En el principio era la palabra
 

BEATIFICACIÓN PASADA POR AGUA

 Algunas aclaraciones

En la beatificación de Juan Pablo I lo primero que vi en la pantalla fue una imagen llena de paraguas. La plaza de San Pedro estaba casi vacía. Según se calcula, asistieron unas 25.000 personas. Comenta Antonio Pelayo en la revista Vida Nueva (10-16 de septiembre): “El cielo de Roma amaneció gris el domingo 4 de septiembre y densos nubarrones se perfilaban en el horizonte. A las nueve y media de la mañana empezó a caer una lluvia esporádica y fina que poco a poco incrementó su intensidad y su fuerza”, “al arreciar el temporal, todos se protegían de la lluvia”, “comenzó, ya entre aparatosos relámpagos y truenos, el rito de la beatificación”.

La ceremonia bajo la lluvia daba la impresión de algo ya visto. En efecto, cuando murió Juan Pablo I, como puede verse en la foto, “el funeral estuvo pasado por agua” (Se pedirá cuenta, p. 114). Cuarenta y cuatro años después, la beatificación también.

La joven argentina, Candela Giarda, cuya curación se atribuye a la intercesión de Juan Pablo I, estaba invitada a la fiesta. Pensaba ir con su madre. Sin embargo, dice, “lamentablemente no pudimos ir, porque se me fracturó un pie”.

El papa Francisco apareció con capa pluvial, sin casulla ni alba, con roquete y estola sobre la sotana blanca. En la homilía dijo el Papa: “Jesús nos pide esto: vive el Evangelio y vivirás la vida, no a medias sino hasta el extremo. Vive el Evangelio, vive la vida sin concesiones”. La plegaria eucarística y la consagración fueron presididas por el cardenal Semeraro, prefecto del Dicasterio para las Causas de los Santos. El papa Francisco, por una artrosis de rodilla que deriva de la cadera y le impide caminar, se quedó a un lado. En 2015 comentó Federico Lombardi, portavoz del Vaticano: “El Papa Francisco sufre de la cadera y es sometido a sesiones regulares de fisioterapia” (28-9-2015).

Engaños y falacias

La periodista y vicepostuladora de la causa de beatificación, Stefania Falasca (de negro y, al parecer, despeinada por la lluvia), hizo la primera lectura propia del día, del libro de la Sabiduría: “¿Quién comprende lo que Dios quiere? Los pensamientos de los mortales son mezquinos y nuestros razonamientos son falibles”, “apenas conocemos las cosas terrenas y con trabajo encontramos lo que está a mano: pues ¿quién rastreará las cosas del cielo?” (Sab 9, 13-18). Desde luego, así es: “Nuestros razonamientos son falibles”.

El 2 de septiembre, en la rueda de prensa previa a la beatificación, Falasca dijo una serie de cosas que pueden considerarse taimados engaños y auténticas falacias. Por ejemplo: “La beatificación ha restituido la verdad histórica”. Sobre lo que el papa Luciani tenía en la mano en el momento de morir, afirma: “Los folios, que fueron encontrados en la mano después de la muerte, según testimonio de sor Margarita Marin, se referían propiamente a un escrito del 64 sobre aquella que la Sabiduría considera la que gobierna y dirige todas las virtudes (la prudencia), la tenía incluida en el orden del día para la audiencia general del miércoles sucesivo”. Sobre la autopsia, dice la vicepostuladora: ”No existía la ley en aquel momento, la hizo Juan Pablo II en 1983”, “no se consideró necesaria una autopsia porque nada indicaba que no fuera una muerte natural”.

