En el principio era la palabra
 

LA CRONICA DE PREZIOSI

Propaganda curial

 

El periodista italiano Antonio Preziosi, director de Rai Parlamento y consultor del Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, ha publicado un libro titulado “Indimenticabile. I 33 giorni di papa Luciani” (Rai Libri Cantagalli, 2019). El cardenal Secretario de Estado, Pietro Parolin, hace el prólogo, como ya lo hizo con el libro de Stefania Falasca, “Papa Luciani. Cronaca di una morte” (Piemme, 2017).

El presente libro, dice el autor, “quiere ser solamente una investigación y un análisis periodístico de las razones que han hecho inolvidable a Albino Luciani-Papa Juan Pablo I”. Asimismo, el autor quiere contrarrestar lo que considera como “voces e ilaciones”: “Aún hoy –cuarenta años después de su muerte imprevista- son tantísimos los creyentes y no creyentes que acompañan con el afecto y la admiración a este personaje extraordinario de la Iglesia católica, también la sutil sospecha de una muerte no clara, además inducida quién sabe por qué oscuras circunstancias y complots”, “¿qué es lo que ha alimentado estas sospechas y por qué estas sombras sobreviven aún después de tanto tiempo, sin que nadie consiga poner la palabra fin o dar una respuesta definitiva?” (pp.11-12).

Con este libro, añade el autor, “he buscado responder a estas y también a tantas otras preguntas, acercándome a la historia del breve pontificado de Juan Pablo I, con ojos puros y con espíritu de máxima objetividad”, “sin partir de una posición preestablecida”, “lo que he descubierto, más allá de toda duda razonable, …es que no existe alguna prueba que pueda sostener la tesis de la muerte violenta o no natural del Papa” (ibídem), “Juan Pablo I se apagó de noche, casi ciertamente a causa de un infarto, cuyos signos premonitorios se habían manifestado severamente con fuertes dolores al pecho denunciados por el mismo Papa pocas horas antes de la muerte. Dolores que fueron subvalorados por los colaboradores y también por el mismo Papa” (p. 14).

 

1.     La pastilla del mayordomo

 

Junto a los tópicos habituales que suelen acompañar al “papa de la sonrisa”, encontramos en el libro de Preziosi algunos errores, omisiones y un dato oculto durante cuarenta años: la pastilla que el mayordomo da a Juan Pablo I poco antes de morir. El autor da por supuesta la “mala salud de Juan Pablo I hasta el punto de conducirlo a un malestar fatal, quizá a una crisis cardíaca irreversible” (p.12), reconoce que “el Papa tuvo una conversación telefónica con el médico personal Antonio da Ros, residente en el Véneto, sin hacer alguna referencia a molestias o malestar de ningún tipo” (p. 32), pero omite lo que el Dr. Da Ros dice a Andrea Tornielli: “El Papa estaba bien”, “aquella tarde no le prescribí absolutamente nada” (30 Giorni 72, 1993, 53-54).

El autor asume sin crítica los “fuertes dolores al pecho” que según los secretarios habría tenido Luciani la tarde antes de morir, pero la propia Stefania Falasca, vicepostuladora de la causa de beatificación, reconoce “la escasa fiabilidad de ambos secretarios”. Según Falasca, el relato de los secretarios, no ajeno a contradicciones en el curso de los años, tiene “el sabor del apólogo, verosímilmente también dictado por haberse sentido acusados por los hechos sucedidos después” (Falasca, 91-92). Como ya he dicho otras veces, Camilo Bassotto me comentó confidencialmente sobre el dolor en el pecho: “Es un invento, un inexplicable, inconcebible invento”.

Antonio Preziosi recoge la reconstrucción del vaticanista Gianni Gennari, “la de una sobredosis de la medicina que le habría aconsejado su médico personal, tomada por exceso a causa de un error del mismo Luciani” (p. 30), pero omite el testimonio del propio Gennari, según el cual a Juan Pablo I “se le hizo la autopsia”, “por ella se supo que había muerto por la ingestión de una dosis fortísima de un vasodilatador recetado por teléfono por su ex médico personal de Venecia”, “sobre la mesilla de noche estaba el vaso con el que bebió la medicina” (El País, 25-10-1987). Como me dijo el Dr. Cabrera, del Instituto Nacional de Toxicología, “los vasodilatadores producen hipotensión. ¿Cómo se le pudo dar un vasodilatador  a un hipotenso como Luciani? Si se le dio un vasodilatador, no me cabe duda, eso es una acción criminal” (Se pedirá cuenta, 56).

