En el principio era la palabra
 

EL DIACONADO PERMANENTE
Restauración y revisión


Aurelio Ortín Maynou (Barcelona, 1943) es diácono en la basílica de Nuestra Señora de la Merced de Barcelona y director del Gabinete de Información de la Iglesia en Cataluña. Licenciado en Filosofía y en Teología, es profesor jubilado. Fue ordenado diácono en 1981. Está casado, tiene cuatro hijos y ocho nietos. Siendo amigos desde los tiempos de Filosofía en la Universidad Pontificia de Salamanca, me ha enviado su libro La renovación del ministerio diaconal en el 50 aniversario del Concilio Vaticano II (Centro de Pastoral Litúrgica, 2014), en el que recoge la restauración del diaconado permanente. Presentamos los datos más importantes de esa restauración y, al propio tiempo, hacemos una revisión de la misma a la luz de la Escritura, teniendo en cuenta la situación presente de la Iglesia,  llamada a pasar (con grandes resistencias) de la cristiandad a la comunidad.


1. RESTAURACION DEL DIACONADO


La restauración del diaconado se fue gestando lentamente en el seno de la Iglesia católica de rito latino, sobre todo en Europa. Ya en 1924, el sacerdote Jean Rodhain, fundador de la Cáritas francesa, propuso esta renovación sobre todo “para servicios de caridad”. A partir de 1934, la Cáritas alemana propone transformar el diaconado en un “diaconado de la caridad”. En octubre de 1947, el jesuita alemán Otto Pies publica sus “experiencias de la vida sacerdotal en Dachau”, donde sacerdotes prisioneros en el campo de concentración proponen la renovación del ministerio diaconal. Esta propuesta impresiona al alemán Josef Hornef, magistrado del tribunal regional de Fulda, que en 1949 publica un artículo sobre la renovación del diaconado y en 1959 un libro con este título: “¿Vuelve el diaconado de la Iglesia primitiva?”.
En la primavera de 1951, se funda en Friburgo un círculo de aspirantes al diaconado. En 1952, el cardenal Frings inaugura en Bonn un “Seminario de seglares para la enseñanza religiosa y la cooperación pastoral” a fin de que, una vez formados, puedan colaborar en las parroquias como “vicarios seglares” del sacerdote. En 1953, el presbítero Wilhelm Schamoni, de Paderborn, publica una monografía en la que hace la propuesta pastoral de ordenar padres de familia como diáconos, en la perspectiva de la evolución histórica del ministerio diaconal.  Cáritas alemana da cursos de formación con una espiritualidad de servicio inspirada en la práctica de los diáconos (Hch 6,1-6) y en la actitud de los discípulos de San Francisco.
En el primer Congreso Internacional de Pastoral Litúrgica, celebrado en Asís en septiembre de 1956, el obispo misionero holandés Wilhelm Van Bekkum, vicario apostólico en Ruteng (Indonesia) presenta el deseo de muchos obispos y sacerdotes misioneros: la restauración del diaconado con funciones litúrgico-pastorales y conferido también a hombres casados, tanto en los países de misión como en aquellos más necesitados de atención pastoral.
En marzo de 1959, un congreso de Cáritas Internacional considera conveniente promover el diaconado y, en septiembre del mismo año, el comité ejecutivo decide formular al próximo concilio una petición en favor de la restauración del diaconado. En septiembre de 1961, un grupo de especialistas (entre ellos, Karl Rahner) prepara en Friburgo una obra fundamental sobre el diaconado, Diaconía in Christo, que se publica en otoño de 1962 con las aportaciones teológicas, históricas y prácticas de unos 30 colaboradores. En el mismo año las comunidades diaconales alemanas dirigen una petición al episcopado con la firma de 90 personalidades eclesiásticas y civiles interesadas en la renovación del diaconado.
El Concilio Vaticano II (1962-1965) acoge estas iniciativas y decide restaurar el diaconado. El ministerio eclesial “es ejercido en diversos órdenes por aquellos que ya desde antiguo son llamados obispos, presbíteros y diáconos” (LG 28), “en el grado inferior de la jerarquía están los diáconos, que reciben la imposición de las manos no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio”. Es oficio propio del diácono “administrar solemnemente el bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir el rito de los funerales y sepultura”, también “los oficios de la caridad y de la administración”.
Se constata una situación de necesidad: “Como estos oficios, necesarios en gran manera a la vida de la Iglesia, según la disciplina actualmente vigente en la Iglesia latina, difícilmente pueden ser desempeñados en muchas regiones, se podrá restablecer en adelante el diaconado como grado propio y permanente de la Jerarquía”, “este diaconado podrá ser conferido a varones de edad madura, aunque estén casados, y también a jóvenes idóneos, para quienes debe mantenerse firme la ley del celibato”  (LG 29).