A este respecto, hay que decir que la verdad histórica no se establece sólo con documentos. En el caso de la muerte de Juan Pablo I, se requiere la autopsia. Pero la autopsia fue denegada al Dr. Renato Buzzonetti, que tenía que hacer el diagnóstico, por el abogado Vittorio Trocchi, Secretario General de Gobernación del Vaticano. Lo reconoce el propio Dr. Buzzonetti en carta que escribe (9-10-1978) “en forma del todo reservada” al Sustituto de la Secretaría de Estado, Giuseppe Caprio: “En los  casos previstos por la ley, el cadáver debe ser puesto a disposición de la autoridad judicial. Por este motivo, antes de escribir el diagnóstico de muerte, al que escribe, le fue autoritariamente excluida la práctica posibilidad de pedir la autopsia por parte del abogad Trocchi”, “en base a las anteriores consideraciones, formulé el diagnóstico de muerte imprevista por infarto agudo de miocardio” (Biografía, pp. 827-829).

El comunicado oficial, que había sido dado a las 7:27, contenía algunas imprecisiones. Por ejemplo: “El médico constató el deceso, ocurrido presumiblemente hacia las 23 horas de ayer, por muerte imprevista referible a infarto agudo de miocardio”. Buzzonetti comentó a Caprio: “La legislación vigente en el Estado de la Ciudad del Vaticano, conforme a la de muchísimos Estados, no permite formular la causa de muerte con anotaciones que expresen probabilidad, duda, reserva o sospecha”. Por ello el certificado de muerte, firmado por Buzzonetti, afirma que Juan Pablo I falleció “a las 23 horas por ‘muerte imprevista’ de infarto agudo de miocardio”. En la foto, biografía oficial del proceso de beatificación.

La legislación vigente en el Estado de la Ciudad del Vaticano, “conforme a la de muchísimos Estados”, no permitía formular la causa de muerte “con expresiones que expresen probabilidad”. Y el Dr. Buzzonetti sencillamente las evitó, Pero, al propio tiempo, “le fue autoritariamente excluida la práctica posibilidad de pedir la autopsia por parte del abogado Trocchi”, Secretario General de Gobernación del Vaticano. Si la legislación vigente en el Estado Ciudad del Vaticano era “conforme a la de muchísimos Estados”, la denegación de la autopsia fue ilegal, como también lo fue el embalsamamiento empezado (según Falasca) a las siete de la tarde del día 29 de septiembre, aún dentro del periodo de observación que se requiere, por ejemplo, en Italia. Entonces, ¿cómo se explica esto? El investigador inglés John Cornwell se lo planteó al abogado Trocchi y el abogado respondió con brusquedad: “Pero Italia es Italia, y el Vaticano es un Estado extranjero con sus propias leyes. Podemos hacer lo que queramos” (Cornwell, 235). O sea, el Vaticano es un Estado autocrático: “Podemos hacer lo que queramos”. Entendido.

Sobre lo que el papa Luciani tenía en la mano en el momento de morir, lo que dice sor Margarita Marin es esto: “Eran folios escritos a máquina”, “no sé decir el contenido porque no me puse a leer en ese momento. Alguno en el pasillo nos dijo que eran los folios para la audiencia del miércoles” (Biografía, 815; Falasca, 104, 172).

Don Germano Pattaro, ilustre sacerdote veneciano, llamado por el papa Luciani a Roma como consejero, afirma al respecto: “Los apuntes que Luciani, muerto, tenía en la mano, eran unas notas sobre la conversación de dos horas que el Papa había tenido con el Secretario de Estado la tarde anterior”. Lo recoge el periodista italiano Giancarlo Zizola en su artículo Il papa che non volle farsi re (Época 1982, 1988, p. 171).

Según la biografía oficial y según la vicepostuladora, el cadáver lo descubre  sor Vincenza, acompañada de sor Margherita: “El hallazgo del cadáver hay que atribuirlo a sor Vincenza Taffarel, la cual sin embargo no estaba sola en aquel momento: estaba acompañada por la hermana Margherita Marin” (Biografía, p. 810; Falasca, 94, 217).

Llama la atención. La biografía oficial y la vicepostuladora omiten el testimonio de sor Vincenza sobre el hallazgo del    cadáver que recoge Camilo Bassotto en su libro Il mio cuore è ancora a Venezia. Es sor Vincenza quien descubre  el cadáver ella sola, no la acompaña nadie (Bassotto, p. 209). El investigador inglés David Yallop, en su libro In God’s Name, recoge también el testimonio de sor Vincenza, que encuentra el cadáver ella sola a las cinco menos cuarto de la mañana (Yallop, 226-228).

