En el principio era la palabra
 

LA REFORMA

El fin de la Edad Media

 

Con ocasión del V Centenario de la Reforma, que se celebró el 31 de octubre de 2017, hemos abordado en la Comunidad de Ayala una serie de catequesis sobre la Reforma. Empezamos comentando el libro de Francisco García Lorenzana titulado La Reforma (Plataforma, 2017). El autor es licenciado en Historia Contemporánea por la Universidad de Barcelona y profesor de Historia de la Iglesia en el Centro de Formación Bíblica del Vallés Occidental. Es de la Iglesia Evangélica.

El libro aborda estos aspectos: el fin de la Edad Media, diversas reformas (luterana, calvinista, anglicana, radical, católica, española) y la Reforma en Europa, que supone la disgregación del Imperio. Hemos añadido otro aspecto: la reforma que falta, recordando que la restauración de la unidad es objetivo del Concilio  Vaticano II, “uno de los principales propósitos” (UR 1).

De este modo, hemos procurado hacer un diálogo ecuménico y un adecuado discernimiento. En el diálogo ecuménico, dice el Concilio, “todos adquieren un conocimiento más auténtico y un aprecio más justo de la doctrina y de la vida de una Comunión”, “todos examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo sobre la Iglesia y, como es debido, emprenden animosamente la tarea de renovación y de reforma” (UR 4).

El primer tema es una introducción. Recoge el contexto histórico en el que se produce la Reforma y lo que supone: el fin de la Edad Media. El fin de la Edad Media no tiene una fecha, pero pueden citarse tres acontecimientos históricos: el descubrimiento de América, la revolución copernicana y la Reforma religiosa. Sus protagonistas son: Cristóbal Colón, Nicolás Copérnico y Martín Lutero.

1. El descubrimiento de América

Cristóbal Colóncreyó acertadamente que navegando hacia el oeste podría alcanzar las costas de Cipango (Japón), abriendo una nueva ruta comercial que acortase los tiempos y los peligros de la Ruta de la Seda y de la circunnavegación de África: “Su proyecto se basaba en unos cálculos erróneos de la circunferencia de la Tierra que situaban a las Islas Canarias a solo 2.400 millas de Cipango, cuando en realidad están a 10.700”, “se encontraron con todo un continente que les impedía el paso hacia Oriente. Las tierras que más adelante serían bautizadas como América ya habían recibido la visita de otros europeos, los vikingos de Islandia y Groenlandia, hacia finales del siglo X, pero su recuerdo no había perdurado en Europa”.

“América rompió los límites geográficos y amplió el horizonte espacial y mental de los europeos del siglo XVI: las fronteras que reducían el mundo a algo más de lo que ya era conocido durante el imperio romano, que había desaparecido mil años antes, se habían roto para siempre y de repente aparecía un mundo nuevo por explorar, que planteaba preguntas importantes en el ámbito religioso y espiritual”. Los nativos americanos ¿podían considerarse humanos?, ¿tenían alma? Estas y otras preguntas provocaron la reflexión de teólogos y juristas, que iniciaron el camino hacia la definición de lo que  con el tiempo serán los “derechos humanos” consagrados por las Naciones Unidas.

Españoles, portugueses, franceses e ingleses aprovecharon los recursos procedentes de la minas del continente americano a costa del sufrimiento y la muerte de grandes contingentes de poblaciones indígenas. Los recursos aportados a la monarquía hispánica permitieron pagar las campañas europeas de Carlos V y, a través de los préstamos otorgados por los banqueros alemanes e italianos, se inyectó dinero para pagar a los  diversos bandos que intervinieron en el conflicto religioso (Lorenzana, 12-17).

Recordamos la experiencia de Bartolomé de las Casas, que participa con Ovando en la violenta conquista de los indios taínos. Desde enero de 1513 participa con Pánfilo de Narváez en la conquista de la isla de Cuba, donde la dominación europea de los cristianos se impone "a sangre y fuego". Todo estaba aparentemente en orden, cuando llega el conquistador Diego Velázquez y le pide a Bartolomé que les celebre la misa y les predique el evangelio. Se encontró aquel pasaje del Eclesiástico (34,18-22) que le dejó anonadado: “Sacrificios de bienes injustos son impuros” (ver Proyecto Catecumenal I, Los sordos oyen).

