En el principio era la palabra
 

LA REFORMA PENDIENTE

Condición de la unidad

Llevamos más de un siglo rezando por la unidad de las Iglesias. También se ha dialogado. Pero no basta con rezar y dialogar. Para que se cumpla la oración de Jesús: “Que todos sean uno” (Jn 17, 21), hay que moverse, desinstalarse, cambiar. Es cuestión de renovación y reforma. El concilio Vaticano II se propone “promover todo aquello que pueda contribuir a la unión de cuantos creen en Jesucristo” (SC 1). La restauración de la unidad es objetivo del Concilio, “uno de los principales propósitos” (UR 1). Han pasado 55 años y no se ha conseguido. ¿Es imposible? ¿No se puede lograr a gran escala? ¿Las grandes Iglesias cristianas pueden renovarse y reformarse? ¿En cada una de ellas sólo lo puede lograr un resto? ¿Es posible la unidad sin la reforma pendiente? ¿Hay unas leyes o reglas que son condición necesaria para que haya unidad entre las Iglesias? 

Durante cuarenta días y cuarenta noches Moisés subió al monte y escribió las tablas de la alianza (Ex 24,12-18) fuera de las cuales no es posible la relación fraterna. Tratándose ya de la “ley del espíritu” (Rm 8,2), ¿hacen falta, no tablas de piedra, sino “tablas de carne, en los corazones”? (2 Co 3,3).  

Por supuesto, se requiere un diálogo sincero y un adecuado discernimiento. En el diálogo ecuménico, dice el Concilio, “todos adquieren un conocimiento más auténtico y un aprecio más justo de la doctrina y de la vida de una Comunión”, “todos examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo sobre la Iglesia y, como es debido, emprenden animosamente la tarea de renovación y de reforma” (UR 4). Pero la restauración de la unidad, objetivo del Concilio, requiere renovación y reforma por parte de las Iglesias, también de la Iglesia Católica.

1. Echad la red al otro lado

Como ya hemos visto, el movimiento ecuménico ha producido sus frutos, pero subsisten diferencias insalvables. Incluso, hay numerosos indicios, dice Kasper, de que “en la actualidad toca a su fin no el movimiento ecuménico como tal, pero sí la forma que ha adoptado en el ya concluido siglo XX”. En el siglo XXI “tendremos que encontrar nuevos caminos”. Todas las Iglesias y, en especial, las de nuestro mundo occidental secularizado “habrán de atravesar profundas crisis interiores. De ahí que en primer lugar sea necesario asegurar los fundamentos comunes”.

En efecto, debemos esforzarnos por encontrar respuestas comunes a los problemas relacionados con el Decálogo y las enseñanzas éticas y morales del Evangelio. Sólo así podremos ser conjuntamente “sal de la tierra y luz del mundo”. Probablemente, aparecerán nuevas formas de unidad en la legítima diversidad y de diversidad en el seno de la unidad mayor: “No siempre será posible encajarlas a la fuerza en los ordenamientos canónicos preexistentes. Las discrepancias perderán con ello su carácter separador; serán, por así decir, desemponzoñadas e integradas con virtud fecundante y enriquecedora en la totalidad del único cuerpo de Cristo” (Kasper, 31-33). Para ello, es preciso volver al Evangelio y revisar la propia tradición.

Volviendo a las fuentes, nos encontramos, topamos, con la cordillera dogmática de los siglos IV y V. ¿Es insalvable? Para empezar, “las actas auténticas de lo que aconteció en el Concilio de Nicea (325) no se han conservado”. Lo recoge el cardenal Newman en su libro Los arrianos del siglo IV. Arrio era uno de los predicadores de Alejandría y, según algunos, dirigía la escuela catequética. En un encuentro público del clero de Alejandría acusó a su obispo Alejandro de “sabelianismo”. La doctrina de Sabelio, heresiarca africano del siglo III, supone que el mismo y único Dios se revela de tres modos distintos: como Padre en el Antiguo Testamento, como Hijo en la Encarnación y como Espíritu Santo en Pentecostés, negando con ello la distinción de personas. Por su parte, Arrio afirma que Jesús, el Hijo de Dios, no es igual o “consustancial” al Padre, sino una criatura. Según el historiador Sozomeno (hacia 400-450), Arrio afirmó por primera vez que el Hijo de Dios fue creado “de la nada” y “hubo un tiempo en que no existía”.

La posición de Constantino: “Es cosa ingrata, dice Newman, pasar a discutir las opiniones privadas y las intenciones de un emperador que fue el primero en declararse protector de la Iglesia, sacándola de su humillación y el sufrimiento en que se había encontrado durante tres siglos”, “él se encontró con un Imperio desgarrado por disensiones civiles y religiosas que llevaban a la desintegración de la sociedad; y, al mismo tiempo, los bárbaros ejercían su presión desde fuera con un empuje ya en sí mismo formidable, pero todavía más amenazante a causa de la decadencia del antiguo espíritu de Roma. Él percibió que el poder del antiguo politeísmo, por la razón que fuese, estaba agotado”.

En ese contexto, “el Evangelio aparecía como el instrumento adecuado para una reforma civil, ya que era como una forma nueva de la antigua sabiduría ampliamente presente en el mundo desde los comienzos”, “el edicto de Milán del año 313 es una de las primeras consecuencias de la preocupación de Constantino por restaurar los sentimientos de comunión entre los miembros de su despedazado Imperio. En él Constantino y su colega Licinio otorgaban a los cristianos y a las demás creencias una tolerancia total para que siguieran las formas de culto que cada uno escogiera. Y se promulgaba con la expresa voluntad de mirar por la paz de los pueblos del Imperio”.

No había transcurrido un año desde la promulgación del edicto, cuando Constantino se encontró con el problema de los donatistas, que apenas podía considerarse de naturaleza política. Iniciado por Donato, obispo de Cartago, el movimiento nació como una reacción contra la relajación de costumbres. Según Donato, sólo aquellos sacerdotes cuya vida fuese intachable podían administrar los sacramentos y Ceciliano había sido elevado ilegalmente a la sede de Cartago: “El movimiento creció hasta convertirse en secta, y entonces apelaron a Constantino. Este remitió la causa al juicio de sucesivos concilios, los cuales resolvieron a favor de Ceciliano. Cuando Constantino revisó la sentencia y la confirmó, el grupo de derrotados empezó a atacarle con quejas destempladas”, “Constantino mandó ocupar sus iglesias, mandó al exilio a sus obispos sediciosos y condenó a muerte a algunos de ellos”.

La conquista de Oriente en el año 323 no hizo sino confirmarle al emperador la amplitud de las disensiones en el cristianismo. Cuando se hallaba en Nicomedia, Constantino escribió una  carta conjunta a Alejandro y a Arrio. Son dos los motivos que le impulsan en su acción pública: primero, el deseo de conseguir que a lo ancho de sus dominios fuera aceptada una única forma de culto religioso concreto y completo; en segundo lugar, la consolidación y fortalecimiento de las instituciones políticas del Imperio: “Me informaron de que se levantaba entre vosotros un cisma mucho más áspero que las disensiones de África”, “habiendo hecho mis averiguaciones, hallo que los motivos de esta disputa son insignificantes y nimios”, “prestad atención a lo que os aconsejo, yo que sirvo (a Dios) con vosotros: no os metáis en preguntas y respuestas que no tienen que ver con lo que manda vuestra Ley, sino que nacen de disputas ociosas y estériles”.

El emperador designó a su consejero Osio para llevar la carta a Alejandría y mediar entre las partes: “Osio retornó al emperador refiriendo el fracaso de su misión y aconsejando, como única medida que quedaba, la convocación de un Concilio General en el cual pudiera establecerse formalmente la doctrina católica y se pudiera promulgar una sentencia que sirviera para determinar en adelante los elementos básicos de la comunión con la Iglesia”.

El concilio de Nicea (325). Es el primer Concilio Ecuménico. Asistieron unos 300 obispos, mayoritariamente de las provincias orientales del Imperio. Fue presidido por Osio, obispo de Córdoba y consejero del emperador. Entre los obispos arrianos estaban los obispos de Nicomedia y de Cesárea, que llevaban el nombre de Eusebio. Según algunos, “los Padres del concilio dudaron por algún tiempo acerca de cómo había que distinguir su propia doctrina de la de los herejes”, “la cuestión definitiva era si Nuestro Señor era Dios en un sentido tan pleno como el Padre, sin ser tenido por ello como separable de Él, o también, si, como única alternativa, el Hijo era una criatura. Es decir, si el Hijo era literalmente de, y en, la Esencia Indivisible que adoramos como Dios, consustancial con Dios, o bien era una sustancia que había tenido un comienzo. Los arrianos decían que era una criatura; los católicos, que era verdaderamente Dios”.

En los comienzos de la controversia, Eusebio de Nicomedia había declarado que no estaba dispuesto a admitir la fórmula de la misma sustancia como atributo de Cristo: “En el concilio se leyó una carta con una declaración semejante, y sus miembros pudieron así clarificar el objeto de su encuentro, a saber, dilucidar el carácter y la tendencia de la herejía, proponer una protesta y una defensa contra ella”. Para lograr estos fines se asumió la fórmula “consustancial con Dios”, “aunque esta no se hallara en la Escritura y de hecho hubiera sido pervertida en sentido herético en el siglo anterior, y, en consecuencia, hubiera sido excluida por el Concilio de Antioquía, que condenó a Pablo de Samosata”(hacia 200-272). La Iglesia afirmó que “Jesucristo es hijo de Dios por naturaleza y no por adopción”.

El emperador quería asegurar la paz en la Iglesia y en el Imperio: “En la apertura del concilio quiso dar ejemplo de conciliación quemando públicamente, sin leerlas, ciertas acusaciones que le habían sido presentadas contra algunos de sus miembros”, “tal fue su modo de conducta mientras permanecía en suspenso la cuestión controvertida; pero así que se anunció la decisión tomada, su tono cambió: lo que había sido una amonestación a la cautela se convirtió al punto en una orden de someterse, La oposición al dictamen de la Iglesia pasaba a ser considerada como una desobediencia a la autoridad civil; se proponía el destierro como alternativa al asentimiento, de manera que no costó mucho que siete de los trece obispos disidentes se sometieran a la presión del momento, aceptando el credo con sus anatemas como principio de paz”  (Newman, 225-241).

Comenta M. Schmaus: "Para exponer la fe, el Concilio usa como concepto clave el designado con la palabra homousios (consustancial), tomada de los gnósticos". Dice también: "La lucha por imponer la doctrina conciliar llenó los siglos cuarto y quinto. Al principio se trataba de la relación del Hijo al Padre, sin reflexionar sobre la relación del Espíritu Santo a estos dos. Desde el 360 aproximadamente se incluyó al Espíritu Santo en la discusión, atribuyéndole a Él también la "homousía", es decir, la igualdad en la posesión de la única esencia" (Schmaus, 600). El concilio de Nicea confiesa que el Hijo de Dios es “engendrado, no creado, de la misma sustancia que el Padre”.

El gnosticismo es una doctrina filosófica y religiosa de los primeros siglos de la Iglesia, mezcla de creencia cristianas, judaicas y orientales, que se dividió en varias sectas y pretendía tener un conocimiento intuitivo y misterioso de las cosas divinas. La palabra griega “gnosis” significa “conocimiento”; es una filosofía dualista, también “falsa ciencia” (1 Tm 6, 20) que contamina el Evangelio.

El concilio de Constantinopla (381) fue convocado por el emperador Teodosio. No asistieron delegados del papa. El origen del credo niceno-constantinopolitano no ha sido puesto en claro totalmente. No poseemos las actas de Nicea, ni de Constantinopla. El concilio definió la divinidad del Espíritu Santo, cerrando así definitivamente la cuestión trinitaria. Los obispos que discrepaban de la teología imperial eran destituidos y desterrados.

El monje antioqueno Nestorio, patriarca de Constantinopla (hacia 386-451), ve en Cristo una persona humana junto a la persona divina del Hijo de Dios y afirma que no debe darse a María el título de Madre de Dios, pues su maternidad se refiere sólo al hombre Jesús, pero no al Logos divino que en Jesús se había alojado. El 11 de agosto de 430 el papa Celestino le escribe una carta al patriarca de Constantinopla conminándole a que abjurara por escrito de su doctrina. El documento lo envía a Cirilo de Alejandría, encargándole que llevara a cabo la gestión. Nestorio se negó a retractarse y, para salir al paso de su inminente destitución, indujo al emperador Teodosio II a convocar un concilio. Contaba con que entre los obispos faltara unanimidad y, sobre todo, se fiaba de la ayuda de Juan de Antioquía

El concilio de Éfeso (año 431) se reunió en día de Pentecostés en la catedral de santa María: “Cirilo estaba presente, pero no había llegado aún Juan de Antioquía con sus obispos sirios. San Cirilo, que se sabía respaldado por el papa, declaró en seguida abierto el concilio, contra el deseo del emperador y desoyendo las objeciones del comisario imperial. Con asistencia de ciento noventa y ocho obispos, ya en la primera sesión condenó la doctrina de Nestorio y dictó su deposición. Unos días más tarde llegó Juan de Antioquía y, asistido de cuarenta y tres obispos y el comisario imperial, inauguró un antisínodo que a su vez depuso a Cirilo. En el entretanto habían llegado los legados papales, que se adhirieron al sínodo de Cirilo, y éste excomulgó a Juan y a sus partidarios”. Perplejo el emperador, empezó dando su aprobación a los dos sínodos, pero “pronto abandonó a Nestorio y lo hizo sustituir por un obispo católico, al tiempo que revocaba la sentencia de deposición de Cirilo. Poco después éste se reconciliaba con Juan de Antioquía: aceptó la confesión de fe del antisínodo, a la cual nada había que objetar, y por su parte Juan se declaró conforme con la sentencia contra Nestorio”(ver Hertling, 94-96, 100-103 y 128-129).

El concilio de Éfeso afirma que “el Verbo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre”. La persona divina del Hijo de Dios asume la humanidad de Cristo en su concepción. Por ello María es “madre de Dios”. Según Cirilo de Alejandría (378-444) en Cristo hay sólo una naturaleza, la divina, que asume la humana (monofisismo).

En el concilio de Calcedonia (451) se leyó y aprobó por aclamación el credo niceno, ordenando a continuación los delegados imperiales que se leyera igualmente "la fe de los ciento cincuenta Padres" formulada en Constantinopla. Al final, en presencia del emperador Marciano, todos los obispos firmaron el credo constantinopolitano. Este credo (que se encuentra en Roma más tarde, en el siglo XI) desarrolla más que los precedentes el artículo tercero sobre el Espíritu Santo. El de Nicea decía escuetamente, según el texto original griego: "Y (creemos) en el santo espíritu". El llamado credo de los apóstoles, que deriva del antiguo credo romano, fue impuesto por el emperador Carlomagno (+814) en todos sus dominios y en el siglo XII se convierte en el credo oficial de Roma (ver PC II, Y vosotros quién decís, En un mismo espíritu).

El concilio de Calcedonia afirma que “se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas”. Por tanto, dos conocimientos y dos voluntades (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 465-467, 472-475). Sin embargo, dice Jesús: “No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 5,30). Desde niño, Jesús no lo sabía todo, no tenía “ciencia infusa”: “progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52).