Por tanto, “restáurese el orden del diaconado como estado permanente de vida”, “es justo que aquellos hombres que desempeñan un ministerio verdaderamente diaconal, o que como catequistas predican la palabra divina, o que dirigen, en nombre del párroco o del Obispo, comunidades cristianas distantes, o que practican la caridad en obras sociales o caritativas, sean fortalecidos por la imposición de las manos transmitida desde los Apóstoles” (AG 16).  
Pablo VI con su documento “Sacrum Diaconatus Ordinem” concreta la instauración del ejercicio permanente del ministerio diaconal en la Iglesia. Lo da en Roma el 18 de junio de 1967, fiesta entonces de san Efrén de Siria, diácono y doctor de la Iglesia (306-373) que renuncia a ordenarse presbítero, pues no se considera digno.
El 15 de agosto de 1972, Pablo VI firma dos documentos: “Ministeria quaedam” y “Ad pascendum”. En el primero se reforma la disciplina de la Iglesia latina relacionada con la tonsura, las órdenes menores y el subdiaconado. Se suprime la tonsura y se establece que el ingreso en el estado clerical esté unido al diaconado; desaparecen las órdenes menores de ostiario y exorcista; las de lector y acólito –reservadas sólo a varones- pasan a denominarse ministerios y pueden ser confiadas a laicos; desaparece el subdiaconado, cuyas funciones pasan al lector y al acólito. En el segundo documento se establecen las condiciones de admisión al diaconado, tanto permanente como transitorio: los candidatos han de ejercer los ministerios de lector y acólito y han de declarar por escrito que quieren recibir el diaconado espontánea y libremente. El celibato es obligatorio para los candidatos al sacerdocio y para los diáconos no casados.
Según el Derecho Canónico (1983), “sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación” (c. 1024), “el candidato al diaconado permanente que no esté casado sólo puede ser admitido a este orden cuando haya cumplido al menos veinticinco años; quien esté casado, únicamente después de haber cumplido al menos los treinta y cinco años, y con el consentimiento de su mujer” (c. 1031/2). Este consentimiento ha de ser expresado por escrito (c. 1050/3). Si los diáconos casados enviudan no pueden contraer nuevo matrimonio: “Atentan inválidamente el matrimonio quienes han recibido las órdenes sagradas” (c. 1087). En cuanto a la formación requerida, “los jóvenes, permaneciendo al menos tres años en una residencia destinada a esa finalidad, a no ser que el obispo diocesano, por razones graves, determine otra cosa; los hombres de edad madura, tanto célibes como casados, según el plan de tres años establecido por la Conferencia Episcopal” (c. 236).
Según el Catecismo de la Iglesia Católica (1992), gracias al sacramento del Orden “la misión confiada por Cristo a sus apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos: es, pues, el sacramento del ministerio apostólico. Comprende tres grados: el episcopado, el presbiterado y el diaconado” (n. 1536).
Juan Pablo II, el 22 de febrero de 1998, aprueba dos documentos preparados por la Congregación para la Educación Católica y por la Congregación para el Clero: Normas básicas de la formación de los diáconos permanentes y Directorio para el ministerio y la vida de los diáconos permanentes.
La Comisión Teológica Internacional en su documento “El diaconado: evolución y perspectivas” (2002) pone de relieve que en el Nuevo Testamento el verbo ‘diakonein’ designa la misión misma de Cristo en cuanto servidor y el ejercicio del servicio llevado a cabo por sus discípulos. Haciendo un recorrido desde el siglo III, se dibujan los cambios hasta que, en el siglo IX, éste queda, en la Iglesia latina, como un ministerio que sólo puede ser conferido a hombres célibes que están en el camino hacia el presbiterado.
El 28 de abril de 1968, en la catedral de Colonia (Alemania), son ordenados los cinco primeros diáconos permanentes de la Iglesia latina. Pronto se hace patente que son las Iglesias del Primer Mundo las que acogen mejor esta renovación y no tanto las del Tercer Mundo. La mayoría de los diáconos permanentes son casados, padres de familia y ejercen una profesión civil.
En la Iglesia Católica de rito latino, el año 2013 hay aproximadamente 42.316 diáconos permanentes en 130 países: en Europa 13.858, en Asia 230, en Africa 419, en América 27.258, en Oceanía 371. En Europa: Alemania 3.130, Italia 4.191, Francia 2.539,  Gran Bretaña 848, Austria 639, Bélgica 599, España 395, Países Bajos 374, Portugal 330, Suiza 247, República Checa 201, Hungría 118. En América: EE UU 17.501, Brasil 3.182, Canadá 1.188, Chile 1.019, México 884, Argentina 839, República Dominicana 535, Colombia 515, Puerto Rico 488, Venezuela 231, Paraguay 173, Bolivia 105, Uruguay 103. En Asia: Líbano, 34; India, 33; Japón, 28; Irak, 22; veinte países no llegan a 20. En Africa: República Sudafricana, 239; Namibia, 50; Zimbaue, 22; Camerún, 20; Reunión, 19; Egipto, 14; veinte países no llegan a 10. En Oceanía: Australia, 133; Samoa, 67; Micronesia, 44; Polinesia Francesa, 44; Nueva Zelanda, 38; seis países no llegan a 20.