2. La revolución copernicana

La ciencia medieval estaba condicionada por el pensamiento teológico y se había movido dentro de los márgenes limitados del aristotelismo, expurgado de cualquier elemento que pudiera considerarse contradictorio con las creencias cristianas, y había dejado de lado buena parte de las aportaciones de la ciencia de la Grecia clásica, que se conocía a través de los originales griegos y las traducciones árabes.

El principal punto de fricción entre la ciencia emergente y las creencias tradicionales, defendidas por la Iglesia como verdades inmutables de la fe, se centró en la visión del mundo: Aristóteles (384-312 a.C.) situaba la Tierra en el centro del universo (geocentrismo), en él cada astro ocupaba una esfera compuesta por elementos propios y un movimiento natural.

A partir de este planteamiento y basándose en el sistema geométrico de Eudoxo de Cnido (390-337), Claudio Ptolomeo desarrolló en el siglo II un modelo que permitía calcular el movimiento pasado, presente y futuro del sol, la luna, las estrellas y los planetas. El Almagesto de Ptolomeo se convirtió en el libro de referencia de la astronomía medieval. Este modelo encajaba con las creencias defendidas por la Iglesia de que la Tierra está en el centro del universo y todo gira a su alrededor. Se citaba el pasaje de la Biblia en el que Josué manda parar al sol: “El sol se paró en medio del cielo y no tuvo prisa en ponerse” hasta que el pueblo venció a sus enemigos (Jos 10, 3). Es una imagen: el día se hizo largo.

Sin embargo, la visión de Aristóteles no fue el único modelo planteado por la ciencia griega. Aristarco de Samos ya había formulado hacia el año 270 a.C. un modelo que situaba al sol en el centro del cosmos (heliocentrismo), lo que resolvía buena parte de los problemas del modelo ptolemaico. Así lo constataban las observaciones cada vez más precisas de los astros y los cálculos de sus movimientos. Las ideas de Aristarco, Heráclides de Ponto y la escuela pitagórica fueron redescubiertas y sistematizadas por el astrónomo polaco Nicolás Copérnico en su obra Sobre las revoluciones de las esferas celestes, publicada después de su muerte en 1543. El heliocentrismo iba en contra de lo que se consideraba verdad religiosa. El caso más destacado de este enfrentamiento es el de Galileo Galilei, obligado a retractarse de sus ideas en 1633 (Lorenzana, 17-23). El astrónomo Juan Kepler (1571-1630), de confesión luterana, apoyó la revolución copernicana y formuló su hipótesis sobre el año del nacimiento de Cristo (ver Proyecto Catecumenal II, Hemos visto su estrella).

Junto a los griegos Aristarco y Heráclides, hay que citar a Eratóstenes de Cirene (276-194 a.C.), que fue el primero en calcular la circunferencia de la Tierra. Lo recoge el filósofo Gustavo Bueno. Alejandro Magno (+ 323 a. C.), después de haber llegado a la cuenca del Indo, es informado por unos príncipes hindúes que, a pocos días de camino, se encontraba la cuenca de otro río (el Ganges) que desembocaría, hacia Occidente, en el Océano que envuelve a la tierra esférica. Y es entonces cuando Alejandro, lleno de exaltación, pronuncia ante sus generales un célebre discurso transmitido (con las reconstrucciones consabidas) por Arriano, su biógrafo (V,26,1):

“Poco camino nos falta para pasar de aquí al Ganges y al Mar Oriental. Con este mar se comunica el Mar Hircano (Mar Caspio) , el Gran Océano que rodea la Tierra. Yo os haré ver, macedonios y aliados, que el golfo Indico se une al golfo Pérsico, que el Mar Hircano se une al golfo Indico y que a través del golfo Pérsico nuestra escuadra puede navegar costeando toda la Libia (Africa) hasta alcanzar las Columnas de Hércules. Todo el interior de Libia, desde las Columnas de Hércules, será tan nuestro como lo es ya Asia, y los límites de nuestro Imperio serán los límites asignados a la Tierra por la divinidad” (Bueno, España frente a Europa, Pentalfa, Oviedo, 2019, 222).  

