En el principio era la palabra
 

TERESA DE JESUS
La revolución mística


María Milagros Rivera Garretas, historiadora y filóloga, ha publicado un libro sencillo (para gente joven de edad o de espíritu) que lleva por título “Teresa de Jesús” (Sabina Editorial, 2015). La autora interpreta la experiencia de Teresa desde el orden simbólico de la madre, en la línea de Luisa Muraro, filósofa y fundadora del colectivo “Librería de Mujeres” de Milán: “según vamos aprendiéndolo, un día nos damos cuenta de que todo lo que nos están explicando ya lo sabíamos. Lo sabíamos porque antes de ir al colegio ya sabíamos hablar. A hablar nos había enseñado nuestra madre”, “la lengua que hablamos es la lengua materna y, en nuestro tiempo, se le llama también el orden simbólico de la madre”, “esta capacidad interior oculta, enseñada por cada madre en la primerísima infancia, es el orden simbólico”.

Teresa nace en Avila, el 28 de marzo de 1515, hija de Alonso y de Beatriz, un día de primavera, miércoles santo: “Éramos tres hermanas y nueve hermanos”, “tenía uno casi de mi edad; juntábamos entrambos a leer vidas de santos”, “concertábamos irnos a tierra de moros, pidiendo por amor de Dios, para que allá nos descabezasen”, “espantábanos mucho el decir que pena y gloria era para siempre” (Libro de la vida, 1, 4-5).
La madre de Teresa murió joven, a los treinta y tres años, “la muerte de la madre le pilló a Teresa en el final de la infancia”, un tiempo en el que te empiezas a preguntar “quién quieres ser y qué quieres hacer de mayor”. Teresa “se metió monja en el convento carmelita de la Encarnación de Avila en 1535, cuando tenía veinte años”. Lo hizo escapándose de casa el 2 de noviembre, de madrugada, “para que no se enterase su padre, que no quería. En la Encarnación la esperaba una amiga querida que se llamaba Juana Suárez”.
Sin embargo, a los cuarenta y tantos “se sintió llamada a una vida nueva”, “tomó conciencia de que había venido a la tierra para algo grande y concreto que nadie había hecho antes y que dependía de ella”: “Determiné hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo” (Camino de perfección, 1, 2). En el fondo, se trataba de vivir el Evangelio con un grupo de hermanas: “Sed perfectos como es perfecto vuestro padre celestial” (Mt 5,48).
Como dice la autora, “si una, después de un tiempo mirando bien lo que hay, no está satisfecha con lo que encuentra, tiene que fundarlo, tiene que correr el riesgo de triunfar y fracasar”. Es lo que hizo Teresa: “desde entonces anduvo por el filo del tiempo,  con un pie en el abismo de la persecución”, se marchó del convento de la Encarnación “para refundar la orden religiosa a la que pertenecía”, “por refundar entendía volver a la pureza de los orígenes”.
Teresa hizo la revolución mística mediante la oración: “cogió el orden simbólico de la madre, lo llamó oración y puso a esta en el centro de su existencia y de su búsqueda; y lo mismo hicieron las compañeras y compañeros de sus fundaciones. ¿Para qué? Para alcanzar la perfección que buscaban y sentirse felices, más felices incluso de lo que ellas y ellos merecían. Como un regalo”,  “lo que está dentro de mí es oscuro, son las entrañas, no se ve nada. Teresa enseña a verlo precisamente mediante la oración”, “una oración que no es repetición sino luz y que no viene de fuera sino de dentro, de la palabra que tú consigues poner en la oscuridad de tu interior”. Su revolución “consistió en creer que la espiritualidad personal soberana de cada ser humano es la protagonista de la política y cambia verdaderamente tu vida y el mundo”.
En la presentación de su libro, María Milagros comenta que “Teresa de Jesús hizo en el siglo XVI una apuesta simbólica muy arriesgada”, “no planteó su desafío confrontándose con el poder, que la habría aplastado enseguida y que no estuvo lejos de hacerlo, sino esquivándolo. Lo esquivó haciendo política de lo simbólico. En concreto, valiéndose de una experiencia muy femenina, que es la de saber qué es el vivir o poder vivir en el propio cuerpo la alteridad máxima, la relación máxima, alteridad y relación máxima que es el albergar otro ser. Y esta experiencia la llamó Dios, así, a lo grande”.
“Hoy, añade, el desafío simbólico de Teresa de Jesús nos interpela de nuevo”, “interpela, me interpela, porque la ideología dominante ahora, que es la democracia representativa, está en crisis. Está en crisis porque ha perdido otra vez de vista a su protagonista, que es la criatura humana en su singularidad. La sustituye con mayorías, con correlaciones de fuerzas, con tendencias y con encuestas de opinión sutilmente influenciadas por los medios de comunicación de masas. Teresa de Jesús, que era una gran política, creyó, en cambio, y lo creyó firmemente, que la espiritualidad personal soberana de cada ser humano es la protagonista de la política y cambia verdaderamente tu vida y el mundo. Esta fue su revolución mística”.