En España: Albacete 13, Alcalá 4, Almería 4, Avila 2, Barbastro-Monzón 3, Barcelona 42, Bilbao 5, Cádiz y Ceuta 15, Coria-Cáceres 9, Cuenca 1, Gerona 9, Getafe 7, Granada 2, Huelva 17, Jaén 1, Jerez 16, León 1, Lérida 4, Madrid 29, Málaga 14, Mallorca 11, Menorca 3, Orihuela-Alicante 8, Palencia 1, Pamplona 3, Salamanca 4,  San Feliu de Llobregat 18, San Sebastián 1, Santander 5, Santiago de Compostela 6, Segorbe-Castellón 3, Sevilla 56, Solsona 5, Tarragona 8, Tarrasa 12, Tenerife 6, Tortosa 5, Tui-Vigo 2, Urgel 2, Valencia 16, Valladolid 8, Vic 12, Vitoria 4.
Las diócesis catalanas tienen cada una un delegado para el diaconado permanente, la mayoría de ellos son presbíteros. En general, valoran positivamente la recepción que en su diócesis se ha hecho del diaconado permanente.
Aspectos positivos: se ha retomado el ejercicio de un ministerio ordenado; es dar respuesta a una vocación que el Señor suscita en la Iglesia; los diáconos llevan a cabo una labor pastoral meritoria y hacen una aportación muy responsable; a pesar de las limitaciones que suelen tener muchos diáconos debido a serias obligaciones familiares y del trabajo civil que ejercen, es bueno que se vean personas, casadas o no, que asumen responsabilidades propias del ministerio ordenado; no ha habido secularizaciones de diáconos; ya no resulta extraña la presencia de ministros casados; se valora positivamente el apoyo y acompañamiento de las esposas; en muchos lugares, es una solución a la escasez de presbíteros.
Aspectos negativos: hay que precisar mejor los encargos o misiones que se les confían; falta preparación; se pierde el interés por la formación permanente; se busca el diaconado como medio de promoción personal; se descuida la atención a la familia; se sienten poco valorados por los presbíteros; hay diáconos que tienen ínfulas en relación a los presbíteros; hay quien no ve necesario el servicio del diácono; se le ve como un figurante que da solemnidad al ceremonial litúrgico; ya tenemos a los laicos; lo que necesitamos son sacerdotes y no diáconos
 


2. SERVIDORES DE LA COMUNIDAD


Revisamos la restauración del diaconado a la luz de la Escritura. En el Evangelio, Jesús define su propia misión como servidor y la de sus discípulos como servidores: “El hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir” (Mt 20,28), “yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22,27), “no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos” (Mt 23,8), “el primero entre vosotros será vuestro servidor” (23,11). Así han de ser los dirigentes de la comunidad.
Las primeras comunidades cristianas tienen sus dirigentes: apóstoles y presbíteros (Hch 15,22), profetas y maestros (13,1; 2 P 3,2), obispos y diáconos (Flp 1,1), evangelizadores y pastores (Ef 4,11). Los términos no son aún fijos ni tampoco corresponden con exactitud a los actuales. Los diferentes servicios van apareciendo poco a poco, según los lugares y las necesidades. Hay también profetisas, como las hijas de Felipe (Hch 21,9), y diaconisas, como Febe. Pablo la presenta como “diácono de la iglesia de Céncreas” y “protectora de muchos”, incluso de él (Rm 16,1-2).
Los doce aparecen en la primera comunidad como un grupo especial: garantizan la continuidad de la misión de Jesús y organizan la vida de la comunidad (Hch 2,42; 8,14-17). En la elección de Matías, Pedro señala las condiciones que ha de tener el apóstol: haber acompañado a Jesús desde el principio y ser testigo de su resurrección (1,21-22).
En la comunidad de Jerusalén, Santiago, "el hermano del Señor", aparece rodeado de un consejo de ancianos (presbíteros), según el modelo de organización vigente en las sinagogas (15,13.22; 21,18). El propio Pedro se considera “presbítero” (1 P 5,1), lo mismo que Juan (2 Jn 1; 3Jn 1). Sin embargo, entre los cristianos de lengua griega (Flp 1,1; 1 Tm 3,1.8) se usan términos que expresan una función de carácter general: inspectores (obispos) y servidores (diáconos). En la comunidad de Jerusalén, los siete se ocupan del sector griego de la comunidad (Hch 6,2-6), un sector crítico con el templo, como Esteban (6,11-7,60).