Según comenta el profesor Philip Jenkins en su libro La historia olvidada del cristianismo (2020), la mayoría de los cristianos egipcios y orientales mantenían que Cristo tenía una sola naturaleza: “Es un hecho que en Egipto y Siria los monofisitas eran tan numerosos que se les denominaba genéricamente egipcios (coptos) y sirios (suriani). Otro hecho es que un líder sirio del siglo VI, Jacobo Baradeo, organizó a los monofisitas en una iglesia clandestina paralela conocida como jacobita. Y cuando en el siglo VI, los árabes se expandieron gracias a sus triunfales conquistas, muy probablemente los jacobitas eran el grupo mayoritario entre los cristianos de la Gran Siria, del mismo modo que los nestorianos dominaban las zonas más orientales (hoy Irak e Irán). Así la Iglesia del oeste de Siria era jacobita y la del este nestoriana” (Jenkins, 10). 

* Comentario. Hay que volver a las fuentes, a la fe queproclama Pedro como el centro del mensaje cristiano: "A Jesús Nazareno, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios le resucitó ...de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del padre el espíritu santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís" (Hch 2,22-33),"sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado" (2,36).Pablo confiesa lo mismo: “Anunciamos a un Cristo crucificado” (1 Co 1,23), “del linaje de David según la carne, constituido hijo de Dios con poder, en virtud del espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (Rm 1,3-4). La confesión de fe se expresa en fórmulas breves: "Jesús es Señor" (1 Co 12,3), "Jesús es el Cristo" (1 Jn 2,22), "Jesús es el hijo de Dios" (Hch 8,37; 1 Jn 4,15; Hb 4,14). No lo olvidemos, necesitamos que nos lo diga el mismo Dios: "Nadie conoce bien al hijo sino el padre" (Mt 11,27), “nadie puede decir: ¡Jesús es Señor!, sino en espíritu santo” (1 Co 12,3).

La expresión “hijo de Dios” es un título mesiánico: “Él me invocará: ¡Tú, mi Padre, mi Dios, y roca de mi salvación! Y yo haré de él el primogénito, el Altísimo entre los reyes de la tierra” (Sal 89, 27-28). En la confesión de Cesárea dice Pedro: “Tú eres el Cristo, el hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). En el proceso ante el sanedrín, el sumo sacerdote le pregunta a Jesús: “¿Eres tú el Cristo, el hijo del Bendito?”. Responde Jesús: “Sí, yo soy, y veréis al hijo del hombre sentado a la derecha del poder y venir sobre las nubes del cielo” (Mc 14, 61-62). Se cumple el salmo 110: “Dijo el Señor (Dios) a mi Señor (Cristo): Siéntate a mi derecha”. Jesús es reconocido como Señor, como Cristo, como rey del reino de Dios. Es el rey prometido (Sal 72). En el salmo de entronización se dice: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” (Sal 2).

En la última cena, Jesús ora así: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). Jesús dice a los discípulos que con su muerte no se quedarán solos. En adelante serán defendidos de otro modo, en el espíritu, pues la resurrección de Jesús se cumple en la dinámica del espíritu (2 Co 3,17): "No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros...Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi padre y vosotros en mí y yo en vosotros" (Jn 14,18-20). Y también:"Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él" (14,23; ver 17,3; Mc 12,35-37; Lc 11,2-4; Jn 8,17-18;10,30;1 Jn 2,1). Y finalmente: "Cuando os arresten...no seréis vosotros los que hablaréis, sino el espíritu de vuestro padre el que hablará en vosotros" (Mt 10,19-20; ver Is 50,9).

La nueva reforma. El obispo anglicanoJohn Arthur Thomas Robinson (1919-1983) fue profesor y decano del Trinity College, y teólogo experto en el Nuevo Testamento. En su libro Sincero para con Dios (1963) critica la teología tradicional y en su libro Redatando el Nuevo Testamento (1976), frente a la opinión de muchos exégetas, afirma que gran parte del Nuevo Testamento fue escrita antes del año 64: “El Nuevo Testamento refleja un nulo conocimiento de la destrucción del templo de Jerusalén en el año 70”. Mateo fue escrito entre el 40 y el 60, Marcos entre el 45 y el 60, Lucas entre los años 50 y 60 y Juan entre el 40 y el 65. Pablo escribió las cartas que se le atribuyen (excepto la carta a los Hebreos).

Su libro ¿La nueva reforma? (Ariel, Barcelona, 1971) tuvo su origen en Roma el 2 de enero de 1964 a partir de una observación que le hizo el cardenal Bea en el Vaticano, en el Secretariado para la Unión de los Cristianos: “La Contrarreforma, le dijo, ha terminado”. Con ello daba a entender que el largo periodo durante el cual la vida de la Iglesia católica romana había estado condicionada por su reacción frente al protestantismo tocaba a su fin. Sin duda, la noticia del cese de las hostilidades tardará algún tiempo en llegar a ciertos sectores del frente. Pero la observación era importante.

Es verdad, dice el obispo anglicano, que “en cierto sentido, nada ha cambiado. Respecto a la infalibilidad del Papa o la asunción de la Virgen María, mi posición sigue siendo la misma, y también la de los católicos. En este sentido no nos hemos aproximado unos a otros y, en realidad, ni siquiera hemos dado un solo paso conducente a la unidad orgánica. Pero, en otro sentido, todo ha cambiado. Inesperadamente nos encontramos en una atmósfera distinta y peleando en una guerra también distinta. Las viejas trincheras siguen incólumes, alineadas unas frente a otras, y las balas continúan hendiendo el aire de vez en cuando. Periódicamente se reanuda el tiroteo y un incidente trivial basta para mostrar que las viejas animosidades y suspicacias andan muy lejos de haberse extinguido. Pese a ello la lucha en este frente ha ido enfriándose desde hace algún tiempo”.

Ahora, “con gran asombro por nuestra parte, nos encontramos peleando codo con codo. Cuando nosotros observamos el Concilio Vaticano y cuando los católicos observan y hacen suyos muchos movimientos de las Iglesias reformadas, nos damos cuenta de que sus progresos son también nuestros progresos y viceversa. No pensamos ya que pueda ganarse terreno en un frente tan sólo a expensas del otro. El periodo de guerra civil en la cristiandad occidental está llegando rápidamente a su fin, absorbido por una campaña de mayor alcance en la cual ya no podemos –ni queremos- permitirnos el lujo de estar separados”.

Hay quienes siguen creyendo que “la antigua palabra debe ser aún proclamada y que semejante proclamación constituye la sencilla e invariable función de la Iglesia”. Por mi parte, dice el obispo anglicano, yo nunca me atrevería a negar que esta palabra puede ser anunciada con verdadera eficacia. Sin embargo, creo que “cada vez interesa menos a los hombres, tanto por lo que se refiere a la doctrina como por lo que atañe a la moral”. Si les decimos: “Tómalo o déjalo”, lo dejan. Y si entonces nos damos por satisfechos pensando que predicamos el Evangelio, “cada vez nos será más difícil suscitar su convicción, e incluso la nuestra”. 

Lo cierto es que para un número cada vez mayor de personas, “esto, sencillamente, no es un evangelio, no tiene el menor sentido de una buena nueva, por muy pura que sea la palabra predicada y a pesar de que los sacramentos se administren en la debida forma. Y, entonces, una Iglesia que se identifica con tal función, va haciéndose cada vez más irrelevante”.

La gente no parte de la revelación, en la que ya no cree a priori, sino de sus relaciones, a las que está dispuesta a tratar con mayor seriedad que ninguna generación anterior: “Sospecha de las certezas deductivas que se le imponen autoritariamente, pero respeta, en cambio, la validez de las convicciones a las que ha llegado, en el ámbito de la ciencia o de la vida, desde la evidencia que proporciona la experimentación”.

A muchos les sonarán estas palabras a “liquidación total”: “Yo no sugiero, dice Robinson, que abandonemos el evangelio cristiano ni que lo sustituyamos por un puro humanismo, como tampoco propongo que nos volvamos simplemente de espaldas a la teología de la revelación y la sustituyamos por una teología natural”, “semejante actitud significaría prescindir de toda la teología que ha aprendido mi generación”. Si existe una expresión que sea cual puente que conduzca a la teología que yo propugno, es el título de una obra de Karl Barth, La humanidad de Dios: “Nada más alejado de su espíritu que la atmósfera de un humanismo seguro de sí mismo, puesto que en realidad Barth nos llama a abandonar con Cristo toda seguridad humana y a compartir con Él su humillación”.

Esta teología parte de Cristo en cuanto camino que lleva al Padre. Y así, si existe un texto sobre el cual pueda centrarse la nueva reforma, podría ser éste: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9). Para muchos hablar de Dios quizá carece de sentido. Pedir, como Felipe: Muéstranos al Padre, puede parecer inútil, pero “todos los viejos problemas de la teología pueden hallar su sentido en este hombre”.

Con todo, no podemos detenernos ahí. A nuestra generación no le basta la mera afirmación: El que me ha visto a mí, ha visto al Padre, puesto que entonces replica formulando la cuestión más profunda: Pero Señor, ¿cuándo te hemos visto? Y la respuesta a esta pregunta, en la parábola de las ovejas y los machos cabríos (Mt 25), nos es dada en términos del Hijo del hombre desconocido, pero reconocible en aquel que viene a ellos, “no primordialmente como una figura mesiánica, sino como uno de ellos”.

Quizá nuestra generación, como la del tiempo de Jesús, se encuentra en la situación de aquellos discípulos que, camino de Emaús, hablaban de ese Jesús que podía haber sido el Cristo, pero su esperanza se había visto defraudada: “Nosotros esperábamos”…Más aún, quizá nuestra generación no espera ningún Cristo que sea el centro de nuestras esperanzas o la respuesta a nuestros problemas: “Son incapaces de reconocer a Jesús como el Cristo, porque no esperan tal plenitud de sentido ni para sí ni para sus vidas. Y de hecho, en el camino de Emaús, Jesús no sale al encuentro de ambos discípulos como el Cristo, sino simplemente como el extranjero que se les acerca para compartir sus problemas y su tristeza. Sólo partiendo de tal encuentro, sólo siendo el hombre para los demás y con los demás, es como Jesús puede dárseles a conocer como el Mesías del que hablaban las Escrituras”.

Sospecho, dice Robinson, que no soy el único que ve en este relato, lo mismo que en la parábola de las ovejas y los machos cabríos y en la aparición de Jesús a sus discípulos junto al lago (Jn 21), unos pasajes dotados de un poder apremiante para nuestra generación: “Porque todos ellos hablan de aquel que, siendo un desconocido y sin que nadie lo haya invitado, se acerca a la situación humana y se revela como el buen vecino antes de que pueda ser reconocido como Maestro y como Señor. Y yo vincularía estos pasajes al relato del lavatorio de los pies, según Jn 13, donde Jesús incluso a aquellos que le llaman Señor y Maestro, sólo puede darles a conocer el sentido de tal señorío convirtiéndose en el servidor de todos. Todos estos pasajes nos hablan de un camino hacia la verdad que está en Jesús y que, a mi parecer, reviste una significación decisiva para nuestra época, aunque, naturalmente, constituye el centro de la revelación cristiana en todas las épocas” (Robinson, 66-72).

Es una experiencia de pascua: “Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla, pero los discípulos no sabían que era Jesús. Les dice Jesús: Muchachos, ¿no tenéis pescado? Le contestaron: No. En un pasaje semejante, le dice Pedro: Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada (Lc 5,5). Él les dice: Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces” (Jn 21, 4-6). 

* Comentario. Muchos siguen creyendo que “la antigua palabra debe ser aún proclamada y que semejante proclamación constituye la sencilla e invariable función de la Iglesia”. Por mi parte, dice el obispo anglicano, “yo nunca me atrevería a negar que esta palabra puede ser anunciada con verdadera eficacia”, “semejante actitud significaría prescindir de toda la teología que ha aprendido mi generación”. Sin embargo, ahí está el problema: esa “antigua palabra” debe ser revisada a la luz de la Escritura. El obispo Robinson lo hace, hace teología bíblica. En realidad, una teología que “no es evangelio”, que “no tiene el menor sentido de buena nueva”, esa teología está muerta. No ha muerto Dios, ha muerto esa teología. Como dice Pablo, anunciamos a un Dios desconocido (Hch 17,23) y, también, a un Cristo desconocido (1 Co 2,8). El Señor sigue diciendo: “Rema mar adentro, y echad vuestras redes para pescar”. También ahora podemos decir: “Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaremos las redes” (Lc 5,4-5).

Por supuesto, la unidad de los cristianos requiere oración y diálogo, pero con eso no basta. Hay que moverse, desinstalarse, cambiar. La restauración de la unidad, objetivo del Concilio, requiere renovación y reforma por parte de las Iglesias, también de la Iglesia Católica. Hay que echar la red “al otro lado”, hay que pasar “a la otra orilla”. Es posible que la barca esté “ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas”. Es posible que Jesús se acerque a nosotros, caminando sobre el agua, y pensemos que es “un fantasma”. Es posible que, al sentir la fuerza del viento, nos entre miedo y empecemos a gritar: “Señor, sálvanos”. En cualquier caso, confiamos que Jesús nos eche una mano y abra un camino donde no lo hay, en medio de las aguas. Ese es, precisamente, el evangelio de hoy (Mt 14,22-33). 

2. Entre dos épocas

Juan el Bautista y Jesús de Nazaret viven entre dos épocas. También nosotros estamos llamados a vivir en una situación semejante. Los vestigios medievales perviven todavía: “En el caso de la anterior Reforma, dice el obispo Robinson, los vestigios medievales duraron varios siglos: incluso en muchos países latinos, y en extensas zonas de la vida consciente e inconsciente de cada uno de nosotros, tales vestigios perviven todavía. Esta vez la transición será forzosamente más rápida y radical, y mucho más desconcertante el proceso. Mientras dure, nos veremos partidos en dos, y las tensiones entre lo viejo y lo nuevo en el seno de la Iglesia la llevarán hasta el borde de la ruptura”.

Algunos interrogantes: ¿Qué supone vivir entre dos épocas?, ¿perviven todavía entre nosotros los vestigios medievales? Si hay riesgo de ruptura, ¿será mejor dejar las cosas como están?, ¿qué debemos hacer?, ¿podemos colocar bajo el celemín la luz del Evangelio?, ¿podemos enterrar el talento recibido?, ¿podemos hipotecar la renovación y la reforma de la Iglesia?, ¿está en juego el futuro de la Iglesia?, ¿el futuro de la Iglesia ya está presente en ella?, ¿pensamos que el Evangelio trae al mundo la paz?, la paz ¿no es fruto de conversión?, el vino del Evangelio ¿no hay que echarlo en pellejos nuevos?, ¿estamos abriendo un camino y construyendo un puente para que pasen muchos?, ¿qué camino?, ¿qué puente?

