultades creadas por la falsa prudencia (1, 2), la necesidad de la reconstrucción  (1, 9), la inutilidad de muchos esfuerzos baldíos (1, 5 s.), lo que el viento se llevó (1, 9), el despertar de los espíritus dormidos (1, 14), la referencia al esplendor de los orígenes (2, 3), las palabras de ánimo (2, 4 s.), la presencia del Señor (“Yo estoy con vosotros”; 1, 13), la acción del Espíritu (2, 5). Se dice que la noche que siguió al anuncio del Concilio, Juan XXIII tuvo dificultad de conciliar el sueño. Entonces se dijo a sí mismo: “Juan, ¿por qué no duermes? ¿Gobiernos tú la Iglesia o el Espíritu Santo? ¿Es el Espíritu Santo?, ¿no? Pues bien, duerme, Juan”. Sobre la preparación del Concilio, ver también Bonet, A., 'El Concilio se acerca', en Ecclesia (1011) 21-22; también ICA, Introducción, 6.

[19] Víctor Codina describe brevemente la ambiente que rodeó a la convocatoria del Concilio: sorprendió literalmente a todo el mundo. Muchos se preguntaban si era necesario un nuevo concilio. Otros se sentían desconcertados ante la poca precisión oficial sobre la finalidad del concilio: ¿un concilio para reunir a todos los cristianos desunidos?, ¿un concilio para condenar errores?, ¿un concilio para proclamar nuevos dogmas? Algunos hablaban de una auténtica “follia” (locura) papal...” (Codina, V., 'El Vaticano II: ¿qué fue? ¿qué significó? Claves de interpretación' En  Sal Terrae 4 [1983] 243). Por su parte Pablo VI formuló así el objetivo del Concilio: “hacer a la Iglesia del siglo XX cada vez más apta para anunciar el Evangelio a la humanidad de este siglo” (En 2).

[20] Ver Biblia de Jerusalén, Introducción a los profetas (Ageo).

[21] Ver PC I, 4, 2.

[22] A este respecto, dice A. Palenzuela: “La Revelación no es una pura equis trascendente del todo, que pueda aislarse del lenguajes en el que originalmente se expresó e interpretarse desde cualquier lenguaje a mano, sin asegurarse de su coherencia con el lenguaje de los orígenes y con el de su genuina actualización en la tradición abierta mantenida por ellos” (Palenzuela, A., 'Algunas consideraciones sobre el lenguaje catequético', en Actualidad Catequética 104 [1981] 56). También pueden verse estos artículos: Estepa Llaurens, J. M., 'Identidad cristiana y catequesis contemporánea', ibid. 65-83; García Suárez, A., 'El mensaje cristiano y su transmisión en la catequesis de la Iglesia', en Actualidad Catequética 106 (1982) 67-94; Matos Holgado, M., 'La catequesis como traditio evangelii in symboli. El Credo, signo de la identidad cristiana de la catequesis', ibid. 95-107; ver CC 141-42 y 166-68.

[23] Dodd, C. H., La predicación apostólica y sus desarrollos (de Fax, Madrid 1974) 86-87; ver: constantes de la evangelización (ICA, Doc. 2; CC 21).

[24] Ver Cullmann, O., La fe y el culto en la Iglesia primitiva (Ed. Studium, Madrid 1971) 70 y 77-92.

[25] Ver Cullmann, O., o. c., 97 y 99; ver CC 170.

[26] Ver Cullmann, O., o. c., 86-88; ver también Kelly, J. N. D., Primitivos credos cristianos (de. Secretariado Trinitario, Salamanca 1980) 30-31; también Ruiz Bueno, D., Padres Apostólicos (BAC, Madrid 1974) 641-42.

Como dice E. Charpentier, los romanos habían tomado ya el hábito de divinizar a sus emperadores, primero cuando morían y luego mientras vivían; pero fue Domiciano (emperador del 81 al 96) el que se atribuyó el título de “Señor y Dios”. El culto y la adoración rendidos al emperador como a un Dios pasó a ser el signo distintivo del buen ciudadano y, por eso mismo, el único medio de tener una existencia normal, ejercer ciertas funciones, poder comerciar, etc. Ver Charpentier, E., El Apocalipsis (Ed. Verbo Divino, Estella 1977) 14.

[27] En griego, “testigo” y “mártir” son la misma palabra. Todos los cristianos han de dar testimonio de su fe en el mundo; pero en ciertos contextos, el testimonio se convierte en martirio: el paso de un sentido al otro se dio ya en el Apocalipsis. Ver Charpentier, E., o. c., 14.

[28] Ver Kelly, J. N. D., o. c., 34-35.

[29] Ver Kelly, J. N. D., o. c., 162 y 184; ver CC 177.