3. La Reforma

En el ámbito de la Iglesia, el principal punto de inflexión se produjo en la etapa en la que el papado se traslada de Roma a Aviñón (1309-1377), donde queda bajo el control de la monarquía francesa. Catalina  de Siena (1342-1380), religiosa terciaria de la orden dominica, consiguió que el papa Gregorio XI abandonara Aviñón el 13 de septiembre de 1376. Sin embargo, los cardenales no cesaban de importunar al papa, aconsejándole que se volviera atrás. El papa tuvo que entrar en negociaciones con la ciudad de Roma y hasta el 17 de enero de del año siguiente no pudo entrar. Murió poco después, el 27 de marzo de 1378.

El historiador de la Iglesia Ludwig Hertling escribe: “Se reunieron en cónclave en el Vaticano dieciséis cardenales, cuatro italianos, un español y once franceses. Varios miembros del Sacro Colegio se habían quedado en Aviñón. Los romanos no cesaban de manifestarse en la plaza de San Pedro, sonando las campanas y reclamando a gritos un papa romano. A toda prisa, los cardenales eligieron al arzobispo de Bari, Bartolomé Prignano”.

No era cardenal, pero era italiano de nacimiento y había residido mucho tiempo en Aviñón. Como papa, tomó el nombre de Urbano VI. Todo hubiera transcurrido bien, pero el nuevo papa, desde el comienzo de su pontificado, mostró una torpeza y una terquedad tales, que casi hacían dudar de que estuviera en su sano juicio: “Los cardenales se arrepintieron de haberlo elegido, y con el pretexto de huir de los rigores de la canícula, desaparecieron de Roma y se congregaron en Anagni”. Además, el 9 de mayo de 1378 publicaron un manifiesto, declarando que “la elección celebrada cinco meses antes había sido arrancada por la violencia y era, por tanto, nula”.

La reina de Nápoles (Juana) y el rey de Francia (Carlos) les prometieron su apoyo. Los cardenales se retiraron a Fondi, en la región del Lacio: “En cuanto recibieron las cartas del rey de Francia, procedieron a elegir al cardenal Roberto de Ginebra, con el nombre de Clemente VII. Así empezó el gran Cisma de Occidente, que había de durar treinta y ocho años”. Urbano VI, en lugar de ocuparse de allanar el cisma, se empeñó con todas sus fuerzas en conquistar Nápoles. Sus propios cardenales se le rebelaron y Urbano hizo ejecutar a algunos. Murió en Roma en 1389. Su sucesor Bonifacio IX (1389-1404) hizo la paz con el rey de Nápoles (Ladislao) y fue así reconocido en toda Italia. Después del breve pontificado de Inocencio VII (1404-1406) fue elegido el veneciano Gregorio XII (1406-1415). En Aviñón, a Clemente VII siguió el español Pedro de Luna, con el nombre de Benedicto XIII (1394-1423; Hertling, 266-268).     

El Concilio de Constanza (1414-1418) obligó a la renuncia de los tres papas existentes (Juan XXIII en Pisa, Gregorio XII en Roma y Benedicto XIII en Aviñón, el famoso papa Luna)  y a la elección de un papa único, Martín V. El concilio abogó también por la reforma que pretendía acabar con las grandes lacras que venían asolando a la Iglesia desde la Alta Edad Media: la simonía, el nepotismo y el concubinato.

En el Concilio de Basilea-Ferrara-Florencia (1431-1445) se produjo un acercamiento a la cristiandad oriental, aunque sin resultados prácticos. El papado quedó cada vez más restringido a las grandes familias italianas, se fortaleció como potencia en la península itálica y perdió en cierta medida su perspectiva global.

La vida fuera de la Iglesia era imposible. Quien no estuviera bautizado era un marginado, sospechoso de herejía o pertenecía a algunas de las pocas comunidades no cristianas más o menos toleradas en la Europa medieval: los judíos y los moriscos en los reinos hispanos, además de los esclavos de origen africano. Quien  era excomulgado “quedaba situado fuera de la sociedad y podía ser objeto de cualquier daño, incluso la muerte”.

Aumentan las críticas al clero secular: “La mayoría de los sacerdotes solo disponían de los conocimientos básicos de latín para decir misa y lo más frecuente era que vivieran en concubinato”, “en las ciudades y en los pueblos de ciertas dimensiones el establecimiento de conventos de las diversas órdenes mendicantes sirvió como polo de atracción de unos fieles sedientos de orientación espiritual, porque los frailes recibían una formación muy superior a la habitual, siendo muchos de ellos universitarios” (Lorenzana, 34-44).