* Desde ambos extremos. En diálogo ecuménico, veamos lo que dice el obispo anglicano Robinson en su libro ¿La nueva reforma? Si la Iglesia debe afrontar el proceso de reforma sin miedo, “es esencial que trabajemos desde ambos extremos a la vez, partiendo de los presupuestos tradicionales y de lo que no son tales, y que cada bando admita y respete los logros del otro”. Si no queramos suscitar un cisma aún más desastroso que el de la última vez, “se impone que emprendamos la reforma desde uno y otro extremo”.

Si el cambio no se inicia tanto en el seno de lo viejo como fuera de él, “lo viejo no sólo irá muriendo en una lenta agonía, sino que conducirá a las yermas soledades del cisma y de la frustración a los hombres de pensamiento radical. Y eso es lo último que yo desearía ver”. El verdadero radical es “un hombre de raíces”, “el radical va a las raíces de su propia tradición. Ha de amarla: ha de llorar sobre Jerusalén, aun cuando tenga que proclamar su ruina. Toda reforma debe partir de dentro y, en el caso de la Iglesia, debe respetar el hecho de que la vida que quisiera ver renovada es la vida orgánica de un Cuerpo profundamente enraizado en la historia”.

No partimos de cero, sino del seno de la tradición: “Hay que partir del seno de la tradición que hemos heredado, porque ninguna reforma se produce como una reforma a secas. Y, sin embargo, estoy convencido de que al propio tiempo hay que partir del otro extremo. Ahora la situación es distinta de la que existía en la Europa del siglo XVI. Entonces se podía suponer, con razón o sin ella, que todo el mundo se hallaba en el regazo de la tradición”.

Pero somos hombres de nuestro tiempo. Hoy día, no podemos suponer que todo el mundo se halla en el regazo de la tradición. Tal supuesto es palpablemente falso. En realidad, en parte de nuestro ser, “todos vivimos fuera de ella. Porque, si somos hombres de nuestro tiempo, vivimos con un pie en un mundo al que cada vez son más ajenas las categorías cristianas tradicionales. Pero emocional y espiritualmente no podemos dejar de vivir en ese encabalgamiento de dos épocas, aunque la tensión así generada llegue a ser agotadora”.

La tentación del clérigo. Por diversos motivos, el clérigo siente la tentación de vivir sólo en un mundo, de permanecer encerrado en la tradición y, desde ella, hacer cuanto pueda “para modernizarla y para emperifollar la ortodoxia” y, en el peor de los casos, abandonar toda esperanza de hacer algo de provecho desde el interior de la estructura organizada de la Iglesia: “Estoy convencido de que se trata de una tentación, y hemos de resistirnos a ella con todas las fuerzas de nuestro ser”.

Un puente sobre el abismo. En el prefacio de su libro Sincero para con Dios dice el obispo Robinson que “el abismo de separación entre los que optan por revitalizar las fórmulas tradicionales y los que saben que también hay que intentar recomenzar desde un extremo completamente distinto, probablemente deberá hacerse más hondo aún antes de que pueda tenderse un puente sobre él”. En realidad, duda de que ese puente llegue a construirlo la gente de su generación. Estamos entrando en una época en la que no existirá una síntesis aceptada sobre “lo que enseña la Iglesia”, y a los que se hallen en el campo tradicional les será fácil gritar: ¡Herejía!

El catecismo. La Reforma y, luego, la Contrarreforma acarrearon una serie de nuevos catecismos: “Un catecismo presupone una instrucción dada por una Iglesia docente que conoce las respuestas a las preguntas que ella misma formula. Y nadie nos negará que existe todavía un lugar para esa instrucción y hambre de poseerla”. Pero, en la práctica, el catecismo cada vez será menos utilizado. Se han socavado los presupuestos en los que este se asienta: “No es la Iglesia quien plantea sus preguntas y espera que le contesten con sus respuestas. Es el mundo quien formula las preguntas y quien se niega a aceptar toda respuesta prefabricada. La única autoridad que el mundo reconoce es la que se manifiesta como tal en la búsqueda de la verdad”.

Lo dice el teólogo de la Iglesia Reformada holandesa Albert van den Heuvel en su conferencia sobre “la humillación de la Iglesia”: “La instrucción religiosa no puede impartirse ya a los hombres con un simple catecismo. A la época de preguntas y respuestas debe suceder la época de pregunta tras pregunta, en la que tal vez se encuentre la respuesta, tal vez desaparezca la pregunta o tal vez las preguntas queden sin respuesta. Hasta ahora se ha impuesto la concepción autoritaria de la mayoría de nuestras Iglesias. Hablamos porque sabemos. Y apenas nos damos cuenta de lo penoso que ello resulta para quienes nos escuchan”.

Nuestra teología, dice Robinson, tiene que elaborarse desde ambos extremos a la vez y sin la menor garantía de que las dos direcciones lleguen a encontrarse: “Sólo hemos de confiar en la verdad a la que servimos, aunque teniendo siempre presente que, también para nuestro Maestro, esta verdad lo condujo a la cruz y, en ella, el abismo entre Dios y el hombre se mostró más insondable que nunca”.

La reforma litúrgica.  En el ámbito de la liturgia nos encontramos ante una situación nueva y aún más compleja: “La anterior Reforma suscitó un poderoso fermento litúrgico y dio lugar a gran número de nuevas formas de culto. Pero todas ellas, excepto las de los cuáqueros y de las sectas de izquierda, partían de las mismas presuposiciones del antiguo culto. En efecto, ahora vemos hasta qué punto muchos de los supuestos fundamentales de los reformadores sobre la liturgia procedían simplemente, pese a su ropaje nuevo, de las postrimerías de la Edad Media   En particular, la clericalización fundamental de la liturgia sólo se vio muy superficialmente afectada por la transición del sacerdote al pastor”.

Nuestra generación se ve aquejada por un incitante fermento litúrgico y todo indica que éste será más radical aún en sus realizaciones que el que se dio en la anterior Reforma: “Me cuento entre los que sienten la urgencia y la importancia de una renovación litúrgica, y estoy convencido de que debemos hacer cuanto podamos para conferir un sentido y una actualidad a las formas tradicionales”.

Sin embargo, dice Robinson, hay que partir asimismo del otro extremo, es decir, “de aquellos hombres para quienes toda noción de religión organizada, de cultos en el templo e incluso de la misma adoración tal como habitualmente suele entenderse, no presentan ya, en absoluto, el menor atractivo”. Cuando uno constata la total incongruencia e incluso la repugnancia que la simple idea de “ir a misa” comporta para muchos hombres de nuestra generación en su búsqueda de lo que dé pleno sentido a la vida, ”no puede menos de chocarle el hecho de que el noventa y nueve por ciento del dinero, del tiempo y del ministerio de la Iglesia esté destinado a lograr que los hombres participen en el culto”.

La liturgia debe estar enraizada en la vida: “La dificultad estriba en que la liturgia ha dejado de estar enraizada en el suelo del mundo para convertirse en una planta de maceta en el santuario de la Iglesia”. A mucha gente de Iglesia pueden caérsele las escamas de los ojos “si no ve que esta planta vuelve a crecer en plena naturaleza, es decir, participando en la vida ordinaria, como en la casa de Emaús” (Robinson, 135-143).

La liturgia implica la consagración no sólo del espacio, sino también del tiempo. Durante el periodo de cristiandad, la Iglesia impuso su calendario a la sociedad y, en particular, creó para el domingo una “hora religiosa”, pero el peligro está en que sobrevive simplemente como la celebración de lo extraño lo que originalmente fue la consagración de lo común, y que la Iglesia acabe viviendo en un “tiempo sagrado separado”, como en un “espacio sagrado separado”, mientras el mundo sigue su propio camino.

Comenta el teólogo Albert van den Heuvel: “Las fiestas tenían que santificarse, el sábbat tenía que celebrarse, y las campanas de la Iglesia recordaban al pueblo la obligación de musitar sus oraciones matutinas y vespertinas a las mismas horas en que los monjes se levantaban y se acostaban. Luego, la urbanización y el dinamismo, el trabajo en equipo y todos los cambios acaecidos en nuestro mundo pusieron fin a muchas de estas cosas, sencillamente, porque ya no funcionaban, y la primera de ellas ha sido la oración de la mañana y de la noche, que hemos dejado al cuidado de los monjes. Cuando el calendario del mundo ha reducido la semana laboral de seis a cinco días de trabajo, el domingo ha dejado de marcar el ritmo de nuestra vida. Ahora disponemos de un fin de semana, y la gente lo utiliza de muy diferentes maneras”.

Creo que la Iglesia de la nueva reforma, dice Robinson, como la Iglesia primitiva, seguirá observando su “disciplina secreta” centrada en el primer día de la semana y en la fracción del pan. Pero, partiendo del otro extremo, “debemos estar prestos a reconsiderar radicalmente cuándo, dónde y cómo hemos de pedir a los hombres que se reúnan. Tres fines de semana, pasados en un grupo recoleto que practique ininterrumpidamente la vida en común, podrían contribuir con mucha mayor eficacia a la edificación del Cuerpo de Cristo que cincuenta horas aisladas, pasadas en un templo, sin reunirse realmente con nadie” (Robinson, 147-149).

* El teólogo alemán Karl Rahner (1904-1984) con su libro Cambio estructural de la Iglesia (Ed. Cristiandad, Madrid, 1974) responde a estos interrogantes: ¿Dónde nos encontramos?, ¿qué hemos de hacer?, ¿cómo imaginar la Iglesia del futuro? Escribe el libro en una especie de arrebato a propósito de un Sínodo de los obispos alemanes. El catálogo de temas preparados en enero de 1971 es “muy bueno en su casi inabarcable material”; pero “con tantos árboles no deja ver el bosque, no ofrece un criterio selectivo para la problemática casi ilimitada que desarrolla”. El teólogo ve que la tendencia fundamental es “la defensa de lo recibido, no la preocupación por una situación que está viniendo”: “Se dice a menudo que la función propia del estamento oficial es, en primer término, defender y conservar lo ya existente, dejando más bien para otras fuerzas dentro de la Iglesia lo venidero, lo nuevo, lo que hay que configurar creativamente”.

Situación de transición. "La situación de los cristianos de hoy y, por tanto, de la Iglesia es la de la transición de una Iglesia de masas (en concordancia con una sociedad y una cultura homogénea) a una Iglesia como comunidad de los creyentes, que en una opción personal y libre de fe se colocan también a distancia de la mentalidad y del comportamiento ordinario en el entorno social". Esto supone mantener "una relación crítica" frente a la sociedad y a los poderes dominantes en ella. “Así será la Iglesia del futuro, o bien dejará ya de ser", "los responsables oficiales de la Iglesia, junto a una función legítima de conservar lo recibido, tienen asimismo en cuanto tales el derecho y el deber sagrado de cuidar previsoramente de que la Iglesia pueda subsistir en una situación futura" (Rahner, 14 y 30-34).

Seremos pequeño rebaño: "En la sociedad somos una pequeña grey, y seremos una grey aún más pequeña, porque la erosión de los presupuestos de una sociedad cristiana sigue progresando en la sociedad profana y cada vez le quita más base al cristianismo tradicional", "la posibilidad de conseguir nuevos cristianos de un medio ya no cristiano es la única prueba vital y convincente de que el cristianismo tiene hoy también una posibilidad real de futuro".

Por diversos motivos (de mentalidad, de sentido de la vida, de modelos), se dan en la Iglesia grupos de todo tipo “desfasados entre sí": "Entonces al cristiano no le queda otro recurso que contar con esa situación, soportarla con paciencia y mantener en la Iglesia una unidad eficiente, pese a todas las dificultades resultantes de ese hecho". Ahora bien, “¿por qué un grupo no debería considerar al otro como una instancia crítica para sí mismo, cosa que le es absolutamente imprescindible?".

Hacia un futuro imprevisible: "Toda planificación del futuro de la Iglesia en las próximas décadas no nos dispensa de la necesidad de marchar hacia un futuro imprevisible, de la audacia y el riesgo y la esperanza en la insondable gracia de Dios". Se impone una libertad creativa: "es preciso tener el valor de llegar a auténticos imperativos y directrices con una imaginación creadora, en definitiva, inspirada carismáticamente". Hay que sentar prioridades: "Tampoco la Iglesia puede hacer en cada época con la misma intensidad todo lo que está incluido en el ámbito de su misión y su tarea" (Rahner,40-60).

Somos y seguiremos siendo “la Iglesia católica romana”, pero una relación crítica con la Iglesia pertenece a la esencia del cristianismo: "el ejemplo de Pablo frente a Pedro en la Carta a los Gálatas tiene sin duda aún un significado para nosotros", "se puede desear ciertamente que los procesos decisorios en la Iglesia tengan lugar con la participación activa del mayor número posible y transcurran de modo transparente".

Será una Iglesia desclericalizada, es decir, "una Iglesia en la que incluso los responsables oficiales cuenten con alegre humildad con que el Espíritu sopla donde quiere, con que no les ha dejado a ellos una herencia exclusiva; con que los carismas, que nunca son enteramente regulables, pertenecen a la Iglesia de una forma tan necesaria como los cargos oficiales", será una Iglesia que crezca desde abajo, “cuya realidad se apoye más allá de la mera teoría en esa opción libre de fe de los individuos”, “habrá naturalmente también un estamento oficial, porque sin él no puede darse una sociedad”, “este estamento dirá también con todo derecho que estriba en la misión procedente de Cristo y no en la mera asociación de los creyentes". Esto tiene unas consecuencias para el estilo de vida de los responsables oficiales, "hoy todavía demasiado similar al estilo de vida de los funcionarios públicos de la sociedad profana" (Rahner, 66-74).

Será necesaria una fe cristiana de verdad. "El puro empadronamiento civil en una Iglesia confesional no basta desde luego para esa pertenencia a la Iglesia desde un punto de vista personal y teológicamente auténtico. Para ello es necesaria una fe cristiana de verdad", "tenemos en la Iglesia un gran número de personas que pertenecen a ella por causas sociológicas, por tradición, por costumbre familiar, por influjos de la primera infancia, de un modo folklórico”. En muchos casos “no serán nada distintos de muchos que sociológicamente están dentro de ella", más si suponemos la existencia de bautizados en ambos. La Iglesia “debe tratar a los dos grupos más o menos igual". Además, están "quienes poseen un vivo interés por la vida de la Iglesia, por su misión en el mundo, por una confrontación intelectual con la fe cristiana. Propiamente ellos son hoy los que antes se llamaban catecúmenos, que no comienzan a serlo sólo cuando ponen de manifiesto una decisión firme de pertenecer plenamente a la Iglesia". Ahora bien, “si uno no confiesa al Dios vivo y a Jesús como Señor, está fuera de la Iglesia. Ni aun la Iglesia de puertas abiertas es una feria donde pudieran darse cita todas las opiniones".

La Iglesia ha de ser una institución moral, pero no moralizante. Con esto no se pretende atenuar el mensaje de Cristo en sus exigencias morales: "Uno está moralizando cuando expone las normas del comportamiento moral de un modo desabrido y doctrinario", "cuando los principios morales no quedan referidos al núcleo íntimo del mensaje cristiano, que es el mensaje del espíritu vivo, el mensaje de la liberación de una ley meramente externa, el mensaje del amor que, cuando se impone, no está sometido ya a ninguna ley" (Rahner, 84-93).