[30] Ver De la Potterie, I., 'Concepción y nacimiento virginal de Jesús, según el cuarto evangelio', en Sal Terrae 7 (1978) 567-78. Algunos testigos antiguos leen en singular el verbo gramatical de Jn 1, 13: “la cual (la Palabra) no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios”. Comúnmente se admite que, si se lee el texto de este modo, alude a la concepción virginal de Jesús.

[31] De Lubac, H., 'La profesión de fe apostólica', en Communio II (1979) 26; ver CC 182-88.

[32] San Agustín, Las confesiones, VII, 2, 4.

[33] Ver Kelly, J. N. D., o. c., 461; ver CC 189.

[34] Ver Kelly, J. N. D., o. c., 456-57.

[35] Ver, a este respecto, Kelly, J. N. D., o. c., 83-124. En esta tradición no interrumpida, junto a la progresiva formulación de los símbolos, importa advertir al propio tiempo la progresiva rigidez que, a modo de esclerosis, se va adueñando poco a poco de la vida de la Iglesia, especialmente en el campo de la catequesis y de la liturgia. Llama la atención comprobar lo que, hacia el 215, dice la Tradición Apostólica de Hipólito de Roma: “el obispo, cuando celebra los santos misterios, no está estrictamente obligado a recitar las oraciones prescritas como si se las hubiese aprendido de memoria”; al contrario, sería excelente que un obispo fuera capaz de orar “conforme a las necesidades y con una plegaria espléndida y elevada”; no obstante, ordena que a nadie se le prohíba servirse de fórmulas fijas si así lo desea” (ibid. 116-17).

[36] Ver Kelly, J. N. D., o. c., 15 ss. y 435 ss. En el concilio de Florencia, al comienzo de las negociaciones (año 1438), se produjo la primera luz de alarma que habría de poner en guardia frente a la leyenda antigua sobre la redacción apostólica del credo. Cuando los representantes de la Iglesia latina se apoyaron  en el credo de los apóstoles, los griegos dijeron que no sabían nada de él: “No tenemos este credo apostólico ni jamás lo hemos visto. Si hubiera existido alguna vez, los Hecho habrían hablado de él al referirse al primer sínodo apostólico de Jerusalén, al que os remitís”. Sobre el credo apostólico, ver también Dumeige, G., La fe católica (de. Estela, Barcelona 1965) 17.

[37] Dada la ignorancia general, Carlomagno pretende que todos (clérigos y laicos) sepan de memoria el credo y el padrenuestro y lo puedan enseñar a los demás. Entre las diversas medidas que tomó, figura  aquélla (años 811-813), en la que pide detallada información a todos los metropolitanos de sus reinos sobre los ritos bautismales y el credo que figuraba en ellos. Carlomagno quería asegurar la uniformidad del rito, de acuerdo con el modelo romano. Ver Kelly, J. N. D., o. c., 497.

[38] El tercer concilio de Toledo, del año 589, manda que los domingos se recite el credo en todas las iglesias. Con ello, como dijo Recaredo, se pretendía “confirmar la reciente conversión de nuestro pueblo” (frente al arrianismo). El segundo canon conciliar dice así: “Por respeto a la fe santísima y para fortalecimiento de quienes vacilan, el santo sínodo, a iniciativa del piadoso y glorioso rey Recaredo, ha decidido que en todas las iglesias de España y las Galias se recite el símbolo del concilio de Constantinopla, o sea, el de los 150 obispos, siguiendo con ello la costumbre de las iglesias orientales; así que, antes de la oración del Señor, el pueblo cantará el credo, dando así testimonio de la verdadera fe y ayudando al pueblo a acercarse y participar del cuerpo y la sangre de Cristo con corazones purificados por la fe” (Kelly, J. N. D., o. c., 417).

[39] Ver Kelly, J. N. D., o. c., 353-55; por lo que se refiera a la adición Filioque (y del Hijo), fue introducido primeo en España y, luego, en Galia y Germania. Un sínodo del impero carolingio pidió al papa León III que fuera aceptado por la Iglesia de Roma. Benedicto VIII (+ 1024) lo introducirá en  el credo de la liturgia de Roma. Los griegos lo aceptan en el II Concilio de Lyon (1274) y eb el concilio de Florencia (1438-1445). En realidad se trataba de una explicitación de lo que el símbolo ya contenía. Ver Dumeige, G., o. c., 18-19.

[40] Ver Lanielou-Du Charlat, La catequesis en los primeros siglos (Ed. Studium, Madrid 1975) 52-54; ver también De Lubac, H., o. c., 23.

[41] San Agustín, o. c., VIII, 2, 5.

[42] Ver PC I, Doc. 7, 8.

[43] Ver ICA, Doc. 2, p. 4.