Los apóstoles reconocen la gracia concedida a Pablo (Ga 2,9). Cristo mismo le ha confiado el servicio (1 Tm 1,12). Pablo se considera a sí mismo y considera a sus colaboradores como “servidores” (1 Co 3,5; 16,15; 2 Co 3,6). Pablo tiene la responsabilidad de las comunidades que funda. En Efeso deja a Timoteo (1 Tm 1,3) y en Creta a Tito (Tt 1,5). Los dirigentes de las comunidades locales se distinguen de los colaboradores personales de Pablo, que él mismo escoge cuidadosamente (Flp 2,19-24). Junto a las grandes comunidades, como Jerusalén o Antioquía, están las comunidades pequeñas (1 Co 16,19), cuya dirección puede corresponder al cabeza de familia, varón o mujer (Rm 16,3-5; Col 4,15). En Filipos, la comunidad empieza por un grupo de mujeres; una de ellas, Lidia, pone su casa a disposición de Pablo (Hch 16, 13-15); Evodia y Síntique luchan por el Evangelio a su lado (Flp 4,2-3).
En las cartas pastorales, mediante la imposición de manos de un consejo de ancianos y la palabra de un profeta, ciertos cristianos en los que la comunidad ha visto una gracia del Señor son incluidos entre los servidores, ancianos o supervisores (1 Tm 4,14). Originalmente, la imposición de manos significa elegir a alguien levantando la mano. Se dan algunos criterios de elección: se considera normal que estos dirigentes sean casados, padres de familia que han dado prueba de dirigir bien su casa y de educar a sus hijos (1 Tm 3,1-13; Tt 1,5-9). Pablo renuncia a una vida conyugal con libertad y al servicio del Evangelio, sin criticar a los demás. Cada cual tiene su gracia; unos de una manera, otros de otra (1 Co 7,7.25; 9,5).
Pablo recomienda a Timoteo guardar el depósito de la fe y evitar “las palabrerías profanas”, también las objeciones de la “falsa ciencia”, es decir, de la falsa “gnosis”: “algunos que la profesaban se han apartado de la fe” (1 Tm 6, 20-21). Los judíos “tienen celo de Dios, pero no conforme a un pleno conocimiento” (Rm 10, 2), “todos tenemos conocimiento (ciencia), pero el conocimiento hincha, el amor en cambio edifica. Si alguien cree conocer algo, aún no lo conoce como se debe conocer” (1 Co 8,1-2), “no todos tienen este conocimiento” (8,7). Pablo instruye “a todos los hombres con toda sabiduría, a fin de presentarlos a todos perfectos en Cristo” (Col 1, 28), lucha para que todos alcancen “el perfecto conocimiento del misterio de Dios” (2,2).


3. DE LA COMUNIDAD A LA CRISTIANDAD


A finales del siglo I, Clemente Romano en su primera carta a los corintios escribe que los apóstoles “según anunciaban por lugares y ciudades la buena nueva y bautizaban a los que obedecían al designio de Dios, iban estableciendo a los que eran primicias de ellos -después de probarlos por el espíritu- como obispos y diáconos de los que habían de creer” (42,4). El documento llamado Doctrina de los Apóstoles, compuesto quizá ya en el siglo I, habla de "profetas y maestros". De los profetas dice: “Ellos son vuestros sumos sacerdotes” (13,3). Dice también: “Elegíos obispos y diáconos... porque también ellos os administran el ministerio de los profetas y maestros” (15,1).
En las cartas que Ignacio de Antioquía escribe camino del martirio (hacia el año 107), en cada comunidad aparece un obispo, asistido por ancianos (presbíteros) y diáconos. Escribe a los cristianos de Éfeso: “todos vosotros vivís según la verdad”, “no escucháis a persona alguna que hable de otra cosa que no sea de Jesucristo en la verdad” (Ef 6,2). Y a los de Trales: “Que toméis sólo el alimento cristiano, y os abstengáis de forraje extraño” (Tral 6,2). En cuanto a la Eucaristía, dice que “sólo ha de tenerse por válida aquella que se celebre por el obispo o por quien de él tenga autorización” (Esm. 8,1).
Justino (100-165) es un maestro cuya autoridad depende de su formación, no de un puesto oficial en la Iglesia. Condena a los gnósticos, a Marción, a Valentín y a otros como  “herejes sin Dios y sin piedad”. En realidad, no son cristianos. Los cristianos tienen “un recto sentir en todo” (Dial 80,3-5; 35, 4-6).