Experiencia de Dios y experiencia de Cristo: "En el terreno de lo espiritual, somos, hasta un extremo tremendo, una Iglesia sin vida", "¿dónde hay, por encima de toda inculcación racional de la existencia de Dios, una mistagogía de cara a la experiencia viva de Dios que parta del núcleo de la propia existencia?". La Iglesia "no debe degenerar en una asociación humanitaria de beneficencia". Frente a una "cristología de arriba", hemos de anunciar la experiencia de Jesús. Si se parte de esta cristología más primigenia, "se podría conseguir un acuerdo muy amplio (lo cual no quiere decir que sea general sin más) entre quienes se quieren llamar cristianos. Y al revés, la confesión de Jesús como el Cristo y el Señor, palabra última y definitiva de Dios en la historia, podría cobrar vitalidad y tener un talante más libre y alegre". Con esta "doble y única confesión de Dios y de Jesús", la Iglesia puede ser cada vez mejor la Iglesia del misterio.

Hemos de ser una Iglesia abierta: "No podemos quedarnos en el ghetto ni debemos volver a él". Se da una secta "cuando la gran mayoría de un grupo social se retira de hecho o a propósito de la vida pública de la sociedad y se limita a protestar, a ver alrededor un mundo que va de mal en peor, cuyos objetivos y deberes intramundanos no le interesan ya a uno, al menos en cuanto miembro de ese grupo sectario, cuyo estilo de vida está encuadrado por la mayor cantidad posible de prohibiciones de tipo tabú; cuando se procura ofrecer dentro de la secta, de modo autárquico, lo máximo posible de la vida que, al fin y al cabo, hay que llevar; cuando con toda naturalidad se considera como enemigos más o menos peligrosos a quienes no pertenecen a ese grupo; cuando se sabe con toda exactitud y en cada momento cuál es el partido político al que ha de dar su voto un miembro de esa secta" (Rahner,102-115).

Como testigos en medio del mundo. La consecución de nuevos cristianos "no es tanto ni ante todo la salvación de los que, en caso contrario, estarían perdidos, sino la consecución de testigos que como signo para todos pongan de manifiesto la gracia de Dios que actúa en todas partes del mundo", "ha de luchar por la justicia y la libertad, por la dignidad humana, incluso cuando más bien se perjudica a sí misma, cuando una alianza con los poderes dominantes, aunque fuese oculta, a primera vista más bien le favorecería", "nos debería sorprender lo poco que la Iglesia entra en conflicto con las instituciones sociales y con los poderosos". La Iglesia debería ser hoy una Iglesia con valor para dar directrices concretas, "incluso en la actuación sociopolítica de los cristianos en el mundo", "los principios cristianos, mantenidos y expuestos como doctrina autorizada por el magisterio eclesiástico, incurren en una notable abstracción y también en una singular ineficacia" (Rahner,77-79 y 95).

En el futuro habrá pluralismo en la Iglesia: "No tiene por qué amenazar la propia consistencia de una Iglesia firme dogmáticamente y consciente de sí misma, puesto que hay un ministerio que preserva, fomenta y defiende siempre el depósito entero de la fe cristiana, sin por ello tener que tratar expresamente en cada caso de reducir al silencio las voces que surgen en la Iglesia y en torno a ella en contra o con riesgo de esa doctrina".

Será una Iglesia ecuménica. La unidad pretendida y posible será mucho mayor que la que ha presentado nuestra Iglesia desde los tiempos de la Reforma: "una unidad del tipo exacto al que estábamos acostumbrados no se puede ni se debe perseguir siendo realistas, pues ni es realizable ni el dogma católico lo exige de verdad", "la función futura del papado queda referida al mantenimiento de la unidad de la Iglesia, con una gran autonomía de las Iglesias parciales, y a la salvaguardia animosa y decidida de la sustancia fundamental de la fe cristiana" (Rahner,123-129).

* Datos bíblicos. Juan el Bautista y Jesús de Nazaret viven entre dos épocas. En medio del judaísmo convencional resuena la llamada de Juan: "Dad frutos dignos de conversión, y no andéis diciendo en vuestro interior: Tenemos por padre a Abraham" (Lc 3,8). La fe no se recibe por herencia biológica. Se requiere una respuesta personal. A los discípulos de Juan los llaman “nazoreos”, “preservadores” (ver Lc 3,7), también a Jesús (Mt 2,23) y a sus discípulos (Hch 24,5; 19, 1-7). Jesús es bautizado por Juan en el Jordán. Se cumple el salmo mesiánico: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” (Sal 2; Mc 1,11). Jesús empieza a bautizar (Jn 3, 26). El bautismo es señal de conversión (Hch 2,38), señal de ruptura (2,40).  Sin dejar su propia religión, Jesús anuncia el Evangelio: “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar cumplimiento” (Mt 5,17).

El lugar que elige Juan es simbólico. En ese lugar, frente a Jericó, Josué conduce al pueblo para entrar en la tierra prometida cruzando el Jordán (Jos 4,13.19). Hay que volver al principio, empezar de nuevo. Todo está corrompido. La crisis es profunda. Hace falta una nueva alianza, un nuevo pueblo. En ese lugar Elías fue arrebatado “en un carro de fuego” (2 R 2,1-18). Por ese lugar pasa una importante vía de comunicación. Juan es elmensajero que va por delante, “el que ha de preparar el camino del Señor”(Ex 23,20; Mal 3,1), la voz que clama: “En el desierto preparad el camino del Señor” (Is 40,3) “habrá allí un camino recto, vía sacra se la llamará; el impuro no pasará por ella ni los necios por ella vagarán”, “los rescatados la recorrerán. Los redimidos del Señor volverán, entrarán en Sión entre aclamaciones; y habrá alegría eterna sobre sus cabezas. ¡Regocijo y alegría los acompañarán! ¡Adiós, penar y suspiros!” (Is 35,8-10).

Juan remite al que viene después: “Detrás de mi viene el que es más fuerte que yo”, “yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con espíritu santo” (Mc 1,7-8). El discípulo viene detrás del maestro, pero pasa por delante (Jn 3,30). Sobre él reposa el espíritu del Señor: ”El espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista; a liberar a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19;ver PC II, La misión de Juan, La misión de Jesús).

* Comentario. La experiencia del Evangelio lo hace todo nuevo: nueva creación, nuevo nacimiento, nuevo templo, nuevo sacerdocio, nuevo pan. El vino también es nuevo (Jn 2). Esta primera señal, que recoge el evangelista Juan, denuncia ya las viejas instituciones que resultan incompatibles con el Evangelio. El vino nuevo del Evangelio tiene un efecto demoledor sobre las viejas instituciones, revienta los pellejos viejos: "El vino nuevo debe echarse en pellejos nuevos" (Lc 5,38). Jesús cambia el agua de la tradición en el vino del Evangelio. No podemos hacer lo contrario, cambiar el vino del Evangelio en el agua de la tradición. No podemos colocar bajo el celemín la luz del Evangelio. No podemos enterrar el talento recibido. No podemos hipotecar la renovación y la reforma de la Iglesia. No podemos pensar que el Evangelio trae al mundo la paz. Nada de paz, fue división, la paz es fruto de conversión. Estamos llamados a vivir entre dos épocas, abriendo un camino y construyendo un puente que pasarán muchos. El camino es la experiencia del Evangelio y el puente es la revisión de la tradición a la luz de la Escritura. Siguiendo la doble inspiración conciliar, volvemos a las fuentes y establecemos un diálogo evangelizador con el mundo de hoy

3. Cambio estructural de la Iglesia

Se han dado en la Iglesia, dice el obispo Robinson, reflexiones profundas sobre la estructura misionera de la parroquia, por ejemplo, en la tercera Asamblea del Consejo Mundial de las Iglesias, celebrada en Nueva Delhi (1961). La cuestión central que se  suscitó allí fue la de saber “hasta qué punto pueden existir estructuras heréticas en la vida de la Iglesia”, tan perniciosas -si no más- para la pureza de su mensaje y la realización de su misión como ciertas herejías conceptuales.

Algunos interrogantes: ¿Hay estructuras heréticas en la Iglesia?, ¿se necesita un cambio estructural?, ¿debe cambiar la estructura de la Iglesia tal y como está organizada?, ¿cómo será la Iglesia del futuro?, ¿podrá sobrevivir?, ¿a qué precio? La forma de la parroquia territorial ¿limita la misión de la Iglesia?, ¿es impugnable?, ¿es la forma menos impugnada?, ¿debe desaparecer la parroquia?, ¿es una estructura desconectada?, ¿tiene la forma y la medida equivocada?, ¿se necesita una Iglesia abierta en una sociedad abierta?, ¿debe desaparecer la Iglesia de masas?, ¿debe promoverse la Iglesia como comunidad?

* La parroquia territorial. Aquí, los más culpables son los más “ortodoxos”, dice el obispo anglicano. De hecho, este problema se ha planteado en su forma concreta: la norma que ha regido toda nuestra vida eclesiástica durante un millar de años, es decir, la parroquia territorial, ¿no limita ahora la misión de la Iglesia hasta tal punto que se ha convertido en la forma de su presencia más impugnable, aunque no la más impugnada?

Dice Robinson: “No estoy convencido, claro está, de que una nueva Reforma viera en la supresión de la parroquia la forma más característica de la vida de la Iglesia. Después de todo, el cambio a operar sería colosal: más del noventa por ciento del clero de la Iglesia de Inglaterra desempeña un ministerio parroquial (y el porcentaje sería más elevado en los metodistas y en la mayor parte de las demás confesiones)”.

En los tres primeros siglos, la Iglesia carecía de edificios propios y se reunía donde las estructuras del mundo se lo permitían. Cuando la gente se convertía al cristianismo, pasaba a reunirse en las casas de los creyentes o de las asociaciones profesionales. En el siglo IV, la Iglesia aprovechó la ocasión que se le ofrecía para construir un número limitado de grandes basílicas. Pero éstas no eran en realidad iglesias locales, sino que fueron construidas en lo que podríamos llamar los “centros de la cultura”.

De las grandes basílicas “irradiaba el clero itinerante, que salía al encuentro de los hombres en sus mismas casas particulares, en los campamentos militares o en las regiones nuevas y primitivamente paganas. No fue sino hasta el periodo comprendido entre los siglos VIII y X, cuando comenzó a establecerse el sistema parroquial, y aún entonces gran parte del contacto de la Iglesia con el mundo se realizaba a través del trabajo no parroquial de los monasterios. Sólo al llegar la Reforma, la misión pastoral y evangélica de la Iglesia quedó confinada en la parroquia. En esta cuestión, como en todas las demás, los reformadores conservaron el modelo medieval sin alterar seriamente sus estructuras, a pesar de los cambios que operaron en el orden eclesial”.

La parroquia, estructura desconectada. La versión moderna y familiar de una parroquia “no es más que el reflejo de una sociedad fundamentalmente estable en la que la gente aún vivía y trabajaba en un solo sitio. Pero hoy día la gente no vive donde vive; cada vez más, sólo duerme donde vive”, “todas las presuposiciones fundamentales de la vida parroquial son ajenas a nuestras vidas”, “todos conocemos a decenas de personas que, si quisieran identificarse con una actitud cristiana o hacer algo valioso en su vida, considerarían que lo menos pertinente para ellos es integrarse en una parroquia o trabajar en su seno”, “ven la parroquia como una estructura perfectamente desconectada de los centros reales de la vida de los hombres y de los lugares donde se adoptan las decisiones”.

La forma y la medida equivocada. Estoy convencido, dice Robinson, que debemos hacer cuanto podamos por revitalizar los centros parroquiales, pero es injusto esperar que la comunidad local de culto sirva para el ejercicio de ciertas funciones para las que nunca ha sido creada: “En muchos aspectos, la parroquia es un instrumento que no sólo tiene la forma, sino la medida equivocada. Es a la vez demasiado grande y excesivamente pequeña. Reconozco que nadie suele quejarse de que nuestras parroquias sean demasiado grandes. Pero es que la mayor parte de los clérigos carecen de toda experiencia práctica de una parroquia verdaderamente cara a cara y las iglesias vacías no crean tal experiencia, sino muy al contrario”.

Por otra parte, “debido a razones cada vez más imperiosas, la parroquia es hoy día demasiado pequeña y excesivamente local. Su eficacia es muy limitada cuando trata de lograr que el evangelio informe la acción de los principados y potestades del mundo moderno o incluso del individuo en las distintas funciones de su vida pública y privada. Pero esperar que la parroquia pueda acometer esta tarea es, simplemente, acrecentar aún su sentimiento de impotencia”.

Una Iglesia abierta en una sociedad abierta. Es la propuesta del filósofo católico Michael Novak (1933-2017): que la Iglesia, deliberadamente, “haga suyas las formas de la sociedad secular y pluralista”. En la sociedad abierta de nuestro tiempo “la Iglesia puede vivir en condiciones altamente favorables a sus necesidades internas. Ninguna forma de vida anterior se adapta mejor a la manifestación del mensaje evangélico: la libertad del acto de fe, la libre comunidad de creyentes, la asistencia de los fieles a sus prójimos”.

Hay que partir de ambos extremos. Por supuesto, dice Robinson, dada la situación histórica en que nos hallamos, no podemos partir de cero: “Como obispo, estoy metido hasta el cuello en la organización eclesiástica, y soy consciente de lo mucho que esta organización impide, en lugar de favorecer, el trabajo en pro del reino”. Pero, dicho esto, “hay que quitarse el abrigo, el alzacuello, o la mitra y partir asimismo del otro extremo. Porque ninguna reforma de la estructura existente bastará para satisfacer las necesidades de la nueva Reforma”.

Entonces surge la cuestión: ¿Cómo debe ser un obispo misionero en la sociedad secular de nuestro siglo?  Debería ser, dice Robinson, el equivalente episcopal de un sacerdote obrero, convertido en el modelo normativo del ministerio bajo la forma de servidor: “Su cometido específico sería la supervisión y coordinación, teológica y práctica, de todos aquellos ministerios que parten del otro extremo. Pero creo que es igualmente importante, sobre todo durante este periodo de encabalgamiento de dos épocas, que con la misma firmeza tenga un pie asentado en el seno de la organización de la Iglesia y el otro fuera de ella. Incluso, de una manera simbólica, sería quizá deseable que se le pagara mitad y mitad. Porque es esencial que la institución no pueda repudiarlo -si así lo hiciera, este obispo se convertiría en un hombre extravagante y la institución seguiría impertérrita su camino”.

Sin embargo, ¿puede trabajar la Iglesia desde ambos extremos a la vez sin que se parta por la mitad? Tal será la prueba de su unidad a partir de ahora. La división y la desintegración interna de cada confesión, de cada iglesia local, e incluso de cada cristiano, generada por la tensión de vivir en el encabalgamiento de dos épocas, es una posibilidad excesivamente real.

Entonces, ¿podrá sobrevivir la Iglesia? Creo que sí, dice Robinson. Ni más ni menos. Y por ello una nueva Reforma constituye una apasionante y real posibilidad divina. Pero no subestimemos su precio. Para fijarlo, nada mejor que estas palabras del teólogo de la Iglesia Reformada holandesa Albert van den Heuvel: “Dejemos que sigan viviendo en la antigua estructura los que se sienten satisfechos de ella, pero no les dejemos que impidan realizar a los demás su vocación en el mundo de hoy” (Robinson, 150-167).

