15. La luz sobre el candelero
Con singular acierto, se le ha llamado a Juan Pablo I "Papa profeta", que
se marchó, como Elías, "de una forma extraña, arrebatado
en un carro de fuego" y cuyo manto es preciso recoger.
Ahora bien, Elías es también el profeta que se queja
ante Dios contra Israel de quedarse solo y de que su vida está amenazada.
Y son de Israel el auriga, los caballos y el carro en el que Elías
desaparece sin dejar rastro. Pero Allí estaba Eliseo, que recogió
su manto:
"Algo así tendrá que suceder ahora" (230). Recoger
su manto es recoger su testimonio, su mensaje y su presencia en medio de
nosotros. Juan Pablo II lo dijo en Vittorio Véneto: sobre el horizonte
de la historia actual está la figura del Papa Luciani, "la dulce
figura que sigue siempre viva en mi corazón y me acompaña
sin cesar" (231).
Estas palabras las dijo emocionado aquel que (ciertamente, llama la
atención) había de estrenar su primer día de pontificado
el 17 de octubre de 1978, precisamente el día en que se le diera
al Papa Luciani el don de la vida.
La muerte de Juan Pablo I y su significado es algo que no debe echarse
al olvido ni sepultarse. Todo lo que en su día se quiso enterrar
con su cuerpo, está apareciendo de diversas formas ante la conciencia
de la Iglesia y del mundo. Los responsables de la Iglesia deberían
valientemente tenerlo en cuenta, porque está en juego la relación
de la Iglesia consigo misma, con el mundo y, por supuesto, con Dios.
Juan Pablo I no murió de forma natural. Este mensaje, completado
a su vez por datos posteriores, lo hemos recibido, no por casualidad, el
29 de diciembre de 1984, fiesta de Santo Tomás Becket, aquel "cura
entrometido" con quien Juan Pablo I es comparado (232). Creo que fue un
regalo de ambos y que, en cierto sentido, en todo este asunto "el arcángel
Miguel lucha con el diablo" disputándose el cuerpo de Juan Pablo
I (233), que precisamente murió un 29 de septiembre, fiesta de San
Miguel. Como Juan el Bautista, bajo cuya protección fue bautizado,
Juan Pablo I encontró la muerte en el momento "oportuno", en medio
de una oscuridad eficazmente mantenida por intereses ocultos. De ningún
modo, podemos enterrar su testimonio; al contrario, hemos de proclamar
gozosamente ante el mundo que sigue habiendo profetas capaces de lanzar
a los poderes del mal el frontal desafío: ¿Quién como
Dios? Capaces de actuar en nombre de Dios, hasta el último respiro.
Su funeral estuvo pasado por agua. Sin embargo, el viento y la lluvia
no llegaron a apagar la luz del Cirio Pascual, símbolo de Cristo
Resucitado. Y las mojadas páginas del misal permanecían abiertas
por el Evangelio de San Juan. En triple ataúd, de ciprés,
de plomo y de roble, se enterró el cuerpo del Papa, vestido litúrgicamente
de rojo, el color de los mártires.
Finalmente, mi primer escrito sobre la muerte de Juan Pablo I iba a
salir el 28 de septiembre del 85. Por diversas circunstancias no pudo ser
así y, de hecho, salió unos días después. El
4 de octubre, aniversario del entierro, estaba en la calle. Ese día,
en todas las iglesias del mundo católico se leía un salmo
que en la comunidad teníamos asociado (especialmente, no de forma
exclusiva)a la muerte del Papa Luciani: "Han entregado el cadáver
de tus siervos por comida a los pájaros del cielo, la carne de tus
amigos a las bestias de la tierra". Y dice después: "Que se conozca
entre las gentes"... (234). Ni en este caso ni en otros semejantes, creemos
sea pura casualidad. Lo dicho: Dios habla de muchas maneras; no es
posible encadenar su Palabra. Y también, ahora y por siempre: quien
se sienta en los cielos se sonríe (235).