El escritor cristiano Hegesipo (+ 180) apunta lo siguiente: “Hasta aquellas fechas (mientras vivían los apóstoles) la Iglesia permanecía virgen, pura e incorrupta” (Eusebio, Historia Eclesiástica, III, 32).
Ireneo de Lyon (hacia 155-202) presenta al obispo como la respuesta adecuada frente a los herejes. Los obispos verdaderos pueden remontar su ascendencia hasta (al menos) uno de los apóstoles. Como ejemplo, aporta la sucesión de los obispos de Roma, pues esta iglesia “es la mayor, más antigua y más conocida de todas” (Haer 3,1-3). El obispo asegura que la tradición apostólica verdadera es “manifiesta en todo el mundo” y resulta “fácil recibirla de manos de la iglesia” (Haer 3, 3, 1; 3, 4,1).
Para Clemente de Alejandría (hacia 160-215) el maestro es el verdadero presbítero. La persona que “ha vivido de forma perfecta y conforme a la gnosis” es “realmente un presbítero de la iglesia”, aun cuando “no haya sido ordenado por los seres humanos” (Strom. 6, 13, 106, 1-2). Su cristiano ideal es “nuestro gnóstico”, “el gnóstico hablando con propiedad”. Sus rivales son “falsamente llamados” gnósticos. “La gnosis (verdadera) ha llegado mediante una sucesión a unas pocas personas, transmitidas por los apóstoles sin ponerla por escrito” (Strom. 67, 61, 3).
Para Orígenes (hacia 185-251), el dirigente cristiano ideal recibe el don de conocer el significado más profundo de la Escritura. El obispo tiene graves responsabilidades, pero el verdadero liderazgo de la iglesia recae en quienes interpretan las Escrituras y transmiten su mensaje de salvación a los demás. El verdadero obispo no es siempre el obispo visible. Los sacerdotes auténticos son “aquellos que están realmente dedicados a la Palabra divina y al culto de Dios” (Homilía sobre Nm 2,1; Comentario a Jn 1,10). Orígenes se esforzó, particularmente en su libro “Sobre los primeros principios”, por crear un “corpus” cristiano de pensamiento que pudiese competir con los gnósticos.
Durante los siglos II y III, la praxis de tener un único obispo que supervisa todas las iglesias de una ciudad, el obispo monárquico, se extiende por todo el Imperio, en parte “para asegurar la unidad y la uniformidad dentro de cada comunidad cristiana y entre todas ellas”. Los obispos se presentan como garantes de la “regla de fe” y de la recta praxis, las cuales, a su juicio, corren peligro “a causa de las especulaciones de filósofos o maestros autónomos".  
En la Iglesia antigua, cada comunidad participa en la elección de sus dirigentes. Cipriano, en el siglo III, reclama este derecho incluso frente al papa Esteban: “Que no se le imponga al pueblo un obispo que no desee” (Ep. 4,5). Y León  Magno, en el siglo V, formula este principio: “Aquel que debe presidirlos a todos debe ser elegido por todos”. Dice también: “No se debe ordenar obispo a nadie contra el deseo de los cristianos y sin haberlos consultado expresamente al respecto” (As Anastasium). En la Iglesia antigua no se conocían las parroquias. Cada comunidad tenía su obispo.
El canon 6 del concilio de Calcedonia (año 451), conocido no sólo en Oriente sino también en Occidente, donde estuvo vigente hasta el siglo XII, traduce en términos jurídicos la concepción y la práctica del ministerio en la Iglesia antigua. Dicho canon declara nula e inválida la ordenación absoluta, es decir, la ordenación de un candidato desvinculado de una comunidad: “Nadie puede ser ordenado absolutamente ni como sacerdote ni como diácono… si no se le asigna claramente una comunidad local en la ciudad o en el campo, en un ‘martirium’ (sepultura de un mártir) o en un monasterio”(PG 104, 558).
Poco a poco, la pluralidad de servicios del Nuevo Testamento se va reduciendo según el modelo del Antiguo Testamento (sumo sacerdote, sacerdotes, levitas) a un triple escalafón fijo: obispo, presbítero, diácono. A partir del siglo III, se empieza a hablar en la Iglesia de ”ordenación” para indicar la incorporación de un cristiano al “orden” del ministerio eclesial. En el mundo romano, estos términos se utilizan para el nombramiento de los funcionarios imperiales.
Ya en el siglo IV, como reacción al paganismo ambiental, surge la tradición ascética del monacato, también llamado “orden”: “Los obispos y los sacerdotes que les estaban sometidos fueron poco a poco estructurándose como ‘funcionarios’ al servicio del imperio en agrupaciones cuasi monásticas”  (Snela, 414).