* ¿Cómo será la Iglesia del futuro? Será, dice Rahner, una Iglesiadesde la base, será comunidad: "Una Iglesia que se construirá desde abajo por medio de comunidades de base de libre iniciativa y asociación". La Iglesia no se hará presente como antes, asumiendo y prolongando los hijos el estilo de vida de los padres y siendo bautizados y adoctrinados por la Iglesia: "La Iglesia sólo se hará presente al irse haciendo de modo continuo mediante la decisión libre de fe y la libre formación de comunidades por parte de los individuos, inmersos en una sociedad profana que no estará ya de entrada marcada cristianamente".

¿Y las parroquias? Es claro que aquí y ahora no se pueden suprimir las parroquias, repartidas territorialmente de un modo uniforme, al estilo de los puestos de policía. Tanto más cuanto que es posible que ya hoy haya parroquias concretas que, por su estructura y vitalidad, se aproximen a las comunidades de base a que nos referimos. Pero las parroquias en el sentido de distritos administrativos de la Iglesia oficial, que atiende desde arriba a las personas, no son las comunidades de base que desde abajo han de edificar la Iglesia del futuro: “Por razones teológicas y también por el testimonio de la historia resulta que las parroquias concebidas a partir de un determinado territorio no pueden constituir por sí mismas los elementos básicos de la Iglesia".

Si se constituyen comunidades vivas, si tienen y alcanzan una cierta estructura, una cierta firmeza y estabilidad, “tienen tanto derecho como una parroquia territorial a ser reconocidas como elementos básicos de la Iglesia, como Iglesia, por la Iglesia del obispo y por la Iglesia universal, aunque su principio asociativo concreto no sea un territorio señalado por la curia diocesana y que comprende sin más a los cristianos allí residentes".

Naturalmente que una comunidad de base se habrá desarrollado más allá de un grupo de afinidad, de una pequeña asociación eclesial de pocos cristianos, para convertirse en un elemento básico de la Iglesia, en una iglesia local, tal como antes lo era o al menos lo debía ser la parroquia, tan sólo cuando esa comunidad de base pueda realmente hacerse cargo de las funciones esenciales de la Iglesia (en el anuncio organizado del evangelio, en la administración de los sacramentos, en el amor cristiano, etc) y ser el lugar evidente para la celebración siempre renovada de la eucaristía: “Si se da una tal comunidad procedente de abajo y formada por la libre opción de fe de sus miembros, tiene derecho a ser reconocida como Iglesia del obispo y a que éste reconozca, mediante la ordenación a su dirigente, en tanto que pueda cumplir las funciones necesarias".

Dirigentes de la comunidad.Las cualidades y condiciones exigidas para el dirigente pleno de la comunidad (también en cuanto presidente de la eucaristía) no han de adecuarse al modelo de un sacerdote que pudiera llevar a cabo su misión en cualquier otra parte y ejercer también funciones que sobrepasan las de una pequeña comunidad de base, sino que “han de ser consideradas con relación a la comunidad de base y a las necesidades de su dirección en la situación concreta". El sacerdote, en cuanto dirigente de una comunidad local, “no tiene por qué ser considerado según el esquema de un funcionario estatal, que es trasladado, asciende y es el representante de un Estado, que se presenta como un poder extraño ante un determinado grupo humano, siendo propiamente el que lo organiza". Si la Iglesia en una situación concreta no puede encontrar, sin renunciar a la obligación del celibato, un número suficiente de esos dirigentes sacerdotales de comunidad, “entonces es evidente que ha de renunciar a esa obligación y no tiene por qué discutirse más teológicamente".

En este contexto podría plantearse la pregunta de “si hoy o al menos mañana no hay que tener en cuenta, a partir de la situación social profana, a una mujer igual que a un hombre para dirigir una comunidad de base, confiándosele mediante la ordenación el ministerio sacerdotal".

Integración eclesial. Estas comunidades de base tienen el deber de mantener la unidad con la Iglesia del obispo: “Deben por ello constituirse como miembros de la gran Iglesia, aunque ello requiera, desde su propio punto de vista, ciertos sacrificios y renuncias; tienen que observar las leyes legítimas de la Iglesia universal que se puedan cumplir; con todas sus peculiaridades, incluso teológicas, que puedan tener, no han de pretender desarrollar una teología propia sectaria y herética; tienen que mantenerse abiertas, de un modo autocrítico, a la vida de la Iglesia universal en verdad y amor, prestando también su contribución concreta por encima de las fronteras; su peculiaridad no debe extremarse tanto que no se lleven a cabo o queden atrofiadas determinadas funciones necesarias, supervisadas por la Iglesia del obispo en orden a su ejecución. Pero todo ello no excluye que una comunidad de base tenga su propia estructura y, si se quiere llamar así, una constitución que exija de sus miembros, libremente adheridos a ella, algo que raya realmente más allá de lo que una parroquia actual puede esperar de los suyos" (Rahner, 132-136).

Si una comunidad de base es realmente viva, si es el resultado de una opción libre de fe cristiana en medio de un mundo secularizado, en el que el cristianismo no puede apenas ser ya transmitido con el poder de la tradición social, “entonces la organización eclesial en su conjunto es un servicio a esas comunidades, y no son, al revés, las comunidades medios para el fin de una burocracia eclesial que pretende defenderse y propagarse a sí misma". No se niega que en muchos casos, o incluso en la gran mayoría, una comunidad de base surja de un desarrollo vital de las actuales parroquias: “El concepto de comunidad de base no excluye el principio territorial para formar la comunidad, aun cuando tampoco lo incluya necesariamente. En la práctica, la mayor parte de las comunidades de base estarán también condicionadas territorialmente en alguna medida, porque de hecho las cosas son así, aunque con ello no se afirma tampoco que el territorio de una comunidad de base excluya de suyo geográficamente el territorio de otra".

Liturgia comunitaria. En una comunidad de base “será normal que todos se responsabilicen del servicio divino, colaborando activamente; que todos, cada uno a su estilo, tomen parte activa en el anuncio del evangelio y en su actualización con vistas a la situación concreta de la comunidad; que, por tanto, se lleve a cabo la llamada homilía participada; que se suscite en la comunidad en cuanto tal una conciencia cristiana; que los miembros de la comunidad, y también las familias en cuanto tales, asuman una responsabilidad mutua con una ayuda muy concreta; que la comunidad desempeñe su misión a la Iglesia y al mundo, más allá de sus propias fronteras”. Además, "hay que procurar un auténtico término medio, evitando tanto una introversión sectaria de la comunidad en sí misma como también una atenuación tal de las exigencias a cada uno que la comunidad de base vuelva de nuevo al nivel de una parroquia a la antigua, en la que quizá un núcleo, pero no la comunidad en cuanto tal, se aproxime al ideal de una comunidad de base" (Rahner,139-143).

Una comunidad cristiana auténtica. Un cristianismo concreto y vivo no puede transmitirse hoy ni sobre todo mañana, simplemente con el poder de una sociedad cristiana homogénea, que cada vez la hay en menor medida, ni con medidas administrativas desde arriba ni con la enseñanza religiosa, sino “mediante el testimonio y la vida de una comunidad cristiana auténtica, que vive en concreto lo que quiere decir propiamente cristianismo. Estas comunidades no pueden abarcar ya en el futuro territorial y socialmente el conjunto de la población; pero si al mismo tiempo están volcadas hacia fuera con auténtica intensidad y apertura, podrán ser exponentes de la auténtica fuerza misionera de la Iglesia para el futuro".

Asentamiento civil y eclesial:“Quizá sería muy útil que los juristas se fuesen preocupando con tiempo de cómo podría constituirse jurídicamente (según el derecho de asociación, patrimonial, etc) una tal comunidad de base del futuro, de cómo podría concebirse según el derecho civil su relación con la Iglesia del obispo, etc., para que así la comunidad de base obtenga una consistencia jurídica profana lo más firme posible, estando asentada también de un modo eclesial y teológicamente correcto". En una previsión correcta del futuro habría que incluir esas consideraciones jurídicas sobre el status de una comunidad de base en la sociedad, yendo más allá de las necesidades de ese tipo que ya hoy tiene una comunidad de base, “si es que es de nueva formación y no significa simplemente nueva vida dentro de la parroquia tradicional, con lo cual estaría ya respaldada jurídicamente" (Rahner, 143-145). Ver a este respecto Asociaciones canónicas de fieles, Simposio celebrado en Salamanca del 28 al 31 de octubre de 1986, organizado por la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad Pontificia.

La Iglesia del futuro ha de ser una Iglesia democratizada. Dejando por el momento de lado al ministerio supremo del Papa, "no hay propiamente derecho divino alguno referente a la manera de elegir y designar en concreto al que haya de ocupar otro cargo cualquiera en la Iglesia".

Actitud crítica ante la sociedad. No se puede dejar fuera la cuestión del “servicio de la Iglesia al mundo, el compromiso social y crítico de la Iglesia en todos sus miembros y grupos diversos”. Si por las razones más diversas la sociedad puede y debe ser cambiada, "en una tal sociedad, el amor al prójimo adquiere también (no sólo) un carácter sociopolítico, se vuelve necesariamente voluntad de mejorar la sociedad; no es sólo sentimiento ni relación privada entre los individuos, sino que aboca al cambio de las instituciones sociales, si es que es lo que ha de ser". En caso contrario, estaría justificada la sospecha de que "la Iglesia es una potencia conservadora, defensora de lo establecido".

Amor fraterno. Una vez que una persona ha recibido ya las cosas que necesita, que le corresponden por derecho o por deseo, le falta aún siempre aquello de lo que tiene más necesidad: “Aquí hay una tarea social para las comunidades de base". En la comunidad de base “se da el ámbito adecuado para un amor al prójimo lejano, que no es ni mera simpatía espontánea ni justicia institucionalizada". Sólo allí puede ser una misma cosa “la ayuda material y el encuentro personal" (Rahner,145-159).

* Datos bíblicos. En medio del judaísmo sociológico, resuena la llamada de Juan y de Jesús: “Dad frutos dignos de conversión” (Lc 3,8). La fe no se recibe por herencia biológica. Se requiere una respuesta personal. El Evangelio crea un templo nuevo en las primeras comunidades. Éstas son la gloria del olivo. El olivo, típico de Palestina, es símbolo del justo “como olivo verde” en la casa de Dios (Sal 52), de sus hijos “como renuevos de olivo” en torno a su mesa (Sal 128), de los dos ungidos (Za 4,11) y los dos testigos (Ap 11,3) que están en pie ante el Señor de toda la tierra, de la Sabiduría cuyas ramas son “ramas de gloria” (Eclo 24, 14-16), del pueblo judío del que “queda un resto” (Rm 11,4-24), algunas ramas fueron desgajadas. Las primeras comunidades son ramas del olivo judío (comunidades judeo-cristianas) o ramas del “olivo silvestre” injertadas en el olivo judío, “olivo cultivado” (comunidades gentiles).

Las primeras comunidades tienen su origen en la comunidad de discípulos de Jesús. Cuando evangeliza, Jesús no está solo, comparte su misión. Están los doce (Mt 10,1), están los setenta y dos (Lc 10,1), están las mujeres que acompañan a Jesús (8,1-3). La comunidad es la nueva familia del discípulo (Lc 8,21). En la comunidad se vive el amor fraterno (Jn 13,35); en ella se recibe la enseñanza especial del Evangelio (Mc 4,34); ella difunde el Evangelio recibido: “Vosotros sois la luz del mundo”, dice Jesús (Mt 5, 14).Dentro del judaísmo, Jesús instituye a los doce (Mc 3, 16-19), querepresentan al nuevo Israel. Israel significa “que Dios reine”. Para ello se requiere “una nueva alianza” (Jr 31,31), “no todos los descendientes de Israel son Israel” (Rm 9, 6;ver PC VI, Un templo nuevo).

Acerca de los dirigentes dice Jesús: “Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera ser primero entre vosotros, será vuestro servidor” (Mt 20,26). Las primeras comunidades tienen sus dirigentes: apóstoles y presbíteros (Hch 15,23), profetas y maestros (13,1), obispos y diáconos (Flp 1,1). Se habla también de evangelizadores y pastores (Ef 4,11). Los términos no son aún fijos ni tampoco corresponden con los actuales. Hay también profetisas y diaconisas (Hch 21,9 y Rm 16,1). En la comunidad de Jerusalén, junto a los apóstoles, Santiago, “el hermano del Señor”, aparece como el gran dirigente, rodeado de un consejo de ancianos (presbíteros), según el modelo de las sinagogas judías (Hch 15,13.22). Entre los cristianos de lengua griega  (Flp 1,1; 1 Tm 3,1-8) se usan términos de carácter general: inspectores (obispos) y servidores (diáconos).

* Comentario. Desde ambos extremos, siguiendo la doble inspiración conciliar, volvemos a las fuentes y establecemos un diálogo evangelizador con el mondo de hoy. Tanto en el judaísmo sociológico, como en la vieja cristiandad, la estructura religiosa es de masas, masificada, se reproduce por herencia biológica. En general, no hay conversión personal, no se comparte la experiencia de fe, no hay una comunidad viva. Los dirigentes ejercen un poder autoritario y absoluto. Sin embargo, “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29). En el “cesaropapismo” el César se hace Papa, el poder temporal interviene e interfiere en los asuntos de la Iglesia. En el “papocesarismo” el Papa se hace César, el poder eclesiástico interviene e interfiere en los asuntos del Estado. De una forma especial, el papado ha tenido un desarrollo autoritario y absoluto que es preciso revisar, pues constituye el gran obstáculo en el camino de la unidad de los cristianos. Desde ambos extremos, las grandes Iglesias cristianas deben revisar su propia tradición a la luz de la Escritura: “Sacaréis agua con gozo de las fuentes de la salvación” (Is 12,3).

4. Las tablas de la reforma

Llevamos más de un siglo rezando por la unidad de las Iglesias. También se ha dialogado y se han hecho declaraciones conjuntas. Pero con eso no basta. Para que se cumpla la oración de Jesús: “Que todos sean uno” (Jn 17, 21), hay que moverse, desinstalarse, cambiar. Durante cuarenta días y cuarenta noches Moisés subió al monte y escribió las tablas de la alianza (Ex 24,12-18) fuera de las cuales no hay relación fraterna. Tratándose ya de “la “ley del espíritu” (Rm 8,2), no son tablas de piedra, sino “tablas de carne, en los corazones” (2 Co 3,3) de las que hablamos aquí.