El autor recoge el testimonio del mayordomo Angelo Gugel, según el cual Luciani “en la cena había comido poquísimo y él mismo le llevó una pastilla antes de que se acostara” (p. 34). Sorprende que el mayordomo le diera una pastilla, cuando le correspondía hacerlo a sor Vincenza, que era enfermera. Veamos lo que dice el secretario irlandés John Magee sobre los dos mayordomos del papa Luciani, Paolo y Guido Gusso: “Estos dos hombres introducían en los aposentos privados a fotógrafos y otras personas sin decírselo al Papa ni a mí”, “el Papa y yo hablamos de esto y me dijo: Ahora estoy en sus manos, ¿qué puedo hacer? Por consiguiente, me las ingenié para que se contratara a otro hombre más discreto, del Véneto, y pensé despedir a los hermanos Gusso” (Cornwell, 188).

Llama la atención que Magee no diga el nombre del nuevo mayordomo. Se trata de Angelo Gugel, entrevistado por Stefano Lorenzetto: “El 3 de septiembre las hermanas del asilo (de Miene, donde Gugel pasaba las vacaciones) recibieron una llamada de Camilo Cibin, el jefe de la Gendarmería: Decid a Gugel que vuelva enseguida a Roma con vestido negro. Fui a comprarme uno y me fui al Vaticano”, “la tarde anterior a la muerte, dice Gugel, el Papa no estaba bien. Yo mismo le llevé una pastilla antes de que se acostara” (Corriere della Sera, 22-4-2018).

Unas preguntas: ¿qué tipo de pastilla era esa?, ¿era un vasodilatador?, ¿tomó una pastilla o más?, ¿por qué el mayordomo le lleva una pastilla que no ha recetado el doctor Da Ros?, ¿por qué no se la lleva sor Vincenza, que es la enfermera?, ¿por qué el mayordomo ha ocultado durante cuarenta años ese detalle?, ¿nadie le ha interrogado en el Vaticano al respecto?

 

2.     La escapada del secretario irlandés

Veamos los apuros que pasó John Magee, el secretario irlandés de Juan Pablo I, cuando murió éste: “Cuando murió el papa, me dijeron que saliera del Vaticano y me trasladara al Instituto María Bambina, cerca de la plaza de San Pedro. El día después del funeral me entró un fuerte dolor en el corazón y fui a ver al Dr. Buzzonetti. Dijo que lo que tenía era estrés y debía acostarme. Después tuve una llamada por teléfono en mi habitación. Era un hombre de una agencia de noticias que me dijo: Corre una historia según la cual el papa fue asesinado y usted está en el centro del complot ¿qué puede decir? Yo le colgué el teléfono. Más tarde, estaba yo cruzando el patio del convento y vi mucha gente, también colegiales, a la puerta. Cuando yo pasé, todos se quedaron mirándome, porque la persona que les hablaba me señalaba directamente a mí. Esa persona decía: ¡He ahí el asesino!” (Cornwell, 198).

Quien hablaba así era Paolo, uno de los hermanos Gusso, a quienes Magee despidió a pesar de la oposición del otro secretario, Diego Lorenzi (El día de la cuenta, 166). Dice también Magee: “No tenía el apoyo de Caprio, en absoluto”. A Giuseppe Caprio, Sustituto de la Secretaría de Estado, “no le importaba nada de lo que yo dijera. Sólo quería que me largara de Roma”, “parecía que no tenía un solo amigo o aliado en todo el Vaticano”. Marcinkus, Presidente del IOR, “era el único con un corazón humano”: “A los veinte minutos él había conseguido un billete de avión. Mandó a alguien a recoger mis cosas. Llamó un coche y ya estaba camino del aeropuerto. Nadie lo sabía, y cogí un vuelo a Londres, y de Londres a Manchester”, “mi hermana me metió en la cama y me dejó fuera de combate con unas pastillas”, “a la mañana siguiente trajo los periódicos, en el Liverpool Echo se aseguraba que me había escapado de Italia el día anterior, y que todos los puertos estaban en señal de alerta por mí. Incluso afirmaban que la Interpol me buscaba. Me quedé allí escondido diez días, todo fue muy traumático, hasta que empezó el siguiente Cónclave”. El nuevo papa, Juan Pablo II, dijo: “Quiero ver al irlandés. Busquen al irlandés”, “así que volví al Vaticano”. Le dijo el papa Wojtyla: “Bienvenido a casa, ahora quédese conmigo” (Cornwell, 199-200).  

 

3.     El testimonio de Loris Capovilla

Según Antonio Preziosi, “el episodio más importante y quizá más ‘misterioso’ sucedió el 10 de julio de 1977”, “en esa fecha, durante una peregrinación a Fátima, el cardenal Luciani encuentra a la vidente sor Lucía” (p. 58). Sin embargo, el encuentro de Luciani con sor Lucía fue el 11 de julio en Coimbra (ver Bassotto, 115).