Teresa dice que Dios vive en ella, es “algo que te cambia de repente el color de la vida”, “una unión interior que no habías sentido antes”. Es un libro nuevo, una vida nueva: “Es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva; la de hasta aquí era mía; la que he vivido desde que comencé a declarar estas cosas de oración, es que vivía Dios en mí” (Libro de la vida, 23, 1).  Dios está cerca: “Entre los pucheros anda Dios” (Fundaciones, 5, 8). Es la experiencia del Evangelio, nacer de nuevo, “nacer de lo alto” (Jn 3,7), “el reino de Dios está cerca” (Mc 1, 15), “está dentro de vosotros” (Lc 17, 21).
Teresa escribe un libro vivo: “Es un libro que, como el libro de los libros, la Biblia, está lleno de profecías. Y es un libro que tiene vida porque no está hecho de letra muerta y aburrida sino de esa cosa maravillosa que va constituyendo cada existencia. Una cosa que es la experiencia: la experiencia personal propia, que adquieres según vas probando a ser quien tú eres, según vas desarrollando tu propia profecía”. A Teresa se le reveló que “cada vida tiene su propia profecía” y se dispuso, con el impulso de esa revelación, a “dibujar en el mundo la suya”. Dice en el prólogo de Camino de perfección: “No diré cosa que en mí o en otras no la tenga por experiencia o dada en oración a entender por el Señor” (n. 3).
Para Teresa la oración es diálogo con Dios: “No fue una aparición, sino algo que llegó para quedarse. Llegó lo que ella llamaría ‘voces’ (locuciones), que eran el diálogo interior auténtico y confiado, o sea, la oración mental”, “cuando piensas que la felicidad tienes que merecértela, te agotas”, “cuando te das cuenta de que puedes recibir la felicidad que no te mereces, el corazón canta. Empiezas a recibirla”. Las circunstancias históricas de la época hicieron imposible el acceso de Teresa al texto bíblico. En los Indices de los años 1551, 1554 y 1559 se prohibía la publicación de la Sagrada Escritura en lengua vulgar permitiéndose sólo el uso de citas en libros de contenido religioso. “Cuando se quitaron muchos libros de romance que no se leyesen, yo sentí mucho, porque algunos me daba recreación leerlos, y yo no podía ya por dejarlos en latín, me dijo el Señor: “No tengas pena, que yo te daré libro vivo” (Libro de la vida, 26, 6).
Teresa sabe que el obstáculo que hay que superar cada día es el apego al yo, ese “complicado castillo de naipes… que nos construimos dentro, pero que es muy distinto del castillo interior de Teresa de Jesús”: “Ahora vengamos al desasimiento que hemos de tener, porque en esto está el todo”, “la hermana que para su consolación hubiere menester deudos (parientes)….no está desasida, no está sana, no tendrá libertad de espíritu, no tendrá entera paz” (Camino de perfección, 12, 1 y 3). En realidad, ese desasimiento es la renuncia necesaria para seguir a Jesús (Mt 10, 37-39). El punto de referencia es el Evangelio.
Teresa es consciente de la sujeción que sufre la mujer y manifiesta la liberación que viven las hermanas: “Mirad de qué sujeción os habéis librado, hermanas” (Camino de perfección, 24, 4). Comenta la autora esta forma de vida: “una vida sin patriarca”, “el patriarcado se estaba endureciendo en España y en toda Europa en el siglo XVI: había empezado la terrible caza de brujas y las mujeres estaban perdiendo valor social e, incluso, derechos, en comparación con sus abuelas. Había interés en cambiar la política sexual para que los hombres aumentaran su poder sobre las madres, sobre las hijas y sobre la naturaleza o la vida, con el fin de justificar guerras de expansión imperial en el Nuevo mundo descubierto unas décadas antes”.
De acuerdo con el contexto religioso en el que vive, Teresa sitúa su reforma en el marco de la contrarreforma: “Venida a saber los daños de Francia de estos luteranos y cuánto iba en crecimiento esta desventurada secta, me fatigué mucho, y como si yo pudiera algo o fuera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal. Paréceme que mil vidas pusiera yo para remedio de un alma de las muchas que veía perder”. Entonces “determiné hacer eso poquito que era en mí” (Camino de perfección, 1,2).