La zorra y las uvas

Los apuros del doctor no cesan. Diez días después de firmar el certificado de muerte, en su carta al Sustituto de la Secretaría de Estado, todavía habla el doctor en términos de probabilidad. No se lo puede quitar de encima: “En lo que se refiere a la causa presumible del deceso, deben tenerse en cuenta todos los datos objetivos hasta aquí expuestos y, en particular, la disposición de las manchas hipostáticas. En concreto, debe retenerse que se haya tratado de una muerte imprevista”, “tratándose de una muerte imprevista (clasificable en la categoría de las muertes instantáneas o inmediatas), esta -por definición (como es sabido)- es siempre natural”, “cuando la muerte imprevista es definida muerte instantánea y acaece no más allá de una hora del inicio de los síntomas, en el 80-90% de los casos la causa es la parada circulatoria por enfermedad cardiovascular” (Biografía, 844-845).

El doctor habla de “causa presumible”, “muerte imprevista”, probabilidad, “muerte natural”. Sin embargo, la cuestión es esta: ¿Cómo se puede afirmar que se trata de una muerte natural cuando, previamente, se le ha negado al propio doctor la realización de la autopsia?

Los principales datos en orden a la identificación de la hora del deceso, dice el doctor,  son los siguientes: “la rigidez cadavérica difusa e intensa, las manchas hipostáticas difusas, pero aún migrables, la temperatura cutánea notablemente fría con leve calor mantenido solamente en las zonas mayormente cubiertas y protegidas. Por tales motivos es correcto presumir que la muerte del Santo Padre se haya producido aproximadamente en torno a las 23 horas del 28 de septiembre de 1978”.

En su carta al Sustituto el doctor agota su argumentación: “En el caso específico, no era dado constatar –en mi opinión- algún grave elemento objetivo que hiciera indispensable la petición del resultado de la autopsia. Además, esta verificación presentaba no pocas probabilidades de resultar insuficientemente demostrativa y, en todo  caso, muy inoportuna a causa del respeto debido a la persona del S. Padre y de la religiosa y tradicional veneración, de que son obedientemente objeto los despojos mortales del Papa” (Biografía, 829).

El doctor afirma que, en su opinión, no había algún grave elemento que hiciera indispensable la petición de la autopsia, cuando se le había negado de modo autoritario la  realización de la misma. Esto recuerda la fábula de la zorra y las uvas: “Es voz común que a más del mediodía/ en ayunas la zorra iba cazando/, halló una parra, quedase mirando/ de la alta vid el fruto que pendía”, “miró, saltó y anduvo en probaduras/, vio el  imposible ya de fijo/. Entonces fue cuando la zorra dijo/: No las quiero comer. No están maduras” (Samaniego).

Según el doctor, la realización de la autopsia presentaba no pocas posibilidades de resultar insuficientemente demostrativa. El doctor se aventura en términos de  probabilidad, que no son de recibo. Además, alega el doctor que la autopsia era muy inoportuna a causa del respeto debido a la persona  del Papa, pero –en un caso así- el respeto primario a la persona del Papa (como a la de cualquier persona) exige que se le haga justicia.

El día de la cuenta

En la rueda de prensa alguien, que no dio su nombre, hizo esta pregunta: “En el imaginario colectivo existe la idea de que (el Papa) fue asesinado, ¿por qué lo mataron?”. El cardenal Stella, postulador de la causa, cedió la respuesta a la vicepostuladora. Dijo Falasca: “Es increíble que se pregunte aún por teorías incluidas en volúmenes de novela negra que son sólo basura publicitaria, porque la historia se construye con fuentes y documentos”, “los documentos muestran que el papa había tenido ese mismo día un dolor en el pecho, señal de un posible infarto”.  