Algunos interrogantes. ¿Hay unas leyes que son condición necesaria de la unidad de la Iglesia? Aparte de orar y dialogar, ¿se necesita renovación y reforma?, ¿hay que volver a las fuentes?, ¿se requiere conversión personal y eclesial?, ¿hay que revisar la propia tradición a la luz de la Escritura?, ¿hay que recuperar la fe que proclama Pedro como el centro del mensaje cristiano?, ¿hay que recuperar la diversidad de carismas y servicios de las primeras comunidades?, ¿hay que recuperar la función del papa según el modelo original: “primero entre iguales” (primus inter pares)?, ¿hay que recuperar lo que significa el bautismo en la primera comunidad cristiana?, ¿hay que recuperar la interpretación de la eucaristía (inhabitación) que hace Jesús?, ¿hay que recuperar la figura de María, tal y como aparece en los evangelios?, ¿hay que abordar no sólo cuestiones dogmáticas sino también cuestiones éticas?, ¿hay que recuperar la conciencia catecumenal de la Iglesia?, ¿hay que recuperar la experiencia del Evangelio?. ¿hay que sacudir el polvo imperial acumulado en la Iglesia desde Constantino?, ¿hay que recuperar la comunidad perdida de los Hechos de los Apóstoles?  

* Veamos algunas claves más importantes que hemos ido abordando y que pueden ser consideradas como tablas de la reforma, como leyes que son condición necesaria de la unidad de la Iglesia. Se requiere oración y diálogo, pero nobasta. Hace falta renovación y reforma. En el diálogo ecuménico, dice el Concilio, “todos adquieren un conocimiento más auténtico y un aprecio más justo de la doctrina y de la vida de una Comunión”, “todos examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo sobre la Iglesia y, como es debido, emprenden animosamente la tarea de renovación y de reforma” (UR 4).

Dice el cardenal Kasper: “Sin oración, conversión, renovación y reforma, sin un ser recreados por el Espíritu, no es posible el ecumenismo”. El ecumenismo no puede ser sólo hacia fuera, sino también hacia dentro “mediante la reforma y la renovación de la propia Iglesia Católica. El ecumenismo no es posible sin conversión”. Lo dijo el Concilio Vaticano II. El ecumenismo incluye también “la renovación y la reforma de nuestra propia Iglesia, de suerte que, alcanzando una mayor perfección, se convierta en signo auténtico y testigo del Evangelio y en invitación a otros creyentes” (UR 4). No se trata sólo de una “perenne reforma”(UR 6), sino de una reforma radical, es decir, de una reforma que vuelva a las raíces de la experiencia original.

* Hay que volver a las fuentes, una de las grandes inspiraciones conciliares. Hay que volver al Evangelio, a los Hechos de los Apóstoles, a la experiencia de las primeras comunidades cristianas. El concilio Vaticano II fue convocado para esto: “para devolver al rostro de la Iglesia de Cristo todo su esplendor revelando los rasgos más simples y más puros de su origen” (Juan XXIII, 13 noviembre 1960). El concilio Vaticano II ve en el texto de los Hechos (Hch 2,42-47) el modelo, no sólo de la vida religiosa (PC 15,1), de la de los misioneros (AG 25,1) y de los sacerdotes (PO 17,4 y 21,1), sino de todo el pueblo de Dios (LG 13,1; DV 10,1; Osoro Sierra, C., De dos en dos, 220-221).

La Iglesia ha ofrecido diversas imágenes de su estructura visible a lo largo de la historia: “Todo el trabajo llevado a cabo a través de los siglos precedentes, dice Pablo VI, no nos exonera de la colaboración con el divino constructor. Es más, nos impulsa no sólo a un fiel empeño de conservación ni mucho menos a un tradicionalismo pasivo o a una hostil repulsa de la innovación perenne de la vida humana: nos llama a recomenzar de nuevo (ricominciare da capo); recordando -esto sí- y custodiando celosamente aquello que la historia auténtica de la Iglesia ha ido acumulando para esta y las futuras generaciones, pero sabiendo al mismo tiempo que el edificio -hasta el último día de la historia- reclama un nuevo trabajo, requiere una construcción fatigosa, fresca, genial, como si la Iglesia, el divino edificio, hubiera de comenzar hoy la aventura de su tensa búsqueda de las alturas del cielo (cfr. 1 Cor 3,10; 1 Pe 2, 5)” (Alocución de 8 de junio de 1976). 

* Se requiere un nuevo Pentecostés que alumbre la nueva “ley del espíritu” en el corazón de la Iglesia. Una reforma no es “ni una línea de conducta ni un programa, aunque entrañe ambas cosas, dice el obispo Robinson. Es la respuesta a una moción del Espíritu. Y quizá sea esto, más que ninguna otra cosa, lo que distingue al cristiano del humanista no cristiano”, “el humanismo en la acepción moderna del término, como sistema autosuficiente, es básicamente una filosofía del arréglatelas tú mismo: el hombre debe forjar su propio destino y crear sus propios valores. Para el cristiano, en cambio, la vida es esencialmente una respuesta, …una gracia y una exigencia, a cuyo servicio, y sólo en él, puede encontrar la vida, la paz y la libertad”.

* La unidad de la Iglesias requiere conversión individual y eclesial: “El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior. Porque es de la renovación interior, de la abnegación propia y de la libérrima efusión de la caridad de donde brotan y maduran los deseos de la unidad”. A las faltas contra la unidad se pueden aplicar las palabras de San Juan: “Si decimos que no hemos pecado, hacemos a Dios mentiroso y su palabra ya no está en nosotros” (1 Jn 1,10; UR 7). La parábola de la rueda es una parábola ecuménica. La formulamos así en El día de la cuenta (2002): "En la parábola de la rueda, no se trata de que el radio anglicano se convierta al romano o que este se convierta al griego. No, se trata de que cada radio se convierta al eje que es Cristo y allí, unos y otros, nos encontraremos. Así de sencillo, se encuentre cada uno donde se encuentre" (DDC, 395). Sin embargo, “no hay que engañarse. La unidad de los discípulos, por la que ora Cristo, es problema de conversión”.

Juan Pablo I dijo a don Germano Pattaro, su consejero teológico: “Ay de nosotros, si obstaculizásemos el camino ecuménico con interpretaciones reductivas o retrasáramos las nuevas orientaciones misioneras de la Iglesia, nacidas bajo la fuerza inspiradora del Espíritu Santo”. Le dijo también: “Tú has escrito que la nueva frontera de los cristianos es la teología del ecumenismo. Un campo muy vasto de estudio, de verificación y de confrontación con las Iglesias hermanas, con el judaísmo y las demás religiones universales. La Iglesia, en tu opinión, se abre a un futuro de esperanza y de unidad en Cristo Señor, sin pedir que se cancele la identidad de cada confesión” (Bassotto, 124).

* Hay que revisar la propia tradición. No se quiere decir, dice Kasper, que haya que desertar de la propia tradición, sino que “es necesario entender esta de forma más profunda y abarcadora y, en esa misma medida, más abierta”. El cardenal Ratzinger lo formuló de la siguiente manera: “Las Iglesias deben seguir siendo Iglesias y convertirse progresivamente en una sola Iglesia” (Kasper, 166, 297 y 447). Hay que revisar la tradición a la luz de la Escritura. Si la tradición está de acuerdo con la Escritura, no hay problema. Si no lo está, hay que revisar la tradición. Dice el Vaticano II: “El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendada sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo. Pero el Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio” (DV 10). Es importante el aviso del profesor Schmaus: “Como lo muestran algunos ejemplos históricos, hay que contar con que a veces se introducen elementos no cristianos e incluso anticristianos en la conciencia general de los creyentes”. Entonces, si la Escritura no entra en función como “norma crítica”, no sólo se puede producir una “confusión en la fe” sino también “una incalculable catástrofe humana” (Schmaus I, 205).

* Hay que recuperar la fe que proclama Pedro como el centro del mensaje cristiano: "A Jesús Nazareno, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios le resucitó ...de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del padre el espíritu santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís" (Hch 2,22-33),"sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado" (2,36).Pablo confiesa lo mismo: “Anunciamos a un Cristo crucificado” (1 Co 1,23), “del linaje de David según la carne, constituido hijo de Dios con poder, en virtud del espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (Rm 1,3-4). La confesión de fe se expresa en fórmulas breves: "Jesús es Señor" (1 Co 12,3), "Jesús es el Cristo" (1 Jn 2,22), "Jesús es el hijo de Dios" (Hch 8,37; 1 Jn 4,15; Hb 4,14). No lo olvidemos, necesitamos que nos lo diga el mismo Dios: "Nadie conoce bien al hijo sino el padre" (Mt 11,27), “nadie puede decir: ¡Jesús es Señor!, sino en espíritu santo” (1 Co 12,3). Un fragmento hallado en la cueva 4 de Qumrán dice en arameo que el Mesías “será llamado Hijo de Dios”, “le llamarán Hijo del Altísimo” (4Q246). Ambas expresiones son títulos mesiánicos.

* Hay que recuperar la diversidad de carismas y de servicios que se da en las primeras comunidades. Se han complicado mucho las cosas. Todo es más sencillo. Hay que relativizar lo que es relativo. Las primeras comunidades cristianas tienen sus dirigentes: apóstoles y presbíteros (Hch 15,23), profetas y maestros (13,1;2 P 3,2), obispos y diáconos (Flp 1,1), evangelizadores y pastores (Ef 4,11). Los términos no son aún fijos ni tampoco corresponden con exactitud a los actuales. Los diferentes servicios van apareciendo poco a poco, según los lugares y las necesidades. Hay también profetisas (Hch 21,9) y diaconisas (Rm 16,1). Los doce aparecen en la comunidad cristiana como un grupo especial: garantizan la continuidad de la misión de Jesús y organizan la vida de la comunidad (Hch 2,42;8,14-17).

En la comunidad de Jerusalén, vemos a Santiago, "el hermano del Señor", como dirigente, rodeado de un consejo de ancianos (presbíteros), según el modelo de las sinagogas judías (15,13.22). Entre los cristianos de lengua griega (Flp 1,1;1 Tm 3,1.8) se usan términos de carácter general: inspectores (obispos) y servidores (diáconos). En la comunidad de Jerusalén son elegidos también los siete, que se ocupan del sector griego de la comunidad (Hch 6,2).

Hay diferencias entre el presbítero Pedro (1 P 5,1) o el presbítero Juan (2 Jn 1; 3 Jn 1) y los presbíteros de sus comunidades, pero no tanta. Hay diferencia entre el apóstol Pablo y los dirigentes de sus comunidades (inspectores, servidores), pero no tanta. Recordemos lo que dice Jesús: “Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y los grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera ser grande entre vosotros, será vuestros servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el hijo del hombre ha venido a ser servido sino a servir” (Mc 10, 42-45)..

* Hay que revisar la función del papa: “A comienzos del tercer milenio, al papa se le pide una forma de ejercer su función, realmente evangélica y ecuménica” (DDC, 29). El papado (tal y como se ejerce en los últimos quince siglos) es un gran obstáculo en el diálogo ecuménico: “El papado, tal como hoy se presenta, no tiene ninguna oportunidad ecuménica en el siglo XXI”, dice el teólogo Otto Hermann Pesch (Selecciones de Teología 38, 1999). Lo reconoce Juan Pablo II en su encíclica Ut unum sint (1995): “Estoy convencido de tener al respecto una responsabilidad particular, sobre todo al constatar la aspiración ecuménica de la mayor parte de las Comunidades cristianas y al escuchar la petición que se me dirige de encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva” (n. 95). Sin embargo, Juan Pablo II no hizo nada para resolver el problema. En realidad, con su “renovación imperial”, protagonizó el obstáculo. Hay que recuperar la función original del papa como “primero entre iguales” (primus inter pares), sin dilaciones indefinidas. Si esto sucede, no hay capacidad de reforma. El dogma de la infalibilidad del papa fue definido por el Concilio Vaticano I en 1870.

* Hay que recuperar lo que significa el bautismo. En la actualidad, en las Iglesias evangélicas la práctica mayoritaria es el bautismo de adultos. Los Hechos de los Apóstoles muestran el lugar central que ocupa el bautismo en la primera comunidad cristiana. Quienes acogen el Evangelio, reciben el bautismo. Las palabras de Pedro les llegan al corazón y preguntan: ¿Qué tenemos que hacer? Pedro les dice: "Convertios y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del espíritu santo"(Hch 2, 38). Las primeras comunidades bautizan"en el nombre de Jesucristo" (Hch 2,38),"en Cristo" (Gal 3,27; Rm 6,3), "en el nombre del Señor Jesús" (Hch 19,5) o bien en "espíritu santo" (19,3).

Para Pablo el bautismo es la verdadera circuncisión: “A vosotros que estabais muertos en vuestros delitos y en vuestra carne incircuncisa, os vivificó” (Col 2,11-12). Para Pedro es una “regeneración” (1 P 1,23), el “arca de Noé” (1 P 3,2021). Como incorporación a la Iglesia, el bautismo de niños se termina asociando a la circuncisión realizada “al octavo día” (Hch 7,8). Se alegan los casos en los que, en la Iglesia naciente, se bautiza la casa o la familia: Cornelio (Hch 10,25-48), Lidia (16,15), el carcelero (16,33), Estéfanas (1 Co, 1,16). Policarpo, antes de morir mártir por Cristo (+155), declara: “Hace 86 años que le sirvo”. Se supone que fue bautizado de niño. Sin embargo, Agustín fue bautizado de adulto, el 24 de abril del año 387 a los 32 años. Son dos tradiciones que deben respetarse.

* Hay que recuperar lo que significa la eucaristía. Ante el misterio de la eucaristía, la gente choca con un burdo realismo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? En realidad, Jesús se da, se entrega, anuncia veladamente su muerte violenta. Es "el Hijo del hombre" sacrificado por poderes bestiales (Dn 7). Jesús pasa del simbolismo del "pan del cielo" (Ex 16,4) al del cordero pascual, cuya sangre es derramada: "Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros" (24,8). Jesús es "el cordero de Dios" sacrificado el día de pascua: "Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida" (Jn 6,55). Su presencia nueva más allá de la muerte es alimento, inhabitación mutua, nueva alianza: "El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él" (6,56). El Señor resucitado está en nosotros y nosotros en él. La vida eterna (6,47), a la que resucitan los muertos, es ya posesión de los vivos que creen en él. Muchos discípulos, al oírle, dijeron: "Es duro este lenguaje". Sin experiencia de fe, no se entiende. Es fruto del espíritu: "El espíritu es el que da vida" (6,63).

* Hay que recuperar la figura de María, tal y como apareceen los evangelios. En el evangelio de San Juan "la madre de Jesús", sin decir su nombre, aparece al principio y al final: en la boda de Caná (Jn 2,1-5) y al pie de la cruz (19,25). En los demás, fuera del evangelio de la infancia, María aparece poco y, cuando aparece, se dice que lo que importa no es la relación familiar, sino la escucha de la palabra de Dios. Una vez, estando hablando Jesús a la gente, alzó la voz una mujer y dijo: "Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron". Jesús replicó: "Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan" (Lc 11,27-28).

El dogma de la Inmaculada Concepción fue definido por el papa Pío IX en 1854. María es "llena de gracia" (Lc 1,28), enemiga del mal (Gn 3,15) desde su concepción. El dogma de la Asunción fue definido por Pío XII en 1950: "Terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo" (LG 59). María está resucitada y vive en plenitud. Pero no sólo María, “los muertos resucitan” (Lc 20, 37). Ahora bien, María tiene una dignidad especial: "Todas las generaciones me llamarán dichosa" (Lc 1,48). Su acogida de la palabra repercute en la salvación de muchos. Es "la madre de mi Señor" (Lc 1,43), la madre del Señor, el Cristo, el Mesías, el rey del reino de Dios. En la Iglesia es invocada como Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora (LG 62). Su mediación "no disminuye ni oscurece la mediación única de Cristo, antes bien muestra su eficacia" (LG 60). El concilio de Éfeso (año 431) la llama "madre de Dios". Sin embargo, en el Nuevo Testamento la palabra “Dios” se refiere sólo al Padre. Una vez más, hay que revisar la tradición a la luz de la Escritura.