Hay algunos textos de Teresa que no aparecen en el libro y que matizan su experiencia de fe. Por ejemplo, los que dicen que Dios habla: "¿Pensáis que está callando?, aunque no le oímos bien, habla al corazón" (Camino de perfección, 40,4), es conversación “ya no con hombres, sino con ángeles”, “muy en el espíritu” (Libro de la vida, 24, 7), “debía aguardar a que el Señor obrase”, habla con "palabras y obras", "sus palabras son obras" (25,4), “nunca es en tiempo”, “tan de presto”, no es “cosa fabricada de nosotros” (25,6), “no se puede olvidar” (25, 7), habla "conforme a la Sagrada Escritura" (25,13), a veces “en conversación” con otra persona (25, 16), hay que tener en cuenta “los engaños que puede haber”, “hablar el mismo espíritu a sí mismo”, “cuando es de Dios, tengo muy probado en muchas cosas que se me decían dos y tres años antes y todas se han cumplido” (25,2), “Dios enseña el alma y la habla sin hablar”, “pone el Señor lo que quiere que el alma entienda en lo muy interior del alma y allí lo representa sin imágenes ni forma de palabras” (27,6), leyendo las “Confesiones” de san Agustín “cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto, no me parece sino que el Señor me la dio a mi” (9,8), “podemos tener conversación no menos que con Dios” (1 Moradas, 1,6).
Veamos cómo Teresa percibe a Cristo: “En negocios y persecuciones y trabajos, cuando no se puede tener tanta quietud y en tiempo de sequedades, es muy buen amigo Cristo, porque le miramos Hombre y le vemos con flaquezas y trabajos, y es compañía” (Libro de la Vida, 22, 10), “muchas veces me acordaba de cuando el Señor mandó a los vientos que estuviesen quedos en la mar cuando se levantó la tempestad, y así decía yo: ¿Quién es éste que así le obedecen todas mis potencias, y da luz en tan gran oscuridad en un momento, y hace blando un corazón que parecía piedra….Yo deseo servir a este Señor, no pretendo otra cosa” (25, 19).
Además, está el texto donde Teresa dice que, a veces, se siente misteriosamente acompañada   por quienes “allá viven”: “Acaéceme algunas veces ser los que me acompañan y con los que me consuelo los que sé que allá viven y parecerme aquellos verdaderamente los vivos, y los que acá viven, tan muertos que todo el mundo me parece no me hace compañía” (Libro de la vida, 38,6). No es sólo “inmortalidad”, una abstracción. Es experiencia, una señal del Evangelio: “los muertos resucitan”, “son como ángeles”, para Dios “todos viven” (Lc 20, 36-38).
De una forma especial, Teresa se sintió misteriosamente acompañada por sus padres: “Estando una noche tan mala que quería excusarme de tener oración, tomé un rosario por ocuparme vocalmente”, “estuve así bien poco, y me vino un arrebatamiento de espíritu con tanto ímpetu que no hubo poder resistirle. Me parecía estar metida en el cielo, y las primeras personas que allá vi, fue a mi padre y madre, y tan grandes cosas –en tan breve espacio como se podía decir un avemaría- que yo quedé fuera de mí, pareciéndome muy demasiada merced”, “me quedó también poco miedo a la muerte, a quien yo siempre temía mucho” (Libro de la vida, 38, 1 y 5). Así se entienden mejor los famosos versos que dicen: “Vivo sin vivir en mi / y tan alta vida espero / que muero porque no muero”.
Teresa murió en Alba de Tormes a los 67 años. Como dice la autora, con la cabeza en los brazos de su querida discípula Ana de San Bartolomé, la cual describió así su muerte: “se rió y me mostró tanta alegría que me cogió las manos y recostó la cabeza entre mis brazos, y así la tuve abrazada hasta que expiró”. Era un 4 de octubre del calendario de entonces, pero el papa modificó el calendario y convirtió la fecha en 15 de octubre de 1582.


Jesús López Sáez