Aparecen formas de devoción en las que los laicos adoptan un papel más activo. Estos movimientos estuvieron siempre bajo la sospecha de herejía y la Iglesia siempre estuvo muy atenta para controlarlos e integrarlos en las prácticas ortodoxas, como cofradías laicas o como órdenes religiosas (por ejemplo, los franciscanos). Otros fueron declarados herejes y condenados, como Juan Hus (1369-1415) y los husitas.

Uno de los elementos de estos movimientos populares fue el deseo de acceder directamente al texto bíblico. El medio más importante para la transmisión de la fe era la predicación. La lectura de la Biblia no sólo contaba con el impedimento de la lengua, el latín, sino también con que la mayoría de la población era analfabeta.

El humanista Erasmo de Rotterdam (1466-1536) hizo en griego la edición crítica del Nuevo Testamento (1516), que sirvió de inspiración a Lutero. Por ello, fue atacado: “Usted puso el huevo y Lutero lo empolló”, a lo que Erasmo respondió: “Sí, pero yo esperaba un pollo de otra clase”. Para él, la reforma podía hacerse desde dentro. Sus ataques no iban contra la Iglesia ni menos contra Dios, sino contra los malos obispos y frailes que ganaban dinero vendiendo el paraíso y cometían delitos como la simonía. El hombre es libre: nace atado al pecado, pero puede pedir a Dios que le permita desatarse.

A Martín Dorp, amigo y teólogo, que lamenta la publicación de su libro Elogio de la locura (1508), Erasmo responde: “Si algo se dice sobre la veneración de los santos, podrás advertir que siempre se hace alguna precisión que deja claro que lo que se critica es la superstición de los que veneran a los santos de forma equivocada. Algo parecido vale decir de cuanto he proferido contra los príncipes, obispos y monjes: nunca falta una indicación de que no se intenta un insulto a la institución, sino un reproche a sus miembros corruptos e indignos. Sólo así podía censurar sus faltas sin herir a ningún hombre bueno”, “tú mismo reconoces en tu carta que la mayor parte de lo que escribo es cierto. Pero crees que no es bueno rascar la herida del delicado oído con la verdad descarnada. Si piensas que nunca se debe hablar con libertad y que la libertad sólo se ha de decir cuando no ofende, ¿por qué los médicos prescriben drogas amargas?...Si los que curan las enfermedades del cuerpo usan estos métodos, no veo por qué no habríamos de emplear los mismos a la hora de curar las enfermedades del alma”.

Dice también Erasmo: “Veo que mi libro ha indispuesto contra mí a todo el cuerpo de los teólogos”, pero “¿por qué habrían de sentirse ofendidos los teólogos –si es que realmente se han sentido- más que los reyes, los nobles o magistrados y más que los obispos, cardenales y sumos pontífices?”, “esta nueva teología está tan adulterada por Aristóteles, por insignificantes invenciones humanas y por las regulaciones humanas que dudo si conoce algo del puro y genuino Cristo”, “te pregunto: ¿Qué tiene que ver Cristo con Aristóteles o los misterios de eterna sabiduría con la sutil sofistería?”, “hemos llegado a un punto en que la base de la doctrina expuesta ya no se basa tanto en la doctrina de Cristo cuanto en las definiciones de los escolásticos y en el poder de los obispos” (Erasmo, Elogio de la locura, Alianza Editorial, Madrid, 2011, 199-201, 189 y 192-193).

Desde el principio de la Edad Media existía el beneficio eclesiástico. Es el cargo dentro del clero secular que otorgaba rentas a su titular o beneficiado. Las rentas solían estar basadas en impuestos religiosos como los diezmos y primicias, en cobros por el ejercicio del culto y en otros ingresos, a veces derivados de propiedades. Con una regularidad establecida se dicen misas a favor de la persona o familia que hace la donación. Se multiplican las capillas en iglesias y catedrales. Prosperan las indulgencias, remisión que hace la Iglesia de las penas debidas por los pecados. En las peregrinaciones a los grandes santuarios se conceden. Las reliquias de santos atraen a los peregrinos. Al inicio de la Edad Media se establece como tributo obligatorio pagar a la Iglesia los diezmos y primicias (ver Nm 18,25-32).