En el año 313, con el edicto de Milán, el emperador Constantino decreta la tolerancia del culto cristiano. Se equipara a los sacerdotes cristianos con los sacerdotes paganos y se les conceden ayudas económicas por parte del Estado. En el 325, promueve e impone las decisiones del concilio de Nicea, exiliando a los obispos que se niegan a cumplirlas. El exilio es la primera medida que usan los emperadores. A comienzos del siglo V, los herejes se enfrentan a la cárcel, a gravosas multas y a la confiscación de sus lugares de culto (ver Brakke, 196-212).
En el 380, con el edicto de Tesalónica, Teodosio proclama al cristianismo como religión oficial del Estado. Con ello se establece una nueva situación religiosa y política: la Iglesia pasa de la persecución a la protección oficial; los paganos y herejes son ahora perseguidos; el catecumenado se difunde primero para ir desapareciendo después; las masas entran en la Iglesia sin catequizar, y el emperador, a la vez cristiano y depositario de la más alta autoridad temporal, interviene e interfiere en los asuntos de la Iglesia.
En los siglos IV-V, los obispos son “sumos sacerdotes”; los presbíteros, sacerdotes “de segundo orden” o, simplemente, sacerdotes. Ahora la tensión no se establece entre Iglesia y mundo, como en la Iglesia primitiva (ver Rm 12,2), sino entre clero y laicos. La Iglesia se concibe como una institución investida de poder (jerarquía) frente al pueblo cristiano reducido a una masa sin competencias. El papa Gelasio (492-496) define la situación con su doctrina de los dos poderes: el sacerdocio y el imperio. Es la iglesia de cristiandad, una iglesia en la que se identifica cristianismo y sociedad, una iglesia que va de la comunidad a la cristiandad. Hay que desandar el camino.
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4. DE LA CRISTIANDAD A LA COMUNIDAD


La restauración del diaconado se sitúa dentro de una Iglesia, que (desde el Concilio) está llamada a pasar de la cristiandad a la comunidad. Si lo miramos atentamente, desde hace 50 años se está produciendo un hecho inexorable: el desmoronamiento de la vieja cristiandad, una cristiandad que se apoya básicamente en la función del clero. El clero envejece y escasea.
Indicadores no faltan. Por ejemplo, en España el número de sacerdotes ha bajado un 40% en la última década. Los curas que vienen de otros países son más de 500, pero el porcentaje es muy bajo en el total de los 18.633 sacerdotes de nuestro país (Vida Nueva, n. 2798). El número de sacerdotes baja a un ritmo de 200 por año. Casi la mitad de los sacerdotes, unos 9.000, están jubilados. Las ordenaciones sacerdotales son insuficientes. En España: 117 en 2014, 131 en 2013, 130 en 2012, 122 en 2011. En el mundo: 809 en 2009, con un total de 410.593 sacerdotes.
¿Cuál es la causa de ese desmoronamiento? El diagnóstico lo hace el Concilio: "El género humano se halla hoy en un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero" (GS 4). Hay que "escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio". No es culpa del Concilio, ni de una interpretación inadecuada del mismo. La vieja cristiandad, con sus ruinas seculares, se desmorona. No aguanta la sacudida del terremoto, los cambios profundos y acelerados del mundo contemporáneo.
Lo dijo Juan Pablo I a su consejero teológico don Germano: “Tú eres testigo. El Concilio no rompió las barreras de contención, como se decía y se sigue diciendo todavía por mentes desafortunadas. No fue la causa del derrumbe de ideas y valores, de reglas, tradiciones y costumbres hasta entonces válidas e intocables. El Concilio llegó por voluntad de Dios a un mundo en rápida transformación cultural, social y religiosa” (Bassotto, 132).
En esa situación de crisis llega el Concilio y remite a las fuentes de la experiencia comunitaria como modelo de renovación eclesial. El texto más importante del Concilio, lo dijo hace años Carlos Osoro, es Hechos 2, el pasaje de la primera comunidad cristiana. El Concilio ve en la experiencia comunitaria de los orígenes (Hch 2,42-47) el modelo no sólo de la vida religiosa (PC 15,1), de la de los misioneros (AG 25,1) y de los sacerdotes (PO 17,4 y 21,1), sino de todo el santo pueblo de Dios (LG 13,1;DV 10,1). Así nace, así renace, así se renueva la Iglesia: volviendo al cenáculo (Hch 1,13-14 y 21), a Pentecostés, a la experiencia comunitaria de los Hechos de los Apóstoles.