De nuevo, es preciso decirlo: la historia no se construye sólo con fuentes y documentos. En el caso de Juan Pablo I se requiere la autopsia, que fue denegada al doctor que iba a hacer el diagnóstico y que no conocía a Luciani como paciente. En cuanto al supuesto dolor en el pecho, la vicepostuladora ignora (ella sabrá por qué) el testimonio del Dr. Da Ros, médico personal de Luciani, en la entrevista que le hizo Andrea Tornielli y que publicó en su artículo Las nueve. El papa está bien: “Aquella tarde yo no le prescribí absolutamente nada, cinco días antes le había visto y para mí estaba bien. Mi llamada fue rutinaria. Nadie me llamó a mí”. Eran las nueve de la noche (30 Giorni 72, 1993, pp. 53-54). Si hubiera existido el supuesto dolor en el pecho, Luciani le habría dicho algo al doctor Da Ros. El periodista veneciano Camilo Bassotto, amigo personal de Luciani, me dijo al respecto: “Es un invento; un inexplicable, inconcebible invento” (El papa que mataron, p. 93).

Lo recojo en mi libro El día de la cuenta. Juan Pablo II a examen (2002). Antes de publicarlo, envié el manuscrito al obispo de Ávila, Adolfo González Montes, y al arzobispado de Madrid. Entre otras cosas, con fecha 14-1-2002, me dijo el obispo de Ávila: “En lo que se refiere a la muerte del Papa Juan Pablo I, toda la fantasía que el texto derrocha no consigue convencer, incluidas las revelaciones privadas de las que no duda en echar mano. Esto ya quedó muy claro en el primer libro publicado años atrás. Puede pasar por una novela de género negro. No lo leí en su momento, pero pude acceder a resúmenes del mismo y a la tesis central del libro, ya que fue bien aireado por la prensa”. Y añade: “Le ruego considere Ud. su decisión de publicar un libro que causaría un daño innecesario y no contribuiría a evangelizar”, “no debería olvidar su vinculación y comunión con su Obispo diocesano y con el Obispo de la Iglesia en la que habitualmente desarrolla su ministerio”.

Destaco algunas frases del obispo: mi libro “puede pasar por una novela de género negro”, “causaría un daño innecesario” a la Iglesia, “no debería olvidar su vinculación y comunión con su Obispo diocesano”. Con fecha 26-1-2002, me lanzó el ultimátum: su libro “contribuye a difamar la persona y el pontificado del Santo Padre”. “si Ud. publica ese libro, le retiraré las licencias ministeriales en cuanto aparezca a la venta”.

23 de marzo de 2002. Ante la amenaza del obispo de Ávila, escribo al papa Juan Pablo II, adjuntándole el manuscrito del libro. Entre otras cosas, digo: “Antes o después, tengo decidida la publicación. Por supuesto, quiero actuar en conciencia, pero (si es posible) evitando dolorosas repercusiones en mi ministerio sacerdotal, ahora amenazado. Apelo al derecho y al deber de manifestar lo que en conciencia creo que desfigura el rostro de la Iglesia. Acerca de sus defectos, dijo el Concilio, ‘debemos tomar conciencia de ellos y combatirlos con firmeza para que no lesionen la difusión del Evangelio’ (GS 43)”. Termino diciendo: “A pesar de las presiones recibidas, al fin y al cabo, un caso más de lo que se denuncia en el libro, en conciencia no puedo callar: ‘Hemos de obedecer a Dios antes que a los hombres’ (Hch 4, 19)”.

Fuera por lo que fuera, poco después llegó la noticia: “La Santa Sede traslada a González Montes a la diócesis de Almería” (El Diario de Ávila, 16-4-2002). Dadas las circunstancias, el libro salió primero en edición privada (2002).

2 de abril de 2005. La edición privada se agota. La vida de Juan Pablo II, también. No lo podíamos imaginar. En el día de su muerte, en el día de la cuenta, escuchamos con atención el pasaje que se leía en todas las iglesias: ¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a él? (Hch 4, 19) Dicho de otro modo: Hemos de obedecer a Dios antes que a los hombres. Celebrando la eucaristía de la Comunidad, nos llegó la noticia del fallecimiento. Nos llegó en buen momento. Estábamos reunidos, en oración, vigilantes. Entendimos que había llegado el momento de la edición pública. Y así lo hicimos.