Las cruzadas son una expedición militarcontra los infieles, que publicaba el Sumo Pontífice, concediendo indulgencias a los que en ella concurriesen. La lucha contra la amenaza turca en el Mediterráneo oriental se saldó con un fracaso rotundo al no poder evitar la caída de Constantinopla en 1453, y adoptar una actitud cada vez más defensiva ante las incursiones turcas por tierra (asedio de Viena, 1529) y la piratería por mar (batalla de Lepanto, 1571).

De forma especial se desarrolla la devoción eucarística, con la celebración de la fiesta del Corpus Christi (1264). Esta devoción se extiende en el marco de un alejamiento de los fieles que no se consideran dignos de comulgar y se quedan con la “comunión ocular”, es decir, con la contemplación en la custodia de la forma consagrada. Inocencio III (1161-1216) ordenó comulgar al menos una vez al año, o sea, en tiempo de Pascua.

Frente al Cristo resucitado que aparecía en los frescos de las iglesias románicas,  proliferan las imágenes de un Cristo sufriente, “se llegó al extremo de adorar aspectos concretos de este sufrimiento, como sus cinco heridas, su sangre, la corona de espinas y otros elementos de su camino hacia el Calvario, al mismo tiempo que se empezó a popularizar la reproducción del viacrucis como uno de los ritos de semana santa”.

El rezo del rosario surgió en el siglo IX como una devoción para honrar a María con la repetición de las alabanzas que aparecen en el Evangelio, pero “no se extendió hasta el siglo XIII como consecuencia de la cruzada contra los albigenses en el sur de Francia, donde se convirtió en una prueba de ortodoxia católica” (Lorenzana, 44-50).

La imprenta es para Lutero “regalo divino”, “el más grande, el último don de Dios”, el fin principal del invento no se limita “al brillo y florecimiento de las bellas letras”, este arte singular ha sido previsto por Dios para “prensar” al papado, es medio envidiable para la predicación del evangelio. Las quejas son diversas: infidelidades de los impresores,  ediciones clandestinas, descuido, prisas, mal papel, pésima impresión. Lo recoge Teófanes Egido en la Introducción a las obras de Lutero (Lutero. Obras, Sígueme, Salamanca, 1977, 11-12).

El profesor Egido destaca la influencia de la población urbana en la Reforma: “De las 65 ciudades imperiales, 50 introdujeron la Reforma con relativa facilidad”. Destaca también el analfabetismo general: “Los sondeos realizados, aunque imperfectos no dejan elevar los índices de alfabetización a comienzos del XVI más allá del 1% en el campo, del 5% para la ciudad“.

El predicador en aquél tiempo era “el señor de la opinión pública”, “Lutero dio el espaldarazo al prestigio social del predicador al distinguir claramente entre sacerdocio universal y ministerio de la predicación”. Con la palabra, a veces como su soporte, iba la música. Como la imprenta, “la música no es una donación humana, es un don, un regalo divino”, dice Lutero en sus Charlas de sobremesa.

Además, estaban los “pliegos volanderos”, tan aptos para conectar con el analfabeto como con el alfabetizado, llevados como los libros “por las prensas”, lo que tenía un efecto multiplicador: “cada ejemplar era leído por uno, pero escuchado por muchos en virtud del hábito arraigado de la lectura en común” (Cuestiones de eclesiología y teología de Martín Lutero, Actas del III Congreso Internacional de Teología Luterano-Católico, celebrado en Salamanca los días 26-30 de septiembre de 1983, 62-66).

Hechos y cambios más recientes: la revolución francesa (1789), el teléfono (1854), la evolución (1859), la radio (1894), la guerra civil (1936-1939), la TV (1956), evolución y fe en Teilhard de Chardin (1881-1955), el Concilio Vaticano II (1962-1965), el hombre en la Luna (1969), Internet (1969), la muerte de Juan Pablo I (el año de los tres papas, 1978), la transición española (1975-1978).

* Diálogo: ¿Qué acontecimientos señalan el fin de la Edad Media? ¿Qué devociones medievales subsisten hoy? ¿Estamos todavía en la Edad Media?