En realidad, ¿qué había antes del Concilio? Dice el obispo Luciani: “Una especie de subalimentación religiosa en muchas partes", "se nos contentaba con una religiosidad popular, que se nutría de prácticas y costumbres religiosas tradicionales, no vivificadas por el contacto con la liturgia y la palabra de Dios, no situadas dentro de una instrucción religiosa profunda. En la misma liturgia los laicos asistían pasivamente, como objeto y no como sujeto de los ritos santos, espectadores, no autores: en la medida en que el celebrante se distanció de la comunidad, siguiendo al altar situado cada vez más hacia el fondo del ábside, el pueblo no habló más y no pudo seguir las lecturas hechas por un lector que le volvía la espalda; el corazón de la misa, el canon, fue leído por el celebrante en voz baja, mientras, individualmente, cada cual decía una plegaria por cuenta propia sin mirar a los demás. En la Iglesia un poco se rezaba como se come en un restaurante, donde uno está en una mesa, otro en otra; uno está en la menestra, otro en la fruta. Cosa bien distinta es comer en familia, todos juntos, los padres con sus hijos, los hijos bajo la mirada de la madre. La liturgia renovada lleva al sentido de la familia, a la oración comunitaria” (Opera Omnia 4, 138-139). Hay que volver a las fuentes.
Hay que permanecer atentos a los signos de los tiempos, discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos de los cuales participamos con nuestros contemporáneos "los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios" (GS 11). Ahora, 50 años después, tenemos perspectiva. Lo que está sucediendo está dentro del plan de Dios. El juicio de la vieja cristiandad está en acción. Quedará un resto: "Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde" (Sof 3,12), "ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles" (Lc 3,9). En realidad, afecta a todas las Iglesias. Cada confesión cristiana ha de revisar su propia tradición a la luz del Evangelio. La movilidad del mundo contemporáneo nos lleva a encontrarnos. Ahora podemos constatar el lastre de cada tradición. Ahora podemos verificar lo que el viento se llevó. Ahora podemos compartir la experiencia del Evangelio. Hay que pasar de la cristiandad a la comunidad.
En medio del diluvio que viene, hacen falta barcas, es decir, comunidades vivas. Es algo obvio, pero conviene decirlo: cuando venga el diluvio, flotarán las barcas. Lo cantamos muchas veces: "No es, no, la Iglesia inerte,/ que ve con desaliento/ en desmoronamiento la vieja cristiandad,/ es la que se convierte / y vuelve hacia las fuentes / de la Iglesia naciente,/ siendo comunidad". Suele olvidarse. Sin embargo, Juan XXIII convocó el Concilio por este motivo: “La obra del nuevo Concilio Ecuménico tiende sólo y únicamente a hacer brillar en el rostro de la Iglesia de Jesús los rasgos más bellos y más puros de su origen” (13-11-1960).
Por tanto, vuelta a las fuentes, denuncia del viejo templo, llamada a la conversión, comunidad viva que escucha la palabra de Dios en medio de la historia. El viejo templo no sirve. Jesús lo denuncia (Jn 2,14-19). En la nueva creación que introduce el Evangelio "templo no vi ninguno, porque el Señor es su templo" (Ap 21,22). Con la experiencia de su resurrección, con su presencia nueva, Jesús inaugura un nuevo templo, la comunidad de discípulos: "Vosotros sois el cuerpo de Cristo" (1 Co 12,27), "piedras vivas" (1 P 2,5).
De hecho, la restauración del diaconado permanente se hace en el marco de la Iglesia existente, una Iglesia que necesita renovarse, pero que se encuentra en situación de cristiandad, una cristiandad que se desmorona. Ahora bien, en medio de una Iglesia que se renueva, es preciso revisar la tradición del escalafón jerárquico: los tres grados no responden al planteamiento original.
Si sirven, ¿por qué un tercer grado de servidores? Si dirigen en nombre del párroco o del Obispo comunidades cristianas distantes (AG 16), ¿por qué no pueden celebrar la Eucaristía? Desde el principio, se constata una situación de necesidad (LG 29). En el fondo, la restauración del diaconado ¿es una solución parcial y subordinada a la escasez de presbíteros? Asimismo, es preciso revisar el derecho canónico sobre el ministerio ordenado: su limitación a varones y la ley del celibato que se aplica incluso a diáconos que enviudan. Sorprendente. No es eso lo que dice la Escritura: el viudo “queda libre para casarse”  (Rm 7,2; 1 Co 7,39).
El Concilio Vaticano II valora el celibato sacerdotal como “fuente particular de fecundidad espiritual” y, aunque reconoce que “no se exige por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva y por la tradición de las Iglesias orientales”, sin embargo, confirma la legislación existente en la Iglesia latina (PO, 16).