Dice el autor: “Entre los testimonios está uno de sus biógrafos, Camilo Bassotto, que ha relatado haber estado con él en Fátima y haberlo visto al terminar el encuentro con sor Lucía. Camilo Bassotto deseaba un encuentro con el cardenal Luciani pero tuvo una cortés negativa: Ahora no puedo, habría dicho el Patriarca, vaya a Venecia. Debo volver a Fátima, quiero hablar con la Virgen. Sor Lucía me ha dejado un grave pensamiento en el corazón. Ahora no podré nunca olvidar Fátima” (p. 61). En realidad, Camilo no estuvo en la peregrinación, pero publicó el relato de Luisa Vannini di Gorizia, animadora de la misma (ver Bassotto, 114-115).

Afirma el autor que “el encuentro de Luciani con sor Lucía fue organizado por una dama noble portuguesa, vinculada por una sólida relación personal con la vidente de Fátima, la marquesa Olga Morosini de Cadaval” (p. 63). Olga de Cadaval es “una noble dama veneciana” (Bassotto, 115) que se casó con un portugués, el marqués de Cadaval.

El autor omite lo que Juan Pablo I dice a don Germano Pattaro, su consejero teológico: “Ahora la previsión de sor Lucía se ha cumplido, estoy aquí, soy el Papa” (Bassotto, 116). Se omite también el testimonio de Loris Capovilla: “Monseñor Capovilla, amigo durante muchos años de Albino Luciani, el 13 de mayo de 2000 ha declarado a una agencia de prensa que el papa de la sonrisa en el texto del tercer secreto había creído leer algo que le afectaba” (Tornielli, 62). Y esto no podía ser otra cosa que una muerte violenta.

El autor cita el testimonio de Giuseppe Pedullá que, recogiendo una confidencia del arzobispo Pacífico Perantoni, afirma que “Lucía dos Santos había predicho que el patriarca de Venecia sería Papa después de Pablo VI pero que su pontificado duraría poco” (p. 64). Sin embargo, el autor omite la parte más importante del testimonio de Pedullà sobre el peligro que corría Juan Pablo I y del que debía avisarlo: “Pude salvarle la vida, pero no lo hice”, “pensé que Perantoni exageraba”, “estaba atemorizado” (ver entrevista de Stefano Lorenzetto en Il Giornale, 26-4-2015).

 

4.     Los apuros del doctor Buzzonetti

Según Preziosi, Juan Pablo I murió “casi ciertamente a causa de un infarto” (p. 14). El autor reconoce “errores y mentiras”: la persona que encontró el cadáver no fue el secretario sino sor Vincenza; la hora de la muerte pudo ser no “hacia las once” de la noche sino “en torno a las 4 de la mañana”; el Papa pudo morir de infarto o de embolia pulmonar, queda la “duda”: no hubo “signos de sufrimiento”; durante mucho tiempo se ha hablado de un encuentro “tempestuoso” del Papa con el cardenal Villot “en torno a las 18:30 del 28 de septiembre”: el Papa quería comunicar al Secretario de Estado “algunas decisiones” que pensaba tomar, pero los cambios aducidos serían “absolutamente infundados”; en el momento de morir el Papa pudo tener en las manos “apuntes relativos a una serie de nombramientos y cambios”, cosa “bastante normal” en los primeros días de pontificado; “el último error que probablemente se cometió fue la decisión del colegio cardenalicio de no autorizar la autopsia sobre el cadáver del Pontífice” (pp. 27-38).

En el fondo, el autor asume el comunicado oficial del Vaticano, según el cual Juan Pablo I murió “por muerte imprevista referible a infarto agudo de miocardio” y, en cualquier caso, de muerte natural. Sin embargo, omite que “la legislación vigente en el Estado de la Ciudad del Vaticano, conforme con la de muchísimos Estados, no permite formular la causa de muerte con anotaciones que expresen probabilidad, duda, reserva o sospecha”.

Asimismo, el autor omite que al Dr. Renato Buzzonetti, “antes de escribir el diagnóstico de muerte”, “le fue excluida autoritariamente la práctica posibilidad de pedir la autopsia” y en esa circunstancias anómalas, ocultas durante cuarenta años, se firmó el certificado de muerte, según el cual el papa Luciani murió “por muerte imprevista de infarto agudo de miocardio” (ver mi estudio crítico “Biografía del papa Luciani. Aspectos omisiones apuros”, pp. 59-60). 

Como dijimos en carta al papa Francisco,“cuarenta años después de la muerte de Juan Pablo I, el problema no se resuelve con una crónica, sino con una autopsia. Si ya se hizo, hay que decirlo. Incluso (más fácil) podría resolverse con una resonancia magnética realizada al cadáver” (4-10-2018).  Por tanto, ¡basta ya de crónicas! Se requiere otra cosa. Para muchos, creyentes y no creyentes, no es de recibo la propaganda curial.

Jesús López Sáez

Julio 2019