10. Lecciones de la historia
Muchos católicos y, especialmente, muchos eclesiásticos rechazan incluso la posibilidad  de que Juan Pablo I no muriera de forma natural. Es como un bulo del que ni siquiera quieren oir hablar; sencillamente, les parece increíble. A otros, aparentemente al menos, les da igual. A otros les infunde miedo: no quieren comprometerse, prefieren vivir del beneficio de la duda. Y hay quienes piensan que, aunque fuera verdad, no se debería decir: "Es como si tu padre fuera un criminal. Debe quedar en familia", se me dijo en la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis. "Ese no es el caso, respondí. El caso es que a mi padre le han matado y no tengo por qué callarlo". La analogía me resultaba f cil, tanto más cuanto que precisamente mi padre nació el mismo día, el mismo mes y el mismo año que el Papa Luciani: el 17 de octubre de 1912. Pues bien, parece útil un breve recorrido por la historia de la Iglesia considerando algunos precedentes, tanto antiguos como modernos.
* Por ejemplo, en el siglo oscuro del Pontificado, que se extiende, con ligeros intervalos, durante todo el siglo X hasta bien entrado el siglo XI. Anteriormente, se había producido la donación de Pipino el Breve y el nacimiento de los Estados Pontificios (753-754); después, la coronación papal de Carlomagno (800). Poco a poco, la idea de cristiandad, que el papa Nicolás I (858-867) formulara como comunidad de todos los pueblos cristianos, conduce a la Iglesia al terreno turbio y tentador de la lucha política, convirtiéndose a su vez el trono pontificio en objeto de control sumamente codiciado por príncipes poderosos e intrigantes familias romanas.
"Una de esas familias, la de Teofilacto, señor de la Urbe, llegó a tener en sus manos durante bastante tiempo no sólo los cargos de la curia sino  el mismo pontificado. A los Teofilactos les sucedieron los Crescencios y los Tusculanos. En este contexto, desde Juan VIII a León IX (872-1049), los papas legítimos fueron treinta y nueve y cuatro o cinco los ilegítimos; varios fueron elegidos a la fuerza; diez no llegaron a reinar más de medio año y a otros se les obligó a abdicar; dos o tres renunciaron a la tiara y volvieron a exigirla no pasado mucho tiempo; finalmente, varios murieron de muerte violenta: Juan VIII (872-882), Esteban VI (896-897), Benedicto VI (972-974), Juan XIV (983-984)" (175).
* En la ‚poca del Renacimiento, pródiga en crímenes y conspiraciones, está -por ejemplo- la conspiración contra el Papa León X, realizada no ya por la P2, sino por miembros del colegio cardenalicio, algo que parece increíble, pero que ha pasado a los anales de la historia:
"Hasta qué punto había llegado la corrupción en Roma, lo demuestra la conjuración de los cardenales en 1517, año en que Lutero publicó sus tesis. León X era un Papa popular, pero entre los cardenales había muchos descontentos. Cabeza de la conjuración fue el cardenal Petrucci, el cual estaba además movido por sentimientos de rivalidad política, ya que hasta poco antes su familia había ocupado en Siena una posición análoga a la de los Médicis en Florencia. El plan de Petrucci era asesinar al Papa con ayuda de su médico. Ganó a su causa a los cardenales Sauli, Soderini, Accolti, Castellesi e incluso al viejo camarlengo Rafael Riario, el nepote de Sixto IV. No podemos decir con seguridad en qué medida estaban estos complicados en el proyecto de asesinato,  pero lo cierto es que dejaron las manos libres a Petrucci. Riario esperaba con esta ocasión llegar a ser Papa. El complot fue descubierto y León X intervino enérgicamente. Petrucci fue ajusticiado y los demás escaparon del mal paso con fuertes multas en dinero" (176).
León X murió inesperadamente; según Jedin, de un ataque de malaria. Se le hizo la autopsia, pues se sospechaba que pudiera haber muerto envenenado. Le sucedió Adriano VI (1522-1523), el último papa no italiano durante más de cuatro siglos y medio. Con inaudita franqueza confiesa la culpa de Roma en la división de la Iglesia:
"Sabemos muy bien que también en esta santa sede han acaecido desde muchos años atr s muchas cosas abominables: abusos en las cosas espirituales, transgresiones de los mandamientos y hasta que todo esto ha empeorado. Así, no es de maravillar que la enfermedad se haya propagado de la cabeza a los miembros, de los papas a los prelados. Todos nosotros, prelados y eclesiásticos, nos hemos desviado del camino del derecho y tiempo ha ya que no hay ni uno solo que obre el bien (Sal 13,3).(...) Pondremos todo empeño porque se corrija ante todo esta corte romana, de la que tal vez han tomado principio todas estas calamidades; luego, como de aquí salió la enfermedad, por aquí comenzar  también la curación y la renovación. Sentímonos tanto más obligados  a realizar estos propósitos, cuanto el mundo entero desea esa reforma(...) Sin embargo, nadie se maraville de que no arranquemos de golpe todos los abusos, pues la enfermedad está profundamente arraigada y tiene múltiples capas. Hay que proceder, por tanto, paso a paso, a fin de no embrollar más las cosas por una reforma precipitada. Porque con razón dice Aristóteles que todo súbito cambio de una comunidad es peligroso" (177).
Hombre ascético y piadoso, Adriano VI era parco en conceder favores. Cuando un cardenal le pidió la confirmación de los privilegios concedidos por León X, recordándole la amabilidad con que los cardenales le habían llamado a la cumbre del pontificado, Adriano VI respondió que lo habían llamado "al martirio y a la cárcel". Murió al año de pontificado; según algunos, con señales de envenenamiento (178). En su sepulcro se puso esta inscripción: "¡Ay dolor! ­ Que los méritos de un hombre, aun del mejor, dependan tanto del tiempo en que le tocó vivir!" (179).