* En general, las grandes confesiones cristianas no pasan la “cordillera dogmática” de los siglos IV y V. Según el teólogo alemán M. Schmaus, la palabra “consustancial”, que el Concilio de Nicea (325) aplicó a Cristo y que el concilio de Constantinopla (381) aplicó también al Espíritu Santo, está tomada de los gnósticos: "Para exponer la fe, el Concilio usa como concepto clave el designado con la palabra homousios (consustancial), tomada de los gnósticos". Dice también: "La lucha por imponer la doctrina conciliar llenó los siglos cuarto y quinto. Al principio se trataba de la relación del Hijo al Padre, sin reflexionar sobre la relación del Espíritu Santo a estos dos. Desde el 360 aproximadamente se incluyó al Espíritu Santo en la discusión, atribuyéndole a Él también la "homousía", es decir, la igualdad en la posesión de la única esencia" (Schmaus, El Credo de la Iglesia Católica I, Rialp, Madrid, 1970, 600; ver Proyecto catecumenal II, En un mismo espíritu). Hay que revisar la tradición a la luz de la Escritura.

No sólo están las cuestiones dogmáticas, sino también las cuestiones éticas: “Se trata, dice Kasper, de la protección de la vida desde la concepción hasta la muerte natural, de la dignidad conferida por Dios al hombre y los derechos humanos fundamentales, del matrimonio y la familia, de la vivencia responsable de la sexualidad humana, de las complejas nuevas cuestiones de bioética”, “en estos ámbitos, el entendimiento entre las Iglesias se ha tornado, por desgracia, más difícil”, “debemos volver a esforzarnos por encontrar respuestas comunes a los asuntos mencionados sobre el fundamento compartido del decálogo y las enseñanzas  éticas del Evangelio. Sólo así podremos ser conjuntamente sal de la tierra y luz en el mundo”.

Probablemente, “aparecerán nuevas formas de unidad en la legítima diversidad y de diversidad en el seno de la unidad mayor. No siempre será posible encajarlas a la fuerza en los ordenamientos canónicos preexistentes. Las discrepancias perderán con ello su carácter separador; serán, por así decir, desemponzoñadas e integradas con virtud fecundante y enriquecedora en la totalidad del único cuerpo de Cristo” (Kasper, 31-33).

* Hay que recuperar la conciencia catecumenal de la Iglesia. La experiencia del Evangelio va por etapas: primero se siembra la palabra de Dios, luego crece y finalmente produce frutos (Mt 13,3-9). Formando todavía parte del equipo europeo de catecumenado, publiqué en la revista Ecclesia un artículo titulado Intercambio catecumenal, vía ecuménica. En mi artículo destacaba que no se trataba de un catecumenado común, sino de un intercambio catecumenal que se había convertido, así lo experimentamos todos, en vía ecuménica. Hay que fomentar la experiencia catecumenal como vía ecuménica. El proceso catecumenal de los primeros siglos pertenece a un tiempo en que aún no se habían producido las grandes divisiones. Hay que recuperarla dimensión catecumenal de la Iglesia, de las Iglesias. El artículo terminaba con el conocido dicho: “Cuando los hombres cierran las puertas, el Señor derriba las murallas. Como en Jericó, a toque de trompeta” (Jos 6; Ecclesia 2226. 1985, 16). Cinco años después, La Conferencia Europea de Catecumenado publicó el libro Los comienzos de la fe, que recogía 25 años de experiencia catecumenal en Europa (Paulinas, 1990).

* Hay que recuperarla experiencia del Evangelio, el camino de la fe cristiana. Esta tiene su modelo en Jesús. Recordamos lo que dice el teólogo Karl Rahner: "En el terreno de lo espiritual, somos, hasta un extremo tremendo, una Iglesia sin vida", "¿dónde hay, por encima de toda inculcación racional de la existencia de Dios, una mistagogía de cara a la experiencia viva de Dios que parta del núcleo de la propia existencia?". Al final de su vida, el 28 de marzo de 1855, el filósofo y teólogo danés Soren Kierkegaard (1813-1855) escribe un artículo titulado Una tesis, sólo una, donde dice: “Mientras más tesis existan, menos terrible es la situación. Este caso es muchísimo más terrible, hay sólo una tesis: El cristianismo del Nuevo Testamento no existe”.  La división es un escándalo: “Cada uno de vosotros dice: Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo ¿Está dividido Cristo?” (1 Co 1,12). El dogmatismo parece insuperable. La situación es estéril. Una Iglesia así está muerta.

Es la visión que contempla Ezequiel: "El Señor me puso en medio de la vega, la cual estaba llena de huesos" (Ez 37,1). En el destierro el pueblo de Dios es un campo de huesos secos que queda al descubierto: "Estos huesos son toda la casa de Israel. Ellos andan diciendo: Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza" (37,11).   Estos huesos son ahora la Iglesia, las Iglesias: ¿podrán revivir estos huesos?  Sólo el espíritu de Dios puede hacerlo. Han de escuchar la palabra de Dios (37,4). Ha de venir el espíritu, de cada punto cardinal, de los cuatro vientos (37,9), para que el pueblo de Dios vuelva a su tierra, a su lugar, a su casa. O, lo que es lo mismo, salga de la tumba, resucite, viva (37,12). Volver a casa es resucitar.

* Es significativo. Juan XXIII anuncia la celebración del Concilio el 25 de enero de 1959, en la basílica de San Pablo, al final de la semana de oración por la unidad de los cristianos. La empresa no era fácil y hacía falta valor. Se habló de “locura papal”. A un embajador que preguntó a Juan XXIII qué esperaba del Concilio, éste le respondió: “¿El Concilio? - dijo acercándose a la ventana y haciendo gesto de ir a abrirla -. Espero de él un poco de aire fresco... Hay que sacudir el polvo imperial que se ha acumulado sobre el trono de San Pedro desde Constantino”. Ciertamente, para muchos una locura; para muchos también, una denuncia que purifica el templo.  Ya sabemos lo que esto supone para Jesús. El templo tendría quesercasa de oración para todas las gentes”, pero se ha convertido en “cueva de bandidos”(Mc 11,17). Los discípulos se acuerdan de que está escrito:“El celo de tu casa me consume”(Jn 2,17).El templo debe ser purificado; más aún, el templo debe ser sustituido: “Destruid este santuario y en tres días lo levantaré”, “pero él hablaba del santuario de su cuerpo” (Jn 2, 19-21).

* El nuevo templo es el cuerpo resucitado de Jesús, se construye con “piedras vivas” (1 P 2,5), es la comunidad: “Vosotros sois el cuerpo de Cristo” (1 Co 12, 27). Hay que recuperar la comunidad perdida de los Hechos de los Apóstoles. La primera comunidad (Hch 2,42-47) es clave de renovación eclesial (LG 13 y DV 10).Como dijo Pablo VI, hay que recomenzar de nuevo,“como si la Iglesia, el divino edificio, hubiera de comenzar hoy la aventura de su tensa búsqueda de las alturas del cielo”. Como en un principio: “Levantaré la tienda de David que está caída; reconstruiré sus ruinas y la volveré a levantar para que el resto de los hombres busque al Señor”(Hch 15, 16-17). No se hace en un día, vamos por aproximaciones sucesivas, pero estamos abriendo un camino que recorrerán muchos.

5. Una reforma total

Habiendo visto las tablas de la reforma, que son condición de la unidad y compendio de la reforma pendiente, llegamos a la conclusión. Hace falta una “nueva reforma” (Robinson), hace falta un “cambio estructural de la Iglesia” (Rahner), hay que recuperar “los rasgos más simples y más puros de su origen” (Juan XXIII), hay que volver a las fuentes y establecer un diálogo evangelizador con el mundo de hoy (las dos grandes inspiraciones del Concilio Vaticano II). Se necesita una reforma profunda, una reforma radical (es decir, que vuelve a las raíces), una reforma total.

* La nueva reforma. Para evitar malentendidos, el obispo Robinson fija su posición: “Yo no tengo el menor deseo de disminuir o atenuar las afirmaciones características de la fe cristiana. Entre ellas quisiera afirmar sin reservas: 1) lo central de la confesión Jesús es el Señor, en el pleno sentido del Nuevo Testamento según el cual en Él cohabitan todas las cosas y en Él habita corporalmente la plenitud de la divinidad; y 2) lo central de la relación eminentemente personal de la comunión con Dios, resumida en las palabras de Jesús: ¡Abba, Padre!”.

Toda reforma supone que la Iglesia puede ser reformada y que pueda darse una respuesta afirmativa a la pregunta: ¿Es posible que estos huesos vivan? (Ez 37,3). Tanto desde dentro de la Iglesia, como –más todavía- desde fuera de ella, se plantea la insistente pregunta: ¿Es posible que la Iglesia sea portadora de nueva vida para la nueva época? ¿No es la Iglesia una institución arcaica y bien resguardada, que sirve para la salvaguarda de algo irrelevante e increíble? Los movimientos renovadores verdaderamente importantes ¿no tendrán lugar tal vez fuera de la Iglesia y a pesar de ella? Las preguntas son incisivas e inquietantes.

Creo realmente, dice Robinson, que debemos usar la categoría de “reforma”: “Mis continuas indagaciones acerca del sentido que puede tener una nueva reforma confirman esta convicción ineluctable”. Además, “mientras no se demuestre lo contrario, el cristiano debe creer que la Iglesia –y él mismo como miembro de ella- puede ser utilizada más que descartada”. Siempre podemos decir: “Hágase en mí según tu palabra”.

Ahora bien, una nueva reforma no es algo que nosotros podamos decidir. Cabe tan sólo discernir su necesidad y abogar por ella. El obispo Edward Ralph Wickham (1911-1994) termina su libro profético La Iglesia y el pueblo en una urbe industrial con esta llamada apremiante: “Lo que necesitamos no es nada menos que una reforma total”. No podemos saber con certeza, dice Robinson, si estamos ante una nueva reforma: “Antes de ahora ya hubo muchos falsos amaneceres y me imagino que, luego, la noche fue mucho más oscura aún. Mas hoy la rapidez del cambio es de tal envergadura, que no podemos desdeñar sus primeros indicios, no sea que nos sorprenda desprevenidos”.

El requisito de la reforma, como de cualquier otra cosa, es la sensibilidad y la disponibilidad a lo que el Espíritu está diciendo a las Iglesias: “¿Qué ves en la noche?, centinela” (Is 21,11) ¿es “el día de los pequeños comienzos” (Za 4,10) o es “el preludio de grandes conmociones” en los que todas nuestras estructuras pueden hundirse y forjarse luego de nuevo?

Hasta hace poco, dice Robinson, me hubiera inclinado por lo primero. Pero, casi en un abrir y cerrar de ojos, uno cobra conciencia del terreno movedizo que tiene bajo los pies: “Existe hoy día en la Iglesia un fermento que, a mi parecer, nadie hubiera podido prever ni siquiera dos años atrás”. Se trata de unas “aguas revueltas” (Jn 5,1-9) como las que anuncian el poder vivificante del Espíritu. Una reforma no hace más que liberar la energía ya existente, pero no la engendra. Lanzamos un suspiro de alivio cuando podemos manifestar nuestras propias dudas e interrogantes y descubrimos que atosigan por igual a los demás”.

Sería un grave error interpretar esta reacción como mera falta de fe: “Muy al contrario, creo que toda su fuerza se debe al hecho de que la fe ha sido liberada. La respuesta de los hombres a las negaciones de Lutero no fue: Ahora no necesitamos creer, sino: Ahora podemos creer”, “ahora vemos que la fe es posible”. Los hombres encontraron una liberación similar en las palabras de Jesús y en las de Pablo.

Un canónigo de la catedral de Winchester, hombre muy prudente en otros aspectos, lo proclamo abiertamente en su libro El fermento en la Iglesia con estas palabras: “La perspectiva de una nueva reforma está claramente a la vista…Los signos de la tempestad son inconfundibles…No hay medio de detenerla”.

El filósofo y teólogo danés Soren Kierkegaard (1813-1855) criticó las formalidades vacías de la Iglesia danesa. En su Ejercitación del cristianismo (1850) nos invita a un cristianismo personal. Es “un ensayo para la extensión del cristianismo en la cristiandad”. La exigencia de ser cristiano es aquí “decididamente enunciada, descrita y oída”. La fe nos hace “contemporáneos” de Cristo: “la contemporaneidad es la condición de la fe, y dicho con mayor exactitud, es la fe misma”.

El cristianismo ha perdido el rumbo, “el camino” de la fe cristiana. Esta tiene su modelo en Jesús. Al final de su vida, el 28 de marzo de 1855, el teólogo danés escribe un artículo titulado Una tesis, sólo una, donde dice: Lutero tenía 95 tesis, ¡terrible! Sin embargo, en un sentido más profundo, mientras más tesis existan, menos terrible es la situación: “Este caso es muchísimo más terrible, hay sólo una tesis: El cristianismo del Nuevo Testamento no existe”. 

Dietrich Bonhoeffer(1906-1945) fue pastor protestante y teólogo luterano. Participó en el movimiento de resistencia frente al nazismo. Se le acusó de tomar parte en los complots para asesinar a Hitler. Fue encarcelado en el campo de concentración de Flossenburg (Alemania) y murió ahorcado el 9 de abril de 1945. Sus últimas palabras fueron: “Esto es el fin, para mí el principio de la vida”. A mediados de los años 90, fue absuelto de cualquier crimen por el gobierno alemán.

En su libro Yo he amado a este pueblo (Buenos Aires, 1969) confiesa la culpa de la Iglesia: “La Iglesia confiesa no haber transmitido con bastante sinceridad y claridad su testimonio del Dios Uno que en Jesucristo se ha revelado para todos los tiempos y que no tolera otros dioses a su lado”, “fue muda allí donde tendría que haber gritado cuando la sangre de los inocentes estaba clamando al cielo. No ha hallado la palabra debida de manera debida y a su debido tiempo. No ha resistido a muerte la apostasía y ha causado la impiedad de las masas”. Al final de su poema “Voces nocturnas” dice: “Hermano, cuando el sol haya palidecido para mí, reza tú por mí”. Y también: “Hasta que al final de la larga noche amanezca nuestro día, ¡resistamos!” (pp. 49 y 75).

Sus cartas y papeles desde la cárcel incluían una referencia a un “cristianismo sin religión”. Decía: “Jesús nos llama, no a una nueva religión, sino a una nueva vida”. Teólogos, como Harvey Cox en La ciudad secular (1965), hicieron hincapié  en cómo construir una teología para lo que Bonhoeffer llamaba “un mundo mayor de edad”, un mundo que desde el Renacimiento ha ido dejando su adolescencia: “La poderosa influencia que ha ejercido sobre nuestra generación se debe a su descubrimiento liberador de que el hombre puede ser cristiano sin tener que renegar de su época”.