En 2018, con ocasión del 40 aniversario del papa Luciani, hicimos un viaje a Italia. Me acompañaron tres miembros de la Comunidad: Jesús, Mary Paz y Enrique. El 24 de septiembre, tuve un encuentro en Canale d’Agordo con don Mariano Baldovin, párroco, y con Loris Serafini, director del Museo Papa Luciani. Al terminar el encuentro, me dijo el párroco: “Estos días está aquí Stefania Falasca, ¿quiere usted hablar con ella?”. Le contesté: “Tenemos posiciones distintas, pero podemos hablar. Estoy aquí hasta el día 27”.

El día 26, por la mañana, llamé a Loris recordándole que, por mi parte, estaba dispuesto a hablar con Falasca. Loris me dijo que le llamara por la tarde. Lo hice a primera hora: “Falasca no está disponible”, me dijo. Pia Luciani, con quien pude hablar esa tarde, me comentó que previamente había estado con ella. Al parecer, le había aleccionado. Pía me dijo que dejara de escribir: “Usted está haciendo daño a la Iglesia”. Le respondí: “Me remito a otro tribunal donde se juzga el verdadero sentido de la historia”.

El mismo día, por la mañana, visitamos el Centro Papa Luciani de Santa Giustina (Belluno). Su director, Davide Fiocco, es uno de los autores de la biografía oficial del proceso de beatificación: “Está sacada ex documentis (de documentos)”, me dijo con cierto énfasis. Respondí: “Pienso hacer un estudio crítico de la misma para ver si hay lagunas”, “¡basta ya de crónicas!, ha terminado el tiempo de las crónicas. Se requiere una autopsia”. “¡Qué autopsia…!”, me dijo. Añadí: “En América Latina la mayor parte de los prelados está absolutamente a favor de la muerte provocada”. “Por su culpa”, me dijo. Y añadió: “Usted desobedece. Usted está sembrando sospechas, calumnias, usted es Voltaire”. Respondí: “Hago (en conciencia) lo que debo hacer y asumo las consecuencias”. “La verdad requiere otra cosa”, dijo. Comenté: “Una cosa es la Italia laica y otra la clerical. Usted es clerical, ¿sabe lo que piensa la Italia laica?”. Respondió: “No soy clerical. Soy un estudioso que quiere ser honesto. Usted me ofende. Puede marcharse”. Le dije: “¿Ha leído lo que dice el evangelio de hoy? Donde no os reciban bien, os sacudiréis los pies. Esto lo hacemos hoy aquí”. Poco después, el 3 de diciembre, Davide Fiocco me envió un correo en el que decía: “Lo siento”, “a distancia de más de dos meses, tengo aún el pesar por haber perdido los estribos en el encuentro con usted”. Le respondí: “Por mi parte, acepto sus disculpas” (6-12-2018).

Leemos en la biografía oficial: “Es notorio que la imprevista muerte del papa Luciani dio lugar a ilaciones sensacionalistas, que confluyeron en los rentables cauces de la literatura noire”. En la biografía se cita a David Yallop, “autor del primer volumen editado”, a quien se acusa de “mala fe”. Se cita a John Cornwell, autor del siguiente volumen, “a los errores del cual se suma la ligereza con la que el autor fue acreditado en los despachos vaticanos responsables”. Junto a estos dos autores, en nota a pie de página se citan otros. Por ejemplo: Jesús López Sáez, Se pedirá cuenta. Muerte y figura de Juan Pablo I, Madrid 1990 (Biografía, 835).  Por lo que a mí se refiere, la bibliografía no está actualizada, se queda en 1990. Además, aquí la biografía oficial, sin citarlo, sigue al pie de la letra al biógrafo Marco Roncalli incluso en las erratas que comete: desplaza el acento en mis apellidos (Roncalli, 654). El error es garrafal: una vez más, se cuestiona el rigor investigador de los autores de la biografía oficial.

Jesús López Sáez