A la muerte de Julio III, en 1555, un grupo de cardenales estaba firmemente decidido a no tolerar componenda alguna en la elección de nuevo pontífice. Se había de elegir al mejor. En un cónclave muy breve, fue elegido el cardenal Cervini, que adoptó el nombre de Marcelo II. La reforma parecía finalmente un hecho, cuando a las tres semanas murió el nuevo papa. La impresión fue abrumadora. El cardenal Seripando opinó que Dios había querido dar a entender que la salvación de la Iglesia no podía obtenerse con medios humanos (180).
A finales de siglo, tres papas se sucedieron muy rápidamente: Urbano VII (del 15 al 27-9-1590), Gregorio XIV (del 5-12-1590 al 16-10-1591) e Inocencio IX (del 29-10-1591 al 30-12-1591).
Todo esto no son sólo historias del tiempo de los Borgias o de los Teofilactos. De monseñor Diego Venini, ex-secretario de Pío XI, son estas palabras confesadas entre lágrimas:" ¡A nosotros nos la han hecho! Hay que estar con los ojos abiertos". Con ello pretendía confirmar la sorprendente revelación del diario del cardenal Tisserant sobre la muerte por veneno de Pío XI (181).
 El cardenal Tisserant (1884-1972) fue durante muchos años prefecto de la Biblioteca Vaticana y del Archivo Secreto, hasta 1971 en que renuncia por motivos de salud; además, desde 1959 fue decano del Sacro Colegio Cardenalicio. Pues bien, el Papa Pío XI murió el 10 de febrero de 1939, precisamente la víspera de pronunciar un importante discurso en el X aniversario de los pactos de Letrán. Su discurso era una inflamada protesta contra la política eclesial de los regímenes fascistas. Durante 1938 (especialmente en el otoño), se había agudizado el enfrentamiento entre la Iglesia y el r‚gimen de Mussolini, mientras se afianzaba el ala radical fascista y se aproximaban (desde 1936) Italia y Alemania. Pío XI "había decidido denunciar y hasta acusar al r‚gimen ante todo el episcopado italiano reunido a su lado, pero no tenía la intención de llegar a la ruptura" (182).
La circunstancia política en que se produjo la muerte de Pío XI fue comentada ya en el verano de 1939 por el diario católico francés "Le Figaro", que además añadió: "El médico que le administró (al Papa) su última inyección es el hermano de Clara Petacci, la querida de Mussolini" (183).
El Papa Pío XI era un hombre de fuerte personalidad y juicio independiente, ajeno a la curia, capaz de actuar con energía, de excelente salud (paso elástico incluso a los setenta años), aficionado al montañismo. La despedida popular fue impresionante: "durante varios días estuvo la gente (un millón de personas) desfilando ante el cadáver expuesto en la basílica de San Pedro y los cinco mil soldados facilitados por el gobierno italiano apenas bastaban para mantener el orden en la plaza" (184).
Tanto en este caso como en el más reciente de Juan Pablo I nos remitimos a otro tribunal (2 Co 5,10) donde no valgan ya los secretos de Estado y donde los motivos políticos, económicos, prudenciales o simplemente "piadosos", no queden por encima de la verdad sobre la vida y sobre la muerte de los mismos papas.
Finalmente, ahí está el atentado contra Juan Pablo II, en plena plaza de San Pedro, el 13 de mayo de 1981. Una semana antes el Papa había hecho esta oración: "que el Señor mantenga la violencia y el terrorismo lejos de los muros del Vaticano" (185). Una semana después, Roberto Calvi era detenido y, además, se hacían públicas las listas de la P2, provocando la caída del gobierno italiano, que durante casi dos meses las había ocultado (186).
El Tribunal de Primera Instancia de Roma desechó "por insuficiencia de pruebas" la llamada "pista búlgara", según la cual los servicios secretos búlgaros y soviéticos estarían detrás del atentado contra Juan Pablo II por cuestión de Polonia (187). Al propio tiempo, las conclusiones de los jueces Zincari y Castaldi sobre la matanza de Bolonia pueden abrir una pista nueva sobre el atentado contra el Papa Wojtyla: "siempre se sospechó que pudo haber estado manejado por miembros de los servicios secretos desviados por el general Musumeci y la logia P-2" (188).
El hecho de que la P-2, directa o indirectamente, participase en el atentado al Papa ha sido siempre un tabú que todos han querido evitar. El general Ambrogio Viviani, que fue durante cuatro años jefe del contraespionaje italiano y que asegura que entró en la P-2 como infiltrado por mandato de sus superiores, vincula a la P-2 con  el atentado contra Juan Pablo II (189).
Poco antes del atentado, durante una de las investiduras de la logia P2, Gelli le enseñó al entonces afiliado, el socialista Nisticó, unas fotos del Papa en bañador, en la piscina de Castelgandolfo. Ante el asombro de Nisticó, Gelli le dijo: "No tienes que sorprenderte, es sólo un problema de servicios secretos y, si ha sido fácil obtener estas fotos, piensa lo fácil que sería dispararle al Papa" (190).
Cuando el autor inglés John Cornwell le pregunta a Marcinkus si es posible que al papa Juan Pablo I lo asesinaran, responde de esta manera:
"Nunca se me hubiera... pasado por la imaginación...- dijo casi sin aliento - que a alguien se le hubiera ocurrido acabar con papa alguno" (191). ­ Esto lo dice el que durante años fue "guardaespaldas" de Pablo VI y de Juan Pablo II!