Ciertamente, el celibato (asumido como imitación y seguimiento de Cristo) es una opción radical por la que el discípulo queda plenamente disponible al servicio del evangelio (Mt 19,12). Ahora bien, si Cristo confió el ministerio apostólico a hombres casados (y no casados) y los apóstoles, a su vez, hicieron lo mismo, de esa misma manera puede y debe actuar la Iglesia. Dice San Pablo, aunque manifiesta cuál es su posición personal y su preferencia: “En cuanto al celibato, no tengo mandato del Señor (1 Co 7,25). En cualquier caso, es fundamental que la opción sea fruto de la gracia (no de la ley) y sea claramente libre: “Donde está el espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Co 3,17).
La pretensión de resolver el problema del ministerio sacerdotal vinculándolo a la ley del celibato no es expresión de fe ni se apoya en la palabra de Jesús. En el fondo, es señal de presunción y de temeridad, una práctica que es preciso revisar y que, como se puede constatar, tiene malas consecuencias: condicionantes de la preparación al sacerdocio, secularizaciones y abandonos posteriores, crisis de vocaciones, envejecimiento del clero, casos de pederastia. Llama la atención lo que recoge Aurelio: “No ha habido secularizaciones de diáconos en las diócesis catalanas desde la renovación del diaconado”.
En los primeros tiempos no hay seminarios, cuya fundación decreta el Concilio de Trento (1545-1563), pero hay comunidades donde se dan diversos carismas, entre ellos el de presidencia de la comunidad: “Hay diversidad de carismas, pero el espíritu es el mismo; diversidad de servicios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra todo en todos” (1 Co 12, 4-6), “y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar como profetas; en tercer lugar como maestros; luego, los milagros; luego, el don de curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas” (12, 28).
Convocada por Pablo VI, en abril de 1976 se reúne en Roma la Comisión Bíblica Internacional para tratar el tema de la ordenación de la mujer al sacerdocio. De los 19 miembros que la componen, asisten 17. Se nota la diferencia entre los venidos de fuera y los de Roma, más conservadores. A la pregunta “si, por el testimonio del Nuevo Testamento solo, se puede concluir como definitiva la exclusión de la mujer de una posible ordenación sacerdotal”, la respuesta es: 5 SI, 12 NO.
Juan Pablo II en su carta Ordinatio sacerdotalis (1994) zanja el tema de la ordenación de la mujer, a su entender, de forma definitiva: “Declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia” (n. 4). Sin embargo, hay que decirlo, el papa “no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio” (DV 10).
En el diálogo ecuménico se afirma cada vez más que no hay razón teológica alguna para continuar excluyendo a la mujer del ministerio ordenado, desde la dignidad humana y cristiana común: en Cristo “ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer” (Ga 3,28).
La igualdad fundamental de todos es una señal de nuestro tiempo, tan fácil de percibir como el tiempo que se avecina (Mt 16,3), una señal asumida por el  Concilio como acción del espíritu de Dios en nuestro tiempo: “Toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser contraria al plan de Dios” (GS 29; El día de la cuenta, 322-324).


5. CONCLUSION


En conclusión, agradecemos a Aurelio su interesante libro sobre la restauración del diaconado permanente. Es un servicio sencillo y útil, que permite conocer fácilmente la renovación del ministerio diaconal realizada a partir del Concilio Vaticano II, “como ministerio permanente y no, como era hasta entonces, como un simple paso para llegar al presbiterado”.
Entendemos que esa renovación queda condicionada por la situación eclesial en la que se produce. Por tanto, hay que hacer una revisión a la luz de la Escritura, volver a las fuentes de la experiencia comunitaria y sacar las consecuencias: recuperar sin cortapisas ni condicionantes un “servicio” que tiene en las palabras de Jesús la mejor indicación: “el que quiera ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor” (Mc 10, 43).
Teniendo en cuenta la actual situación del clero, que envejece y escasea, puede llegar un día en que se dé una simplificación: se reduzca el triple escalafón y se hable sólo de “obispos y diáconos” (Flp 1,1). En este caso, la restauración conciliar del diaconado sería una etapa previa y preparatoria.
Si se vuelve a la experiencia comunitaria de los orígenes, la organización de la comunidad no tiene por qué corresponder exactamente a la organización actual, propia del sistema de cristiandad. En las primeras comunidades cristianas, los diferentes servicios van apareciendo poco a poco, según los lugares y las necesidades. Hay una diversidad que también puede y debe darse ahora.
Asimismo, si se vuelve a la experiencia comunitaria de los orígenes, esa vuelta tiene una dimensión ecuménica. Todo lo que vuelve al Evangelio converge y, por tanto, favorece “la restauración de la unidad”, “uno de los principales objetivos del Concilio ecuménico Vaticano II” (UR 1), objetivo que responde a la voluntad y a la oración de Jesús: “Que todos sean uno” (Jn 17, 21).


                                                                                                                                                                                                                                                                     Jesús López Sáez

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