El pastor de la Iglesia episcopal de Estados Unidos Paul van Buren (1924-1998), que fue profesor de la Universidad de Temple (Filadelfia), en su libro El significado secular del Evangelio (1963) puede parecer “reductivo y destructivo”, pero el gozo que suscita en muchas personas se debe al hecho de que la luz de Pascua brilla con todo su esplendor cuando se han arrojado al mar “carretadas enteras de metafísica”.

Lo recordamos. Según el teólogo católico M. Schmaus, la palabra “consustancial”, que el Concilio de Nicea (325) aplicó a Cristo y que el concilio de Constantinopla (381) aplicó también al Espíritu Santo, está tomada de los gnósticos: "Para exponer la fe, el Concilio usa como concepto clave el designado con la palabra homousios (consustancial), tomada de los gnósticos" (Schmaus I, 600).

El teólogo protestante Rudolf Bultmann (1884-1976) en su libro Jesucristo y mitología (Ariel, Barcelona, 1970) revisa la imagen del “Hijo de Dios en un sentido metafísico, como un gran ser celeste y preexistente que se hizo hombre por nuestra salvación”, “la concepción del Hijo de Dios preexistente, que desciende al mundo en forma humana para redimir a la humanidad, forma parte de la doctrina gnóstica de la redención, y nadie vacila en llamar mitológica a esta doctrina”. Entonces, “desmitologizar supone negar que el mensaje de la Escritura y de la Iglesia está ineludiblemente vinculado a una visión del mundo antigua y obsoleta”.

Del mismo modo que en la visión antigua del mundo “la trascendencia de Dios se expresa por medio de la categoría del espacio” (arriba/abajo), también “la trascendencia de Dios se expresa mediante la categoría del tiempo” (comienzo/fin). Sin embargo, Dios  “siempre es el Dios que viene, el Dios que oculta el futuro desconocido”, “la predicación escatológica discierne el tiempo presente a la luz del futuro y anuncia a los hombres que este mundo…es temporal y transitorio” (Bultmann, 20,47,35-36).

El Dios vivo no está “arriba” (espacio) ni “al final de la historia” (tiempo), está en medio de nosotros: “El reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: Está aquí o allá, porque el reino de Dios está entre vosotros” (Lc 17,20-21). Como dice Pablo a los atenienses, Dios “no se encuentra lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,27-28).

Según la teología radical de la muerte de Dios, el Dios que ha muerto “es el Dios de la Iglesia cristiana histórica, y más allá, de la Iglesia, de la Cristiandad en general”. La idea de Dios que tiene la Cristiandad “es obviamente un producto de la fusión de la Biblia con la ontología griega, y en gran medida la peculiaridad del ‘Dios cristiano’ deriva de sus raíces helénicas”, dice el teólogo norteamericano Thomas J. Altizer (1927-2016), que incorporó en su obra la concepción de Nietzsche de la muerte de Dios (Teología radical y la muerte de Dios, Grijalbo, Barcelona, 1967, 28).

Conviene recordarlo: “Hay un tiempo para destruir y un tiempo para edificar” (Ecl 3,3). La nueva reforma, si llega, dice Robinson, se distinguirá de la anterior en que será un tiempo de despojamiento: “La Iglesia pasará revista a sus bagajes y descubrirá en ellos todo aquello de lo que puede prescindir, tanto en lo que atañe a su doctrina como a su organización”. El obispo anglicano añade: “En todo ello, la Iglesia de Inglaterra no es un caso excepcional”. Si queremos hablar seriamente de una nueva reforma, hemos de referirnos a una “renovación más profunda” y a un “cambio más costoso”, no simplemente a una “prolongación de las actuales reformas” por muy necesarias que estas sean, las cuales presuponen la “continuidad de la estructura existente”.

La reforma anterior dio lugar a una gigantesca proliferación de estructuras: “Cuando el cuerpo de Cristo se cuarteó, cada parte separada asumió el carácter de totalidad. Nació así una multitud de pequeños catolicismos”, “en la Reforma hemos heredado el actual sistema de sectas paralelas y redes sobrepuestas de confesiones distintas que se extienden por todo el mundo. Tan acostumbrados estamos a este espectáculo que no nos cuesta creer que siempre ha sido así. En realidad, se trata de una abominación en la historia de la Iglesia”.

Una nueva reforma implica una primavera en la Iglesia y, con ella, una limpieza general. Y esto es lo que Bonhoeffer preveía en el último capítulo del libro que se proponía escribir y no pudo terminar: “La Iglesia sólo es Iglesia cuando existe para los demás. Para empezar, debe dar a los indigentes todo cuanto ella posee. Los pastores han de vivir exclusivamente de las dádivas voluntarias de sus parroquias y eventualmente han de ejercer una profesión secular. La Iglesia ha de colaborar en las tareas de la vida social humana, no dominando, sino ayudando y sirviendo. Ha de manifestar a los hombres de todas las profesiones lo que es una vida con Cristo, lo que significa ser para los demás” (Robinson, 29-61).

* Una reforma total. La Iglesia de Inglaterra no es una excepción. Lo dijimos hace cuarenta años. Los datos cuantitativos “dejan al descubierto la débil fundamentación de nuestra situación de cristiandad. Ciertamente, es como un gigante con pies de barro (Dn 2). La desproporción absolutamente insostenible entre el número de bautizados (95%) y el número de evangelizados (probablemente inferior al 11% de creyentes que comulgan casi todos los domingos) constituye -sin duda- la contradicción más profunda de nuestra sociedad, contradicción que debe ser superada: muchos son los bautizados, pocos los evangelizados. Los datos precedentes manifiestan elocuentemente el déficit de evangelización que arrastramos, pero no entran (ni pueden) en el aspecto más cualitativo de la cuestión: la iniciación en la experiencia comunitaria de la fe, aspecto que rehúye los métodos cuantitativos y que ha de ser discernido en cada caso dentro del proceso comunitario de evangelización y catequesis”.

Abandonando los datos cuantitativos, todavía podemos (y debemos) preguntarnos: ¿Quiénes han llegado a reconocer que Jesús es el Señor?, ¿quiénes han descubierto la justicia del Evangelio?, ¿quiénes confiesan personalmente toda la fe?, ¿quiénes viven comunitariamente su fe? Estos interrogantes fundamentales afectan a las “constantes de la evangelización apostólica” y cuestionan “si están en ruinas los cimientos” (Sal 11,3). Son interrogantes necesarios e ineludibles, si queremos que el diagnóstico de la realidad se haga desde el Evangelio y que no caiga sobre nosotros la denuncia profética: “Curáis a la ligera las heridas de mi pueblo, diciendo: Todo va bien, cuando todo va mal” (Jr 6,14). 

Así pues, ¿quiénes están básicamente evangelizados? Aun regateando mucho como Abraham (Gn 18,20-32), hemos de concluir con una confesión nacional (Sal 106): “son ciertamente pocos; España es (también) país de misión”. Esto, que sirve para España, sirve aún más para el viejo continente: Europa es tierra de misión. En nuestros países de vieja cristiandad, es preciso volver a los planteamientos profundamente renovadores del Evangelio. Un día le dijeron los discípulos al Señor: “Auméntanos la fe”. Y el Señor les dijo: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esta higuera: Arráncate de raíz y plántate en el mar, y os obedecería” (Lc 17, 5-6). Jesús cambia el planteamiento del problema: no se trata aumentar la fe, sino de tener “un poquito de fe de la buena, como un grano de mostaza” (PPC, Madrid, 1979, 8-12; Catéchèse 82, 1981; Teología y Catequesis 2, 1982, 176; Sinite 92, 1989, 485).

Lo dijo Rahner: "En el terreno de lo espiritual, somos, hasta un extremo tremendo, una Iglesia sin vida", hace falta un “cambio estructural de la Iglesia”. Falta experiencia de fe, faltan comunidades vivas. La desproporción es evidente: muchos son los bautizados y pocos los evangelizados. Hay que recuperar la “conciencia catecumenal” de la Iglesia. El proceso de evangelización, “la buena nueva de la palabra” (Hch 8,4) tiene unas etapas: siembra, crecimiento, frutos (Mt 13,18-23).

La Iglesia es misterio de comunión. vivido en comunidad. El Concilio ve en la experiencia comunitaria de los orígenes el modelo no sólo de la vida religiosa, de los misioneros y de los sacerdotes, sino de todo el pueblo de Dios. La Iglesia es Comunidad, no Estado, y menos del peor estilo, autocrático. El Estado de la Ciudad del Vaticano no sólo es una antigualla histórica, sino una contradicción estructural, un ejemplo de lo que no debe ser la Iglesia.

El Concilio crea la atmósfera que hace posible la aparición, desarrollo y reconocimiento de las pequeñas comunidades. Más aún, “la aparición de las pequeñas comunidades es la manifestación más importante de la recepción y realización del Concilio en la Iglesia”, dice el teólogo jesuita Joaquín Losada (Sal Terrae 12, 879). El Concilio es un "hito en la historia de la Iglesia que va a marcar el fin de una época - la de la Iglesia concebida como una sociedad perfecta, fuertemente institucionalizada y centrada en la jerarquía-, y el comienzo de otra en la que va a descubrir su condición de misterio de comunión y de pueblo de Dios, que todavía está esperando la forma original de institucionalización que se corresponda con ella" (J. Martín Velasco).

El Sínodo de la Catequesis (1977) fue crítico con la situación actual de la parroquia, “necesitada de profunda renovación”: “De hecho, no pocas parroquias, por diversas razones, están lejos de constituir una verdadera comunidad cristiana. Sin embargo, la vía ideal para renovar esta dimensión comunitaria de la parroquia podría ser convertirla en una comunidad de comunidades” (Proposición 29).

En 1982 la Comisión Episcopal de Pastoral publicó el documento titulado Servicio pastoral a las pequeñas comunidades cristianas, cuya presentación corrió a cargo de Alberto Iniesta, obispo auxiliar de Madrid y responsable del Departamento de Pequeñas Comunidades Cristianas: “Esperamos -con esperanza cristiana-, que estas páginas no queden en letra muerta, sino que sirvan de memorial, de estímulo y de orientación permanente para hacer crecer, ensanchar y profundizar la ya prometedora vitalidad de las pequeñas comunidades en nuestras diócesis” (p. 9). ¿Dónde estamos ahora?

Hay que volver al Evangelio, a los Hechos de los Apóstoles, a las primeras comunidades cristianas. La experiencia del Evangelio lo hace todo nuevo: nueva creación, nuevo nacimiento, nuevo templo, nuevo sacerdocio, nuevo pan. El vino también es nuevo (Jn 2). Jesús cambia el agua de la tradición en el vino del Evangelio. El vino del Evangelio tiene un efecto demoledor sobre las viejas instituciones, revienta los odres viejos. Se necesitan odres nuevos: "El vino nuevo debe echarse en odres nuevos" (Lc 5,38).

Con la experiencia del Evangelio, la comunidad es piscina de Betesda, comunidad que cura. Se celebraba "una fiesta de los judíos" y Jesús subió a Jerusalén. Junto a la Probática (puerta de los rebaños) hay una piscina que se llama en hebreo Betesda, que tiene cinco pórticos. En ellos yacía "una multitud de enfermos, ciegos, cojos, paralíticos, esperando la agitación del agua", "el ángel del Señor bajaba de tiempo en tiempo a la piscina y agitaba el agua; y el primero que se metía después de la agitación del agua, quedaba curado de cualquier mal que tuviera". Pues bien, "había allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo. Jesús, viéndole tendido y sabiendo que llevaba ya mucho tiempo, le dice: ¿Quieres curarte? Le responde el enfermo: Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua; y mientras yo voy, otro baja antes que yo. Jesús le dice: Levántate, toma tu camilla y anda. Y al instante el hombre quedó curado, tomó su camilla y echó a andar. Pero era sábado aquel día. Los judíos le decían al que había sido curado: Es sábado y no te está permitido llevar la camilla. Él les respondió: El que me ha curado me ha dicho: Toma tu camilla y anda” (Jn 5,1-11; ver PC VI, 59. Curad enfermos). El paralítico de la piscina es hoy el cristiano y la Iglesia de la que forma parte. Tienen parálisis, no pueden dar un paso por el camino de la reforma y de la unidad.

Juan XXIII remite a la palabra del profeta Ageo.Su mensaje de reconstrucción del templo se convierte en mensaje de renovación y de reforma. Corre el año 520 a. C. Es el periodo posterior al destierro. El profeta Ageo llega en un momento decisivo: el nacimiento de la nueva comunidad de Palestina. Los primeros judíos vueltos de Babilonia se desaniman enseguida. El profeta llega con la misión de despertar la esperanza y de levantar los ánimos: “Subid a la montaña, traed madera, reedificad la Casa” (Ag 1,8). Hay que recuperar el esplendor de los orígenes (2,3), en nuestro caso, “los rasgos más sencillos y puros” de la Iglesia naciente. Las palabras de ánimo se apoyan en la palabra de Dios: “Yo estoy con vosotros” (1,13 y 2,4). Ciro concede la libertad a los deportados el año 538 a. C. Los judíos que regresan son, sin duda, los más entusiastas: aspiran a construir la ciudad y el templo, la Jerusalén que soñaron los profetas. Pero la realidad se vuelve bien pronto decepcionante. Las dificultades no son pocas. La falsa prudencia de quienes dicen: “Todavía no ha llegado la hora” (1,2) es un obstáculo. Han pasado casi veinte años (ahora más de cincuenta) y los trabajos de reconstrucción apenas han comenzado.

Sin embargo, la palabra de Dios despierta a muchos espíritus dormidos (1,14). La reforma es imparable, algo nuevo está naciendo.Hay que estar atentos, vigilantes. Lo verdaderamente nuevo ya está en marcha: "Mirad que realizo algo nuevo, ya está brotando ¿no lo notáis? (Is 43,19), "mira que hago un mundo nuevo" (Ap 21,7). La vieja cristiandad se desmorona, pero nace una nueva forma de ser Iglesia como comunidad en medio de la sociedad. El futuro de la Iglesia ya está presente en ella, ¿no lo notáis? Lo cantamos con letra de Gabriel García Tassara (1817-1875): “No es, no, la Roma atea / que entre aras derrocadas / despide a carcajadas / los dioses que se van. / Es la que, humilde, rea, / desciende a catacumbas / y palpa entre las tumbas los tiempos que vendrán”. 

  • Diálogo: Desde el concilio Vaticano II han pasado más de cincuenta años y no se ha conseguido la unidad de las Iglesias. ¿Es imposible? ¿Se puede lograr a gran escala? ¿Las grandes Iglesias cristianas pueden reformarse? ¿En cada una de ellas lo puede lograr un resto? ¿Es posible la unidad sin la reforma pendiente? ¿Hay unas leyes o reglas que son condición necesaria para que haya unidad?, ¿hay parálisis ecuménica?, ¿se necesita una reforma total?, ¿hacen falta odres nuevos?, ¿hay que denunciar la falsa prudencia? Algo nuevo está brotando ¿no lo notáis?